Desmadejado sobre un montón de cojines, con las manos detrás de la nuca y las largas piernas estiradas, toda su persona disfrutaba de esa despreocupación y esa pasión suya, innata, de preservar su cuerpo joven y sano con el único fin de atesorar, mientras le fuera posible, el delicado néctar de la felicidad, para apurarlo sorbo a sorbo antes de que se convirtiera en un mero recuerdo perdido e intangible.
En medio de su deleite, tuvo la sensación de que algo se movía junto a él, en el tapiz que se extendía a los pies del diván; miró hacia abajo y vio en la penumbra una carita de piel clara, transparente, con dos ojos negros, los más vivos y bellos que había visto en su vida y que estaban fijos en él reclamando afecto. El corazón de Muhamad se puso a palpitar con fuerza y corrió por él una oleada de ternura y amor. Con melodiosa voz, exclamó:
—¡Hijo mío Abderramán Aben Muhamad Aben Marwán Aben Yunus al-Jilliqui! ¡Mi pequeño! ¡Hijo mío Abderramán!
Y al oírse decir aquello le invadió súbitamente el recuerdo de su propio padre, porque en sus palabras, en el tono y en la manera de expresarlo había resonado, como un eco lejano y misterioso, la voz de Marwán.
Entonces Muhamad abrazó a su pequeño hijo de apenas un año y lo cubrió de besos, y lloró; pero a pesar de sus lágrimas, no se desvaneció su felicidad, ni se disipó lo más mínimo el encanto de sentirse vivo y seguro.
Con la criatura en brazos, salió de la estancia y caminó despacio por el jardín, echando con deleite una ojeada a las higueras, a los granados, a los rosales y a las matas de flores que cubrían cada rincón. Los aromas de la primavera sustentaban la dicha de aquel momento y se detuvo, casi en éxtasis, escuchando el canto delicado de un pájaro; arrebatado completamente por el perturbador efecto de la exquisita armonía de la vida cotidiana: el tacto suave de la piel del niño, su olor dulzón, la caricia del fino cabello infantil en su mejilla, los ruidos tan familiares, la repentina presencia de un gato restregándose en sus tobillos, un bando fugaz de palomas, el zumbido monótono de las abejas, un canturreo lejano en alguna terraza, el tableteo en una carpintería próxima, una voz pregonando en la calle… Hasta que descubrió a Judit, sentada tejiendo bajo un sicómoro y que, mirándole sonriente, le dijo:
—Como vi que era tarde y que no te despertabas, llevé al niño y lo puse junto al diván. Supuse que te alegrarías al verlo después de la siesta y que así no te entraría ese mal humor que se apodera de ti al despertar.
Muhamad la estuvo mirando largamente, con una mezcla de sorpresa y curiosidad; contempló el cabello claro, espeso, que le caía sobre los hombros, y la maravilla de sus ojos del color de la miel; la nariz ligeramente chata y el rubor saludable de sus mejillas. Mas la impresionante belleza de la Guapísima le produjo una sensación un tanto extraña; era algo que le venía sucediendo de un tiempo a esta parte. Sentía que Judit ya no despertaba en él deseo; sino una tristeza indefinida, dolorosa y a la vez grata, que le provocaba una especie de rara compasión hacia ella, y también hacia sí mismo; porque le asaltaba la impresión de que ambos hubieran perdido algo esencial que ya nunca volverían a recuperar.
Con este sentir muy adentro, bajando la cabeza, dijo:
—Puedes estar segura de que soy muy feliz… Y, verdaderamente, despertar con mi niño al lado ha alejado de mí el mal humor.
—¡Cuánto me alegro! —exclamó ella, poniéndose en pie y yendo hacia él con los brazos extendidos.
Muhamad retrocedió evitando abrazarla y le entregó al niño. Dijo:
—¡Tengo mucha prisa! Ya sabes que hoy, ¡por fin!, seré recibido en el palacio del emir.
Reinó el silencio, hasta que Judit preguntó:
—¿Vas a bañarte?
—Sí. Adine me arreglará la barba y el pelo y me pondré mi mejor vestido.
Dicho esto, besó la cabecita de su hijo y regresó al interior de la casa.
Judit se quedó allí, con el niño en los brazos y una desazón un tanto rara. Porque sintió, como cada día, que solo le amaba a él, solo era dichosa pensando en él y estando cerca de él; lo cual era para ella tan cierto, tan real, como su conciencia de existir; porque Muhamad era toda su alegría y su mundo, y el responsable de que dentro de su corazón hubiera brotado un furor y una fuente insaciable de irritación, que era al mismo tiempo su felicidad y su desgracia; porque ese fuego siempre encendido ardía y abrasaba el punto más vulnerable y sensible de su ser. Pero ya no le acusaba a él, ni le odiaba lo más mínimo; aprendía dolorosamente a pasarse la vida esperándole.
Muhamad bajó hasta los baños de la casa, que estaban en el subsuelo. Era un espacio pequeño, humeante, en penumbra y siempre húmedo. Allí acudió enseguida Adine para ayudarle a asearse. Sus primeras caricias, francas y frenéticas, estuvieron precedidas por un breve periodo de astucias y de disimulos solapados. Después ella se apartó y ya no lo miraba; sus ojos negros estaban así cerrados, echada sobre una estera junto al agua tibia de la bañera. Aunque tenía una belleza que a él no impresionaba a primera vista, sí era de penetrante efecto. Y Muhamad pensó, como siempre, que había cierta desproporción en su fisonomía desnuda y pequeña, pero reconoció enseguida su atractivo abrumador: menuda, algo rellenita, garbosa y sensual en extremo, le encantaba mirarla y dejarse cautivar por sus zalamerías y enredos caprichosos. Con el corazón saltándole en el pecho, se inclinó sobre ella y dejó que sus labios se deslizasen ingrávidamente desde la cabellera suave a la ardiente nuca. Habría querido permanecer indefinidamente sobre la redondez exquisita de sus formas, si no tuviera prisa; pero, después de amarla con precipitación, dejó que ella le recortara la barba y el cabello y que le ungiera con aceite de sándalo.
Perfumado, vestido con su mejor túnica y poseído por el encantado ánimo del que carece de preocupaciones, Muhamad se echó a las calles de Córdoba, para gozar del bullicio hospitalario, vaporoso y cautivador de tan esplendorosa ciudad. Y, como tenía tiempo suficiente, se adentró dando vueltas; por los barrios de los artesanos y los mercados; por las plazas abarrotadas de tenderetes repletos de hortalizas, frutas, hierbas y especias; por los retorcidos callejones; por los adarves que marcaban los confines de las murallas, aspirando los penetrantes aromas de los arrayanes, las enredaderas, las drogas de los perfumistas, los cueros, los puestos de las apetitosas comidas… Y en su deambular dio algunas limosnas a los ciegos y mendigos que le salían al paso, porque se hallaba agradecido y sentía que debía pagar algún tributo por estar más sano que el pedernal, por poseer una casa preciosa en la más bonita ciudad del mundo, por tener un hijo y por estar casado con dos mujeres que le amaban y se manifestaban constantemente dispuestas a satisfacer sus caprichos. Entonces se acordó de su padre y, como si le hablara realmente, pensó: «¿Para qué sirve el poder? ¿Para qué esa rivalidad y ese afán de dominio? Solo para problemas… ¡Padre, debiste dejar Mérida a tiempo y venirte a Córdoba! Si lo hubieras hecho, ahora vivirías». Y por un momento se enorgulleció por creerse sabio al llegar a conclusiones de tan buen juicio.
Envuelto por el deleite vibrante de estos pensamientos, se encontró de repente frente a los Alcázares. Se detuvo y observó durante un rato la fachada sobria, las torres, las almenas, el arco de herradura que enmarcaba la puerta…; y le asaltó el ramalazo de los recuerdos. «¡Si mi padre Marwán pudiera verme en este momento!», se dijo para sus adentros. Habían pasado más de dos años desde que viniera enviado por su padre y sintió como una zozobra al reparar en que era muy poco tiempo para lo mucho que había cambiado su vida.
Cuando les dijo a los guardias quién era y a qué venía, le dejaron pasar sin ponerle ninguna dificultad. En la cancillería, el eunuco encargado de las recepciones revoloteó a su alrededor con ahínco, repitiéndole una y otra vez las normas:
—No mirar a los ojos del emir, no hablar sin ser preguntado, postrarse y no levantarse hasta recibir la orden…
Con esta cantinela a cuestas entró en el salón, recoleto y coloreado de violeta, donde otro chambelán, corpulento y discreto este, le dio paso a las estancias del emir. Era un espacio cuadrangular despejado, el suelo cubierto con alfombras azulencas y ventanales en un lateral; en el artesonado brillaban doradas estrellas y se respiraba un aire dulzón de azucenas y nardos. El silencio era espeso y nadie había allí. El chambelán voluminoso dijo con voz gutural y fría:
—Aguarda un momento.
Muhamad esperó de pie, nervioso. Su corazón latía y tuvo que respirar hondamente para ensanchar su pecho oprimido por la emoción. Al cabo entró un hombre de rostro ensimismado con un laúd en las manos; sentose en un lateral e inició una melodía cadente y rítmica. Después apareció un joven con un pandero y acompasó la música, mientras entonaba un canto:
Estoy contento y
Se me escapa el alma.
Estoy aquí y
Quiero ser agradecido.
Estoy en un sueño y
Hay rosas en mi huerto…
Delante de Muhamad colgaba del techo un tapiz verde bordado con medias lunas plateadas que empezó a agitarse al compás de la música; hasta que, de repente, se descorrió y surgió Abderramán, de pie, quieto y sonriente; el rostro muy moreno, los ojos grandes, negros, rodeados de marcadas ojeras y la mirada brillante y feliz. Con imperativa autoridad, si bien gozoso, ordenó:
—¡Póstrate! Y pega tu nariz al suelo ante mí.
Muhamad obedeció sin titubear. Y un penetrante y delicioso aroma le poseyó…
—¿A qué huele? —preguntó el emir.
—¡A jazmines! —exclamó Muhamad encantado.
Abderramán se echó a reír. Y el músico del pandero cantó:
Estoy contento y
¡Huele a jazmín!
Estoy aquí y
No apestan a pies mis alfombras…
Muhamad alzó la cabeza, sintiéndose dominado por una risa nerviosa e incontrolable. Entre carcajadas, exclamó:
—¡Genial! ¡Amo mío y rey mío! ¡Eres verdaderamente genial!
Se aproximó a él Abderramán y le ayudó a levantarse, mientras le decía:
—Seré un padre para ti, mi querido Muhamad Aben Marwán. Te cubriré de felicidad. ¡Te maravillarás! Bajo mi sombra prosperarás y verás colmarse tu vida de gozo. Porque has venido a la ciudad de los encantos, mi prodigiosa ciudad, donde sabrás lo que es la verdadera dicha… ¡Córdoba es el amparo seguro y oportuno para un hombre como tú!
—Sí, sí, sí… —asintió él—. ¡Lo sé! Y quiero servirte, dueño nuestro Abderramán. Te serviré igual que mis hijos… Mi pequeño, que lleva tu nombre, sabrá lo que es vivir a la sombra del Comendador de los Creyentes…
Abderramán le abrazó y le besó. Con expresión delirante, afirmó:
—Destruiré aquella Mérida orgullosa y rebelde. Lo verás con tus propios ojos. Vengaré a tu padre. Iré allá con mi ejército y desharé sus murallas contumaces; ¡a cenizas y polvo las reduciré! Y se acabarán los tiempos pasados de impiedad e idolatría; porque es grande Allah y su fuerza es invencible… ¡Te asombrarás! Mis poetas cantarán nuestra victoria y mis herederos pasearán por las ruinas de la inmodesta ciudad, convertida en soledad humillada, enterrada, que nunca más alzará la cabeza. Porque ya solo habrá allí desolación y piedras… ¡Piedras enterradas! ¡Enterradas para siempre!
Los emeritenses resistieron con tesón una primavera tras otra las embestidas del ejército de Córdoba. Al sedimento de corajes bestiales y miedos razonables habían agregado la esperanza de que uno de aquellos veranos apareciese por la calzada del Norte la magnífica hueste del emperador de los romanos. Pero el auxilio deseado nunca llegó. Y aquel estado de ánimo, en el cual se les presentaba como posible lo que era tan necesario, empezó a desvanecerse. Cinco años de metódicos asedios se sucedieron, sin que dentro de la ciudad bullese la discordia entre tan diferentes credos y razas. Mas acabó finalmente por brotar la cizaña, y hombres desalmados y dañinos esparcieron esa suerte de infundios y soflamas engañosas que rompen los pueblos y hacen enfrentarse a las masas. Cristianos y musulmanes volvieron a dividirse.
En el desventurado mes de julio, que coincidía con la luna de Xabán del sexto año desde la revuelta, el aire que llegaba del sur era cálido y tedioso, y las gentes miraban desde las almenas y las terrazas el río, agotadas, sofocadas y hambrientas; completamente desalentadas ya al ver a las tropas de Abderramán acampadas en la otra orilla, componiendo el penoso y polvoriento espectáculo de la amenaza que cada estío importunaba el fluir de la vida y emponzoñaba el Guadiana. Gravemente amparados en las altísimas y fortísimas murallas, los asediados aguardaban un signo que les restableciese las ilusiones lamidas por su pánico.
Nadie supo cómo se inició el desastre. Una negra noche, bajo un vertiginoso cielo estrellado, brotó repentinamente un clamor horrísono de gritos y lamentos. La infernal luminiscencia del fuego hacía resplandecer los muros y los tejados de los barrios en la parte occidental. Nada podía hacerse, porque repentinamente media ciudad estaba en llamas y la gente desesperada había abierto las puertas del poniente y escapaba hacia los campos, enloquecida por el terror de verse abrasada. Las tinieblas de los olivares arrasados se tragaron, en un horizonte invisible, a la multitud que huía sin amparo ni más pertenencia que su desnudo miedo a perder la vida.
En la confusión trágica de las sombras y el fuego, muchos pudieron salvarse. El cadí Sulaymán y sus muladíes tuvieron tiempo para organizarse y emprendieron la marcha por la calzada del Norte, seguidos por los dimmíes, a cuyo frente iban el duc Claudio y el obispo Ariulfo. Los beréberes del valí Mahmud salieron los últimos, cuando ya los atacantes cruzaban el puente, y su huida tuvo que ser por la margen del Guadiana, hacia el este, buscando perderse por los derroteros que conducían a los confines del reino en el gran océano.
Sobrevinieron después de aquella pavorosa noche días apocalípticos. Los cordobeses entraron locos de saña y Mérida padeció el asalto, el saqueo y la desolación. Y al cabo, fue abatida su antiquísima muralla romana, después de haberse mantenido en pie durante la pesadumbre de ocho siglos. Preservadas las mezquitas, fueron derruidos los infinitos templos, cenobios y palacios, y hasta el santuario de la venerada mártir Eulalia quedó arruinado, si bien se respetó el sepulcro. La ciudad en poco tiempo parecía un solar vacío en el que nada recordaba su glorioso pasado; tal y como había vaticinado Abderramán, que de esta manera fue profeta de la destrucción de Mérida, y recorrió con placer la tierra abrasada y las piedras sepultadas en polvo y ceniza; como jurara en su día, hambriento de venganza y reventando de odio, por haber sufrido la humillación de tener que abandonar el asedio. Y quiso cimentar bien su victoria, y asegurarse de que no tornaran los rebeldes y que nunca más volviese a alzarse la población contra su dominio. Con cuyo propósito, mandó construir una poderosa alcazaba de nueva planta, con los sillares vencidos de los antiguos baluartes.