Claudio se puso en pie y empezó a pasear despacio por el salón, gacha la cabeza. Reflexivo y sombrío, contestó:
—No, madre, eso nunca… No dejaremos esta ciudad; no abandonaremos nuestras iglesias, nuestras casas y los huesos de nuestros antepasados. Yo no consentiré que nos humillen más los sarracenos. Lucharemos para vivir con dignidad y aguardaremos a que un día despierten los reinos cristianos y, ¡todos a una!, decidan restaurar definitivamente el orden godo.
—¡Hijo! —gritó ella—. ¡Volverá el emir y se vengará! ¡El emir es muy poderoso! ¿No te das cuenta? No temo por mí, sino por vosotros… ¡Jamás nos dejarán vivir en paz!
Él puso en ella una mirada compasiva, y, con una calma pasmosa, le dijo:
—No temas, madre. Pronto vendrán a socorrernos desde el Norte. Lo sé. Resistiremos hasta que nos llegue esa ayuda. Esa es nuestra misión: resistir, perseverar con paciencia hasta el final.
Una larga fila de hombres armados ascendía lentamente por la calzada, en pendiente encrespada, hacia el castillo de Alange. Iban marchando a la deshilada, guiados por un mozo pastor que conocía bien el sendero; soportaban la lluvia y el viento helado de la mañana, después de haber caminado errando durante toda la noche, tomando y dejando veredas abiertas entre la maleza y el monte bajo. Llegaron al fin ante la puerta de la primera muralla y la encontraron cerrada.
El oficial que iba al frente de aquellos guerreros mandó hacer sonar la trompeta y después gritó a voz en cuello:
—¡Abrid al ejército del emir!
Pero la puerta no se abrió, y desde las almenas coronadas por centinelas alguien respondió:
—¡El señor de este castillo es Muhamad Aben Marwán!
—¿Está ahí ese señor vuestro? —preguntó el oficial.
—Han ido a avisarle.
Arriba, en la torre, Muhamad acababa de ser despertado de un ligero sueño cargado de ansiedad. Se vestía apresuradamente y, mientras se calzaba las botas, le preguntaba a su criado Magdi:
—¿Estáis seguros de que son los cordobeses?
—Sí, amo, son ellos.
—¿Cuántos son?
—Es difícil precisarlo, porque están desperdigados por la pendiente entre los roquedales y la maleza, y muchos de ellos permanecen abajo en el llano… Son numerosos; dos mil hombres, tal vez tres mil…
Muhamad resopló aliviado:
—¡Ah, menos mal que han conseguido reagruparse!
Cuando bajó a la puerta de la muralla, el oficial que venía al frente de la tropa le dijo enseguida que traían consigo al general Aben Bazi, quien estaba enfermo a causa de las heridas sufridas en el combate.
—Subidlo inmediatamente al castillo —les pidió Muhamad—. Aquí se repondrá.
Llevaron al general en una camilla hasta las estancias del castillo y se le dio acomodo en una de las mejores habitaciones. Aben Bazi estaba muy desmejorado. El dolor se reflejaba en su rostro, que tenía un tono macilento y unas marcadas ojeras azuladas. Tan débil estaba que apenas podía hablar y permanecía casi todo el tiempo con los ojos cerrados; el pecho agitado por una respiración forzada, violenta, jadeante; tiritaba empapado en frío sudor.
Al verle en aquel estado, Muhamad pensó que moriría pronto. Pero su criado Magdi, que había estado lavando al herido y ayudando a acostarle, le dijo esperanzador:
—A simple vista, no parece demasiado grave lo que tiene; está agotado. En cuanto descanse y se alimente bien, seguramente se repondrá.
—¡Allah te oiga! —exclamó Muhamad—. Se le ve tan mal…
El criado se quedó entonces pensativo durante un instante y, al cabo, dijo:
—Aquí, en el castillo, hay alguien que puede curarle las heridas.
—¿Aquí? ¿Quién?
—Esas mujeres de los baños.
—Pero… —repuso Muhamad—. Ellas no están aquí… Sigal, que es la que sabe de estas cosas, está en Mérida.
—Sí, amo —indicó el criado—, pero su hija Adine se quedó en el castillo.
Muhamad le miró extrañado y respondió con desdén:
—¿Esa muchacha…?
—Sí, aunque es joven, seguramente habrá aprendido algo de su madre. En los baños se ocupaban de la salud de la gente…
—Bien, ve a por ella —dijo animoso Muhamad—. No perdemos nada preguntándole qué es lo que sabe.
Magdi fue a las estancias de las mujeres y regresó al cabo con la muchacha. Adine vaciló tímidamente en la puerta de la habitación, sin decidirse a entrar. Muhamad la estuvo observando y luego le dijo:
—Este es el general de los cordobeses. Le hirieron y está débil y casi sin sentido. ¿Serás capaz de hacer algo por él?
Ella entró. La luz de un candil que colgaba de la pared la iluminó. Era menuda y tenía los ojos grandes, dulces y algo saltones; la mirada inteligente, llena de claridad; el cabello negro, levemente rizado, recogido en una larga trenza con un lazo de seda blanca desgastada. Muhamad pudo ver el intenso color de sus mejillas y los labios rojos y lubricados, y el femenino lustre del pelo junto a la sien de la muchacha, cuando ella se inclinó y volvió el rostro hacia el enfermo para dirigirle una rápida mirada.
El criado Magdi retiró la manta y descubrió el cuerpo desnudo, grande y velludo, del herido. Adine lo observó con una expresión franca e inocente, y comentó:
—Es un hombre muy fuerte… Nunca he visto una naturaleza tan poderosa como la suya. No creo que la vida abandone fácilmente a un hombre así…
—Entonces, ¿se curará? —preguntó Muhamad.
Ella se acercó delicadamente y cogió con su pequeña mano la muñeca gruesa del general. Cuando comprobó la frecuencia y la fuerza del pulso, indicó:
—Este hombre no morirá.
—Pareces muy segura —le dijo Muhamad.
Adine sonrió. Sus largas pestañas rizadas dieron a sus ojos castaños una rara agudeza, cuando contestó:
—En los baños cuidamos a gente sana y enferma; sabemos distinguir los signos de la naturaleza humana. Este militar está agotado y delirante; le vence el sueño, porque ha pasado largos días en la tensión de la lucha y cree que sigue peleando en la batalla. Pero, cuando consiga relajarse, vencerá su mal y se recuperará. Por eso, lo principal ahora es conseguir que deje esa tensión.
Al criado Magdi le pareció adecuada esta reflexión y, mirando a Muhamad, añadió:
—He intentado darle a beber un cocimiento de hierbas, pero no consigo que lo trague. La muchacha sabe lo que le pasa; en efecto, este hombre sufre una gran tensión.
Adine, pensativa, apostilló:
—Debería bañarse en las aguas del manantial de Alange. Sus músculos se relajarán, respirará mejor y, seguramente, recuperará la conciencia.
—Hagamos como dices —asintió Muhamad—. No perdamos más tiempo y llevemos al general a los baños.
Una hora después, sumergían el cuerpo grande de Aben Bazi en una bañera de mármol llena con agua del manantial. Y, al cabo de un rato, el enfermo abrió los ojos y rogó, con una débil y susurrante voz, que le dieran de beber.
Cuando Muhamad le vio tragar el agua, exclamó:
—¡Milagroso!
Adine se le quedó mirando, la sonrisa maliciosa y extrañamente dulce a la vez, y le sugirió:
—También tú deberías bañarte, señor Muhamad.
—¿Yo?
—Sí, veo en tu rostro las señales de la preocupación y el sufrimiento. Esas aguas disipan la ansiedad del alma; limpian las turbiedades de la mente y expulsan la melancolía.
Le guiñó un ojo y, sonriendo con mayor soltura, añadió:
—Anda, señor, no seas indeciso y ven conmigo.
Muhamad la miraba meditativo, en silencio. Ella entonces le cogió la mano y tiró de él. Cruzaron un patio repleto de retorcidos troncos de parras y después bajaron por una estrecha escalera. Recorrieron unos pasillos húmedos, tortuosos, y entraron en la amplia y redonda sala cubierta por una cúpula donde estaba la piscina.
—Anda, desnúdate —dijo ella, soltándole la mano.
Muhamad comenzó a desprenderse calmoso de la túnica. Mientras, Adine se sentó, apoyó en las rodillas las palmas de las manos y, clavando en él sus ojos oscuros, chispeantes de curiosidad, sonrió y comentó en un suspiro:
—¡Ay, qué bello eres, señor Muhamad!
Abdías ben Maimun fue al mercado el día de la fiesta de Purim a primera hora de la mañana. Al salir de la judería, en el viejo adarve que conducía a la puerta de Toledo, adelantó a varios labriegos beréberes del alfoz que tiraban de las riendas de sus asnos, en cuyas alforjas llevaban cestos con coles, castañas, ajos, cebollas y garbanzos; y comprendió que por fin la normalidad de la vida retornaba a la ciudad. Más allá, al atravesar los extremos del barrio muladí, oyó el familiar martilleo metálico en las fraguas y vio gente parloteando amigablemente en las calles. El sol calentaba, después de haber estado oculto entre nubes varios días, y en la plaza los vendedores habían armado sus toldos. Aunque todavía tímidamente, la población salía de sus casas y andaba entre los tenderetes, ansiosa por recuperar la rutina necesaria para vivir en paz. En las banastas había higos, pasas, ciruelas, algarrobas, habas y lentejas; en lebrillos de barro, aceitunas, alcaparrones, cebollinos en vinagre y arrope; sebo en orzas y aceite en alcuzas.
Más adelante, al final de la plaza, se alineaban los puestos de los carniceros. Allí se arremolinaba la gente y se veía mayor movimiento que en las demás partes del mercado. Llevado por su curiosidad, Abdías se acercó para ver. Grandes tiras de carne seca colgaban por todas partes y los vendedores no daban abasto despachándola. Detrás de sus mostradores, los carniceros pregonaban:
—¡Carne de caballo! ¡Cecina salada de buen caballo! ¡Aprovechad la oportunidad! ¡Carne de caballo para el guiso! ¡Anca, costillar, lomo…! ¡Carne, carne de caballo!
Abdías, sacando la cabeza por encima del gentío que se apretujaba para comprar, observó asombrado aquellos pedazos de carne y los huesos envueltos en sal, y se extrañó por la cantidad de la mercancía y el bajo precio con que la ofrecían.
Cuando le llegó el turno, preguntó por el origen de toda aquella carne. El carnicero respondió ufano:
—Es magnífica carne de caballo, ¡nada menos que cordobés! Es de las monturas del ejército del emir. Después de la batalla, todos estos animales quedaron por ahí muertos o heridos y fuimos a desollarlos y despiezarlos. Por eso se ofrece tan barata esta carne, porque abunda; pero, como ves, es muy buena y lustrosa. A ver, ¿qué te sirvo?
Abdías hizo una mueca de repugnancia y contestó:
—¡Es carne impura! ¿Cómo se os ha ocurrido esta insensatez? ¡Esos animales llevan en sí los estigmas malditos de la guerra!
—¡Ah, los judíos! —le reprochó el carnicero—. ¡Esta carne es sana! Estos animales no murieron por enfermedad ni por hambre. ¿Qué más da que fueran sacrificados en la batalla o por un matarife? Es una gran oportunidad para que la ciudad coma buena carne, barata y en cantidad… Si quieres algo, pídelo, y si no, apártate y sigue tu camino, judío, ¡tú te lo pierdes!
Abdías se retiró de allí asqueado, y fue al tenderete de un carnicero judío que despachaba en el extremo, donde no había carne de caballo y solo se ofrecía algo de carnero viejo. Compró unos pedazos. Luego fue en busca de pan y algunas verduras. Y, antes de regresar a su casa con la compra, decidió pasar por la calle de la sinagoga, donde había una pequeña taberna que, a causa de la revuelta, había permanecido cerrada durante semanas.
Cuando entró, los que estaban allí le recibieron con abrazos, ya que celebraban el Purim desde muy temprano y el vino los tenía eufóricos. Entre todos aquellos que con tanto júbilo le saludaban, estaba el rabino Nathan, quien le hizo saber que, además de Purim, estaban festejando la victoria de la ciudad sobre el tirano Marwán.
Abdías sonrió abiertamente y contempló despacio a sus amigos y congéneres. Exclamó con alegría:
—¡Menos mal que la vida sigue su curso! ¡Ojalá pronto todo vuelva a ser como antes!
Las gargantas se remojaron con el vino, y todos se pusieron a lanzar albórbolas y empezaron a cantar:
Por eso estamos contentos,
Porque la trampa se abrió
Y hemos escapado como un pájaro,
Como un pájaro que echa a volar por los montes…
Abdías observaba los rostros de los que estaban a su lado y se sorprendía de que actuaran con tanto alboroto. La mayoría de ellos era gente de aquel barrio, comerciantes ricos que tenían sus casas en la pequeña plaza donde se hallaba la sinagoga. Oyó cómo uno de ellos alzaba la voz y decía:
—¡Al fin podremos prosperar! Esta ciudad debe mantenerse libre, independiente, sin la opresión de esos impuestos. ¡Se acabó Córdoba!
A lo que otro añadía:
—Di mejor: «si es la voluntad del Eterno».
—Naturalmente, todo bajo el designio del Eterno.
El rabino Nathan escuchaba estas opiniones con una mezcla de placer y desaprobación. Se aproximó sigilosamente a Abdías y le susurró al oído, irónico:
—Veremos en qué acaba todo esto. Pronto estamos cantando victoria…
—¿Por qué dices eso? —replicó Abdías—. Ha sido una gran victoria.
El rabino le agarró el brazo, le atrajo hacia sí y le dijo con aire enigmático:
—El emir volverá… Y si vuelve… Veremos lo que pasa si vuelve.
—¡Que vuelva! No hay murallas en el mundo como estas de Mérida. Estando todos unidos en la ciudad, nadie osará volver a sitiarla. El emir ya habrá aprendido la lección.
Nathan le miró con ojos burlones, meneó la cabeza y objetó:
—Tú lo has dicho: «Estando todos unidos». Pero… ¿serán capaces de permanecer unidos esos cristianos orgullosos y esos inestables musulmanes?
—Sí, por la cuenta que les trae.
El rabino apuró el vino, esbozó una extraña sonrisa y se despidió:
—Yo me voy. Es muy temprano aún para seguir bebiendo vino, aunque sea la fiesta de Purim.
Abdías pagó la última ronda y salió detrás de Nathan. Le alcanzó en la calle, antes de que entrara en la sinagoga, y le dijo:
—Rabino, necesito tu consejo; ¿puedes dedicarme un momento?
Nathan le miró a los ojos y, al ver en ellos el asomo de la desazón, propuso:
—Vayamos a mi casa.
Estaban a corta distancia. Anduvieron en silencio algunos pasos, entraron en la casa del rabino y este dijo:
—Sentémonos.
Se sentaron. El semblante de Abdías estaba ahora cargado de intranquilidad. Suspirando, balbució:
—Ya sabes lo de mi hija Judit…