Alcazaba (46 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alcazaba
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Muhamad, como si aquella indiferencia que acababa de provocar le tuviera sin cuidado, se acercó y se situó a un palmo de la cara de la Guapísima. Su mirada era ahora astuta y atrevida. Aproximando la boca a la bonita oreja, le dijo con voz susurrante:

—Tenemos que hablar tú y yo ahora mismo.

Sus miradas volvieron a encontrarse y en la de él brotaba de nuevo la misma expresión de insolencia y seguridad en la victoria.

Judit entonces sintió que le hervía la sangre y replicó:

—¡No tengo nada que hablar!

Con un movimiento rápido de su mano, Muhamad la agarró fuertemente por la muñeca, haciendo que se detuviera en su tarea.

—¡He dicho que tenemos que hablar y hablaremos!

—¡Suéltame, tengo que hacer esto! ¡Y me haces daño!

Él apretó aún más la presión de su mano fuerte.

—Aquí se hace solo lo que yo mando. ¡Vamos, ven conmigo!

Ella quiso gritarle algo a la cara, pero reprimió el impulso. Dejó las alcachofas, se limpió las manos con un paño y, de un fuerte tirón, se soltó de la presa que él hacía en su muñeca. Se dirigió apresuradamente hacia el callejón y se alejó de la casa en dirección a la escalera. Muhamad la seguía y le iba diciendo por el camino:

—No seas terca, mujer. Debes tratar de comprenderme. Te ruego que te pongas en mi lugar y te hagas cargo de todo lo que me ha sucedido últimamente; he perdido a toda mi familia y siento una gran tristeza. ¡Necesito tu atención y tu consuelo! Es lo menos que una esposa debe hacer por su marido…

Judit subió la escalera de la torre, furiosa y arrepentida por haberse dejado convencer. Entró en la habitación de Muhamad, arrojó con violencia el velo sobre la cama y se colocó junto a la ventana. Muhamad se detuvo a una distancia prudente y la estuvo observando de pies a cabeza, desde sus finas sandalias hasta el cabello claro; pero ya sin la sonrisa provocadora de antes; ahora más bien parecía preocupado.

Ella permaneció asomada a la ventana, mirándole de vez en cuando de reojo, encantada por el obvio desconcierto del joven. Saltaba a la vista que él iba aflojando su actitud por momentos y que acabaría derrumbándose, por lo que Judit decidió que no merecía la pena iniciar otra pelea y permaneció en indiferente silencio.

Él la examinaba atentamente, percatándose de que aquel juego del enfado iba a durar. En sus labios afloró una sonrisa que, de haberla visto la Guapísima, se hubiera enfurecido de nuevo. Por eso, volvió a ponerse serio y dijo en un tono algo meloso:

—Tú eres distinta, mujer. ¿No te das cuenta de que estoy loco por ti y por nadie más? ¿Por qué te enfadas de esta manera?

Ella frunció el ceño y dijo desdeñosamente:

—¡Ya empezamos! ¿Qué quieres de mí?

—Te quiero a ti, simplemente —respondió él con audacia, avanzando hacia ella con los brazos abiertos.

—¿Simplemente? —preguntó ella enfadada—. ¿«Simplemente» dices y te quedas tan fresco? ¿Y Adine?

—Tu prima se aprovechó de las circunstancias —respondió él suspirando—. ¡Me sentía tan solo!

—¡Mentiras y más mentiras! —repuso ella con irritación—. No te esfuerces, porque no me voy a creer todo ese cuento… ¡Ya me parecía a mí! Era todo tan… ¡tan bonito! Y yo, que había empezado a creer en la mierda de pájaro… ¡Menuda ilusa he sido! Al final he acabado en una jaula…

—No exageres; no es para tanto.

—¿Que no? ¡Sí que lo es!

—Qué tozuda. Está bien, te pido perdón…

—¡Mentiroso! ¡Engañador! ¡Falso!…

Él encajó los insultos con una silenciosa sonrisa. Avanzó un poco más hacia ella y trató de abrazarla delicadamente, mientras le decía:

—Lo siento mucho, de verdad… ¿Qué puedo hacer para que me perdones? Te has empeñado en atormentarme, después de lo que te he echado de menos y el sincero sentimiento que me inspiras…

Ante estas últimas palabras, Judit de buena gana le hubiera dicho algo más amable, pero no supo qué, sobre todo porque acababa de insultarlo. Se conformó con mirarlo y vio que él tenía los negros ojos muy fijos en ella, con gesto seductor y una sombra de aquella sonrisa que tanto la turbaba; y entonces se dejó abrazar.

—Vamos a sentarnos —le dijo él.

Desconcertada ante la contradicción entre las ganas que sentía de seguir con sus reproches y las de abandonarse a su amor, Judit le siguió. Una vez sentados sobre los cojines, él se le acercó lentamente y le pasó el brazo por la cintura. Luego la estuvo besando en la nuca y el cuello.

Judit suspiró hondamente y se relajó al fin. Estaba indignada y, sin embargo, continuaba amándolo como el primer momento y comprendió que no le quedaba otro remedio que perdonarle.

Seguían abrazados cuando llamaron impetuosamente a la puerta.

—¡He dicho que nadie me moleste! —gritó Muhamad.

—Amo —respondió Magdi desde el corredor—, se trata de algo muy importante.

Muhamad sacudió la cabeza y contestó de mal humor:

—¡Puedes pasar! ¿Qué es eso tan importante?

Entró el criado con aire sumiso.

—El general Aben Bazi acaba de recibir noticias del emir.

—¿Noticias? ¿Qué noticias?

Magdi jadeaba por haber subido las escaleras a toda prisa; resopló ruidosamente y dijo:

—El ejército está a dos leguas de aquí. Mañana llegará al río y cruzará por el vado más cercano.

—¡Cómo es posible! —exclamó Muhamad, poniéndose en pie de un salto y corriendo hacia la ventana—. ¡¿El emir?! ¡¿Aquí?!

77

Desde la torre se divisaba una gran extensión de terreno; campos de labor, olivares, viñas y espacios montuosos poblados de vegetación agreste; el río serpenteaba a lo lejos, discurriendo entre espesas arboledas, y más allá de la ribera la vista se perdía, cerro tras cerro, hacia el norte. El cielo era claro y limpio, y en la intensa luz se veía el polvo blanquecino que levantaba la cabeza de la columna del ejército de Córdoba.

Abajo, en el patio de armas, Aben Bazi ya estaba montado en su caballo y daba órdenes a voz en cuello a sus hombres. Nada más ver a Muhamad en la escalera, le dijo con determinación:

—Recibiremos al emir junto al río.

Salieron del castillo y descendieron por la empinada ladera en dirección a las alamedas de las orillas. Cuando llegaron, más de medio ejército había cruzado ya. Los soldados estaban apreciablemente fatigados, mojados y con barro hasta las rodillas a causa de la tierra removida en el vado. Las bestias se negaban a avanzar en el agua y los hombres se aferraban a ellas rabiosos, maldiciendo, en una lucha de animales, corriente y piedras incesante. Después, cuando salían, pasaban deprisa, perseguidos por las sombras azulencas de sus cuerpos, que se rompían en el extremo de la arboleda para deslizarse luego por los campos secos y polvorientos. Algunos de aquellos soldados, deshechos por la brega y el cansancio, se dejaban caer en el suelo y permanecían tendidos hasta que los heraldos llegaban, apremiándolos con gritos y golpes, y les obligaban a levantarse y proseguir el camino; pero al momento volvían a detenerse y se quedaban apoyados en sus lanzas, exhaustos.

Aben Bazi, al contemplar la triste estampa, comentó desilusionado:

—¡Qué lástima! Vienen rendidos y cunde entre ellos el desánimo. Basta con ver la ira en los oficiales para darse cuenta de que en ellos ha arraigado el espíritu de la derrota.

Durante más de una hora estuvieron cruzando hombres y caballos ante los ojos de Muhamad y el general, que esperaban con impaciencia al emir. De repente, un oficial de baja estatura, fornido, vestido con una media túnica muy sucia, dejó la fila y se dirigió derecho hacia donde estaban. Cegado por el sol, Aben Bazi parpadeó un instante y luego exclamó:

—¡Abu Casín!

El oficial dijo sin rodeos:

—El emir viene de muy mal humor… ¡Lo de Toledo ha sido un desastre! Allí están convencidos de que recibirán pronto la ayuda del rey de las montañas del Norte y del emperador de los romanos…

Estaban intercambiando sus impresiones, cuando vieron que unos hombres cruzaban el río en una balsa.

—¡Ahí viene Abderramán! —exclamó el tal Abu Casín.

Corrieron hasta la orilla para recibirle. Abderramán venía desnudo de cintura para arriba a causa del calor. Sudaba copiosamente y tenía un aire lánguido, abatido. Mientras saltaba de la balsa, le dirigió una mirada sombría a Aben Bazi y le preguntó:

—¿Ya estás repuesto de tus heridas?

El general se postró ante él y le besó la mano, al tiempo que le respondía:

—Allah cuidó de mí, altísimo emir.

Entonces Abderramán se dirigió a Muhamad y le dijo en tono triste:

—Siento lo de tu padre… ¡Qué sucio crimen!

Muhamad se postró agradecido por la condolencia y contestó con sincera humildad:

—No pudimos salvar Mérida de los rebeldes. ¡Perdónanos, señor! ¡Hemos fracasado!

Al oírle hablar así, el emir le estuvo observando con atención y, compadecido, repuso:

—No, nadie ha fracasado. Hemos perdido algunas batallas, simplemente, pero ganaremos esta guerra. De eso no te quepa la menor duda, amigo mío Muhamad Aben Marwán. Digamos como buenos creyentes que no ha sido la voluntad de Allah concedernos ahora la victoria. Pero el Omnipotente, cuando llegue el momento oportuno, recompensará nuestros esfuerzos. ¡Arriba el ánimo!

Después de decir esto, suspiró profundamente, permaneció en silencio y pensativo un tiempo, y luego caminó hacia donde le tenían preparado el caballo, al tiempo que añadía:

—Ahora debemos regresar a Córdoba. Ya nos ocuparemos de esos bandidos el año que viene. Organizaremos muy bien el ataque… ¡y la venganza! Pero debemos descansar primero…

—¡Oh, no! —exclamó Aben Bazi, yendo hacia él con visible desazón en su semblante de duros rasgos—. Señor, nuestro ejército puede descansar aquí el tiempo necesario y después atacar Mérida.

Abderramán le miró con asombro y replicó desdeñoso:

—¿Estás de broma? ¡Me muero por regresar a Córdoba! No les dedicaré ni un día más de mi tiempo a esos rebeldes piojosos. ¡Al infierno con ellos!

El general respondió con una sonrisa nerviosa:

—Lo comprendo, mi amo; estás cansado y necesitas el merecido reposo; pero, ¡por la gloria del Profeta!, piénsalo bien. Todavía es verano y podemos reunir gente para intentarlo otra vez…

Montó en el caballo Abderramán y gritó:

—¡Ni hablar! Lo que yo necesito ahora es volver a mi palacio, donde tengo abandonados mis halcones, mis poetas y mis mujeres… El verano que viene reuniré el mayor ejército que jamás se ha visto y regresaré para no dejar ni un solo cuello con cabeza en esa apestosa y díscola ciudad.

Muhamad se adelantó entonces y le suplicó:

—Por favor, ¡no te vayas de esa manera, sin antes entrar siquiera en el castillo!

—Gracias, pero no me entretendré ni un día más —respondió el emir—. Ya os he dicho que lo único que ahora deseo es regresar a mi Córdoba. Y todos vosotros haréis lo mismo que yo. Recoged inmediatamente vuestras pertenencias y uníos al ejército. Aquí vuestras vidas corren peligro; porque, cuando se enteren esos rebeldes de que voy hacia el sur, vendrán a apoderarse de todo esto.

—¡Amo mío Abderramán —rogó el general una vez más—, permíteme que insista! ¡Piénsalo!

—¡He dicho que no! —negó rotundamente el emir, espoleando al caballo—. ¡Todos a Córdoba! ¡Ya volveremos a darles su merecido!

78

El verano transcurrió en Mérida lenta y pesadamente, entre el miedo y la incertidumbre. La ciudad no se sintió segura hasta que pasaron los últimos días de septiembre, porque nadie estaba realmente convencido de que al emir no le diera por atacar antes del invierno. Pero por fin se fueron disipando los miedos y las voces que presagiaban el desastre enmudecieron finalmente. Al principio del otoño, el aire fue tibio y apacible. La vida entonces volvió a ser la de siempre: las puertas de las murallas se abrían al amanecer y los campesinos iban a labrar la tierra, alegremente, a la agonía de las sombras nocturnas; en el frescor del alba, los ganados se esparcían por las laderas de los cerros, y en los caminos se veían hombres, bestias y carromatos que transitaban en todas direcciones, devolviéndoles a los mercados el vital aliento de las mercancías; las plazas hervían de gente, las mujeres charlaban ruidosamente en las azoteas, los niños jugaban en las eras, las tabernas y bodegones se llenaban al final de la jornada, y al anochecer, se oían los lamentos dulces de los rabeles. En suma, reinaba la paz prodigando su sana rutina.

Una tarde, cuando Mahmud se disponía a salir de la fortaleza para acudir a la oración en la mezquita, fue advertido por su secretario privado de que algo estaba sucediendo en la plaza, porque había alboroto de gente y subían voces exaltadas. Se acercó el valí a la ventana cerrada y preguntó extrañado:

—¿Qué jaleo es ese? ¿Quiénes gritan de esa manera?

El secretario abrió la ventana y las voces irrumpieron claras y fuertes. Al asomarse, Mahmud vio la plaza abarrotada de gente y una gran multitud afluyendo desde los callejones.

—¡Son los dimmíes! —exclamó con preocupación—. ¡Los dimmíes cristianos traman algo!

Quedó callado un rato con la cara adusta, y luego le ordenó al secretario:

—Mantened cerradas todas las puertas, doblad la guardia y alertad al destacamento del puente. ¡Y enviad a alguien para que se entere de lo que pretenden!

Mientras se cumplían estos mandatos, Mahmud permaneció en su despacho dividido entre dudas y certezas. Era como si finalmente se hicieran realidad los temores que, como sombras, le habían impedido disfrutar de la victoria sobre los cordobeses. Porque siempre receló de los cristianos y de la presencia en sus dominios del ejército del Norte que acampaba en la otra orilla del río. Sospechaba que una nueva rebelión acechaba a la ciudad y que la paz frágil había sido solo como un sueño.

Alertados por lo que estaba sucediendo frente a la mezquita Aljama, salieron de su casa Sulaymán y su hermano Salam con las almas presas de una gran perplejidad. Atravesaron el barrio muladí entre la angustia y la determinación, en compañía de los jefes de su comunidad. Se habían armado y estaban dispuestos a hacer valer toda su fuerza. Pero desconocían aquello a lo que debían enfrentarse, porque los centinelas de las torres no habían avistado la presencia de ninguna amenaza externa; en el horizonte no se veían ejércitos y los vigías de las atalayas no habían mandado aviso alguno. Únicamente sabían que algo indeterminado turbaba la quietud que reinaba últimamente en la ciudad, porque repentinamente se propagó un clamor insistente e inquietante; el impreciso rumor de que algo estaba sucediendo en las proximidades de la fortaleza, porque una muchedumbre vociferante se iba congregando en la plaza.

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