Ella le cogió la mano y permaneció callada.
—Toda esta responsabilidad es más fuerte que yo —prosiguió Agildo en voz baja—. No quiero que penséis que soy un cobarde… ¡Os ruego que no me juzguéis de esa manera! Solo pido paciencia; un poco más de tiempo para esperar a que regrese la embajada y saber qué debe hacerse… Pero todo se ha precipitado, y nadie parece darse cuenta de que lo peor ahora es una guerra entre nosotros, entre los emeritenses, cualquiera que sea nuestra religión u origen. Porque eso supondrá perder lo poco que nos queda…
Ella le apretó la mano y dijo:
—Tienes toda la razón. —Permaneció un rato en silencio y luego añadió con delicadeza—: Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza venir a contradecirte, porque comprendo muy bien el calvario que atraviesas… Pero quiero que prestes atención a un ruego mío.
—Puedes pedirme lo que quieras, ya lo sabes —otorgó Agildo.
Salustiana se enfrentó a él, dejando que la luna iluminara su rostro. Dijo con tranquilidad:
—Ahí dentro está nuestro hijo Claudio esperando para despedirse de ti. Tienes muchos motivos para estar enojado con él; pero, hazlo por mí, entra y dale tu bendición.
Él se giró y, mirando de nuevo hacia la oscuridad de los campos, contestó con aire culpable:
—¡Yo no le he mandado al destierro! ¡No sé por qué tiene que irse!
Ella comentó con un suspiro:
—¡Entra y bendícele, por Dios!
—No puedo aprobar esa locura. No me parece sensato que emprenda una peregrinación precisamente ahora. Hay bandas de hombres desalmados pendientes de los caminos y los sarracenos vigilan sus fronteras. ¿Adónde piensan que podrían llegar veinte inexpertos mozos que nunca han salido de casa?
—¡Qué terquedad! —replicó Salustiana—. A mí me duele tanto como a ti, o más, que se vaya… ¡Soy una madre! Pero hay que comprender que la vida sigue su curso. ¡Los hijos se van tarde o temprano, Agildo! Hagamos lo que hagamos tú y yo, Claudio se irá mañana de madrugada. ¿Vas a atarle? ¡Nuestro hijo es un hombre!
Abrumado por esas consideraciones, el duc permaneció durante un rato en silencio, meditabundo. Después se dirigió hacia la puerta con decisión y entró en el palacio diciendo:
—¡Está bien! No cargaré con remordimientos el resto de mi vida si algo malo le sucede.
Cuando Claudio vio a su padre, se arrodilló delante de él. Agildo entonces se derrumbó y se puso a abrazarle sollozando:
—¡Hijo! ¡Hijo mío! ¿Por qué tienes que emprender esa peregrinación? ¡Tú no has hecho nada malo! ¡Tú no quemaste esas cabañas! ¡Oh, Claudio, hijo mío!
Estaba allí el resto de la familia y todos derramaron lágrimas. El padre, muy conmovido, les miraba y les decía con voz rota:
—Solo quiero lo mejor para todos… ¡Haceos cargo! Si supierais cómo temo que os pase algo… No siento temor por mi vida, sino por las vuestras, hijos míos.
Ellos nunca le habían visto así, vencido, agotado por el dolor contenido y por la tensión de los últimos meses. El duc les pareció por primera vez en su vida un hombre frágil al que la edad empezaba a doblegar.
Claudio, que seguía abrazado a él, le susurró al oído:
—Padre, debo hablar contigo a solas.
Salustiana dio una fuerte palmada y ordenó a la familia:
—¡Dejémosles!
Cuando todos hubieron salido, el joven hijo del duc se aproximó a una lámpara de varias llamas que iluminaba la estancia en un extremo, y le pidió a su padre:
—Si te parece oportuno, ven aquí. Será preciso que nos veamos bien las caras.
Una vez cerca de la luz, Claudio dijo:
—Mañana me iré, ya lo sabes. Necesito partir llevando tu consentimiento.
—Te doy mi permiso. He decidido no oponerme a tu decisión. Te bendeciré y rogaré a Dios por ti cada día que estés fuera.
El joven sonrió y miró con ternura a su padre. Luego volvió a ponerse muy serio y, con solemnidad, añadió:
—Esa bendición no me servirá si hay por medio algún engaño.
—No hay falsedad alguna en mis palabras —afirmó el duc—. Aunque otra cosa son mis sentimientos… Tienes mi sincera bendición.
—No me refiero a ti en lo del engaño —dijo Claudio—. Soy yo el que debe ser totalmente veraz. No quiero emprender el viaje cargando con un pecado…
—¿Qué quieres decir? ¿Qué pecado es ese?
—¡Nunca debieron mentirte, padre! —exclamó el hijo, haciendo un gesto de desagrado con la mano—. El diablo les tentó y urdieron una mentira para tenerte contento… Pero… ¡no es justo!
—No comprendo nada… —farfulló Agildo—. ¿De qué mentira hablas? ¿Quiénes me mintieron?
—El abad, padre, el primero; pero también el comes Landolfo y los demás nobles de la junta de preclaros… Y también yo, tu propio hijo. Todos acordamos decirte que partíamos a una peregrinación a la tumba del apóstol Santiago, a la Galaecia… Y eso no es verdad. Solo hay de cierto en ello que iremos al Norte; pero nuestro destino será la corte del rey de Asturias.
El duc se ofendió. Bajó la cabeza y dijo:
—Por lo visto, se han empeñado en no contar ya conmigo para nada en esta ciudad. ¿Qué necesidad tenían de inventar un burdo embuste? Hubiera bastado con que me declararan el plan limpia y llanamente. A fin de cuentas, ¿qué poder real tengo? ¿Cómo puedo oponerme a lo que han decidido entre todos sin mi opinión?
Se produjo un silencio. Padre e hijo se miraron con tristeza.
—¿Aun así piensas ir con ellos? —preguntó Agildo.
Claudio inclinó la cabeza y le rogó:
—Bendíceme.
Pero el duc puso la mano en el hombro de su hijo y le pidió:
—Anda, sígueme, te mostraré algo.
El padre cogió la lámpara y empezó a caminar por delante con decisión. Atravesaron el palacio, los corredores más antiguos y el último de los patios. Al final del viejo edificio, más allá de las viviendas de los criados, había unas cuadras destartaladas donde se amontonaban los aperos de labranza y muchos objetos inservibles. Allí el duc se puso a retirar trastos.
—Ayúdame —decía—. ¡Hace tanto que no vengo aquí!
El polvo acumulado durante años se esparció por el aire.
—¿Qué buscas? —preguntó Claudio, mientras apartaba canastos que se deshacían, sacos de yeso, tejas, ladrillos…
—Aquí, aquí debe de ser. —Señaló el padre un rincón despejado del suelo cubierto de tierra—. Solo hay que cavar un poco.
Enseguida apareció un arcón que estaba enterrado a poca profundidad. Lo sacaron y Agildo rompió a golpes las maderas podridas. Dentro había varios envoltorios de trapos y cueros; todo impregnado con grasas añejas y pez.
—¿Qué es eso? —le preguntaba su hijo—. ¿Qué guardas ahí?
El duc extrajo uno de los bultos, lo deslió y, a la luz de la lámpara, le mostró un antiguo yelmo de hierro, completamente embadurnado con una pasta viscosa y oscura que fue limpiando con los trapos. Emocionado, dijo:
—Esta es la armadura de tu bisabuelo, el duc Claudio. Fue ocultada aquí hace muchos años y solo yo conozco el secreto. Por lo que se ve, ha llegado el día de desvelarlo… ¡Vamos, ayúdame a sacarla! Mandaré a los criados que la limpien y la embalen convenientemente. Si vas a ser guerrero, lo primero que necesitas son las armas…
—Pero… ¡padre!
—No, no digas nada más… Yo sé cómo son estas cosas. No es difícil adivinar a qué vais esa tropa de mozos a Asturias: a que el rey cristiano os convierta en caballeros armados y os instruya en las artes de la guerra. Comprendo que se avecinan esos tiempos en que las espadas y las armaduras resurgen de sus escondrijos; como estas de tu bisabuelo, hijo.
—¡Bendito sea Allah! —exclamaba Marwán, manifestando con efusión su felicidad—. ¡Alabado sea el Clemente, el Misericordioso! ¡Muhamad, mi hijo querido, al fin ha regresado!
Los criados aplaudían y vitoreaban al joven y apuesto hijo de su amo, que venía por el camino entre olivares y llegaba ya a la cabecera del puente que cruzaba el arroyo Albarregas frente a la casa de los Banu Yunus. Venía visiblemente contento, sonriente, llevando su corcel por la brida, seguido por su comitiva.
—¡Preparadle el baño! —gritaba Marwán, mientras corría a recibirle haciendo vibrar su blanda barriga—. ¡Cocinad una buena comida para él! ¡Matad ahora mismo un cabrito tierno!
Muhamad entró en la propiedad y se plantó altanero en mitad del jardín, con aire triunfal. Su padre se le quedó mirando con ojos maliciosos, guiñando un ojo, y, antes de abrazarle, dijo con una risita:
—¡Ay, que ya me lo imagino todo! ¡Mi hijo querido! ¡Ay, que lo leo en tu cara!…
Dicho lo cual, se colgó del cuello de su hijo. Y luego le condujo hacia el interior de la casa, echándole su pesado brazo por encima de los hombros y comiéndoselo a besos.
—¡Cuánta razón tenías, padre! —decía Muhamad—. ¡Córdoba es una maravilla! ¡Qué ciudad, qué alcázares, qué mezquitas, qué palacios…!
—¿Y el emir? —preguntó impaciente el padre—. ¿Cómo está el emir? ¡Allah lo bendiga!
Muhamad le lanzó una mirada de complicidad que no necesitaba palabras. Y Marwán gritó:
—¡Lo sabía! ¡Ay, qué feliz me haces, hijo de mis entrañas! Vamos, vamos adentro, que me tienes en ascuas…
—Prepárate —le dijo Muhamad— y escucha sentado todo lo que voy a contarte.
—¡Fuera, fuera todo el mundo de aquí! —farfulló a los criados Marwán, agitando las manos—. ¡Dejadnos solos! ¡Id a preparar el baño! ¡Matad de una vez ese cabrito! Y… ¡por Allah, no nos molestéis!
Obedeció la servidumbre atemorizada y el rico árabe cerró dando un portazo.
—Sentémonos, hijo —propuso frotándose las manos nervioso—. Bebe agua primero y ¡cuéntame, por el Clemente!
Cogió Muhamad un vaso que estaba sobre la mesa, se refrescó la garganta y empezó a hablar con mucha tranquilidad:
—Como te digo, Córdoba me ha encantado…
—¡Deja eso, hijo mío! —le interrumpió el padre—. Vamos a lo que interesa: el emir, ¿lograste hablar con el emir en privado?
Muhamad ensanchó su sonrisa, bebió otro sorbo de agua, miró la impaciencia de su padre por el rabillo del ojo, y contestó secamente:
—Pues no.
—¡¿Eh?! —exclamó Marwán con el rostro demudado—. ¡¿No pudiste hablar con él?!
El joven soltó una sonora carcajada y respondió burlón:
—¡Pues claro que sí! ¿Pensabas que iba a defraudarte?
—¡Muhamad, que no estoy para bromas! —le espetó el padre—. No seas crío, que esto es una cosa muy seria… ¡Y cuéntame de una vez! ¿Cómo es Abderramán?
Muhamad estaba acostumbrado a la impaciencia de su padre. Se dejó caer sobre los almohadones y empezó a hablar calmadamente. Explicó todo con detalle, soportando las constantes interrupciones de Marwán. Le contó cómo había sido la llegada a Córdoba y la habilidad con que sorteó el mando de Sulaymán; el trabajo que le costó convencerle de que debía ir solo a los Alcázares y la manera en que se fue librando de su permanente insistencia en que le tuviera al corriente de sus averiguaciones.
—¿Sabe el cadí algo de lo que trataste con el emir? —le preguntó Marwán con ansiedad.
—No, nada de nada. Y no es porque no pusiera empeño. Al final me acosaba todo el tiempo y llegó a importunarme. Pero no consiguió que yo soltara prenda.
—¡Muy bien, hijo! ¡A la mierda con ese entrometido cadí de los muladíes! Continúa…, ¿qué pasó luego?
Prosiguió Muhamad contándole cómo se había ganado con visitas y obsequios a los importantes cordobeses que su padre le recomendó y cómo estos le proporcionaron al fin la oportunidad de conocer al emir en persona.
—El palacio que hay dentro de los Alcázares de Córdoba es extraordinario —detallaba—; los patios y las estancias se suceden en un laberinto donde es difícil orientarse; hay zócalos de preciosos mármoles, galerías, frisos, columnas…
—¡No me interesa nada ahora el palacio! —protestó Marwán—. Ve al grano, hijo, ¡por el Profeta!
—Pues bien: Abderramán me recibió y me sorprendí mucho; porque, a diferencia de lo que me esperaba, resultó ser un hombre nada distante; ¡muy al contrario!, es cordial, amable, simpático… No habla con arrogancia, ni se manifiesta imperiosamente, como cabría suponer de alguien que ostenta tal poder. En cambio, me trató desde el primer día como a un amigo de toda la vida.
—¡Lo sabía, lo sabía, lo sabía…! —exclamó el padre con expresión delirante—. Nunca dudé de que fueras capaz de metértelo en el bolsillo. Vamos, hijo, sigue contando.
—Enseguida me citó para un segundo encuentro; esta vez de manera más privada, en la intimidad de los aposentos interiores del palacio. Hablamos y hablamos de muchas cosas. Quería saber muchos detalles; cómo es la vida aquí en Mérida; los linajes de los gobernantes, el origen de la nobleza, el ejército, los ulemas, los comerciantes… En fin, ¡todo! No parecía tener prisa y agradecía sobremanera que yo me explayase en las explicaciones.
—¡Ah, qué listo! Si su padre Alhakén hubiera hecho eso mismo hace diez años, otro gallo cantaría aquí hoy día.
—Sí, tienes mucha razón en eso —dijo Muhamad—. El propio emir repetía una y otra vez que esto viene de muy atrás; que la gente de Mérida nunca ha estado decidida a someterse al emirato. En el fondo, él opina que ese es el problema.
—¿Lo ves? ¿Por qué repito yo que esta gente es contumaz y soberbia?
—Le transmití al emir esas observaciones tuyas, padre. Y me dijo…
—¡¿Qué?! ¿Qué es lo que te dijo?
—Dijo: «Tu padre ha de ser un hombre muy inteligente; servidores así es lo que yo necesito».
Marwán hinchó su orondo pecho y elevó a lo alto una mirada soñadora. Se regodeó en su felicidad, y volviendo luego a su expresión maliciosa, dijo:
—Ahora se van a enterar de una vez para siempre de quiénes somos los Banu Yunus.
—Entonces, ¿qué hacemos nosotros a partir de ahora? —quiso saber Muhamad.
—Esperar, hijo mío, esperar a que el emir decida la manera en que pondrá en su sitio a cada uno de estos mentecatos insurrectos.
—Pero… ¿y yo? ¿Qué hago mientras tanto?
—Pues regresar a Alange, a tu señorío. Quítate de en medio y no te muevas de allí de momento. Lo más prudente ahora es evitar que puedan sonsacarte. Yo me encargaré de tenerlos despistados.
—¿Noticias suyas? —repetía pensativo el valí Mahmud, acariciándose la barba larga—. ¿Noticias suyas? ¿Y qué demonios quería decir el emir con eso?
Frente a él, el cadí Sulaymán se manifestaba francamente avergonzado. No podía dar demasiadas explicaciones de la embajada, porque no las poseía, y solo pudo contestar: