—El rey de Córdoba vino dispuesto a dar un gran escarmiento. Creímos que podíamos esperar clemencia de él, pero nos equivocamos…
—¡Te ruego que me cuentes lo que pasó! —insistió el joven, viendo por la actitud del obispo que no estaba dispuesto a entrar en detalles—. ¡No soy un niño! ¡Cómo fue!
En ese momento se abrió la puerta. Brilló la pálida luz de una lamparilla y apareció la delgada figura de un clérigo, todo de blanco, que dijo:
—Es la hora del rezo de vísperas.
—Deja aquí la lámpara —contestó el obispo—. Yo iré más tarde.
Se quedaron de nuevo a solas los dos. Ahora podían verse las caras. Ariulfo se fijó en los rasgos ligeramente duros del joven, en sus ojos grises que brillaban reflejando la llama, con pupilas insólitamente grandes, y sus cejas rubias y finas, que, cuando fruncía el ceño, formaban una sola línea. Estas facciones, arrogantes incluso en la tristeza, causaban al obispo una extraña impresión, y le recordaban, aunque de forma leve, al duc Agildo. Pero en Claudio había una fuerza, una energía y una decisión que nunca tuvo su padre.
—Sí, sí… —dijo Ariulfo sintiéndose repentinamente anegado por una confianza inesperada—. ¡Dios Bendito, Señor nuestro!… He de contártelo todo, porque ya eres un hombre hecho y derecho. Acabo de darme cuenta de que tú, Claudio, hijo de Agildo, eres ahora el duc de Mérida. Sí, así ha de ser… Tu padre ha muerto y tú eres su primogénito y sucesor de pleno derecho. Por eso debo contártelo todo, sin ocultarte nada, duc de Mérida.
Después de decir esto, el obispo le contó al joven todo lo que había sucedido durante su ausencia: cómo había llegado primeramente una parte del ejército de Córdoba y después el resto de la hueste con el emir al frente; el asesinato de los monjes de Cauliana, el apresamiento del duc, su muerte…
—¡Ah, Dios mío, Dios mío! —suspiró Claudio, tapándose el rostro con las manos—. Es terrible, terrible…
—Nunca pensamos que matarían a tu padre —añadió Ariulfo—. ¡Quién iba a pensarlo! Tu padre era un hombre pacífico…
—¡Era un santo! —exclamó Claudio—. Mi padre solo quería el bien de la gente. ¡Ay, Dios lo guarde en su reino!
—Amén —asintió el obispo santiguándose.
Claudio se le quedó mirando. Contemplaba su rostro agitado, pálido y bondadoso, y se acordaba en ese momento de los empeños de su padre por buscar la paz; empeños que ahora le parecían incluso más inútiles que antes de su viaje. Por eso dijo:
—Mi padre era prudente, pero se equivocaba… ¿Para qué ha servido su sangre? Ahora los sarracenos lo tienen todo en sus manos… ¿Para qué ha servido tanto diálogo y tanto intento de paz? ¡Mi pobre padre fracasó!
—No digas eso —replicó Ariulfo—. Esa sangre está ya unida a la de Cristo. Ningún sacrificio es en vano. Tu padre fue un buen cristiano y obró como le dictaba su conciencia. No fue un cobarde. ¡Tenías que haber visto su cara en el momento de la muerte!
El joven seguía mirándole fijamente. Estuvo un momento sin pronunciar palabra, apenado, serio; luego se levantó y declaró con frialdad:
—Comprendo eso; pero mi voz interior me habla… Y me dice que no debemos dejarnos matar todos, así, sin más… Debemos luchar. Hay veces en que al hombre no le queda más remedio que defenderse.
El rostro del obispo expresó terror, extremo desasosiego y al tiempo cierta esperanza. Se puso también en pie. Temblando de inquietud, le preguntó:
—¿Qué noticias nos traes del Norte? ¿Qué has visto allá, en las tierras cristianas?
El joven no contestó a esta pregunta. Se quedó abstraído en sus pensamientos y, al cabo, dijo:
—Todavía no he ido a mi casa; no he visto a mi pobre madre. He venido a tu casa porque quería saber a ciencia cierta lo que le sucedió a mi padre, y ahora debo ir con los míos…
—Tienes razón —asintió el obispo—. Pero vayamos primero a la basílica; te mostraré la tumba del duc. Después debes descansar. Ve con precaución. La ciudad está muy vigilada durante la noche y los guardias que hacen la ronda pueden detenerte. No pongas tu vida en peligro innecesariamente. Mañana, cuando comiencen a funcionar los mercados a primera hora del día, iré a tu casa con los clarísimos cristianos y con los jefes del barrio.
En la basílica concluía el rezo de las vísperas. Los clérigos entonaban un quejumbroso miserere en la penumbra; en la bruma de los humos sagrados, las cogullas blancas resplandecían.
Sobre la tumba del duc Agildo había rosas secas, de un rojo oscuro que recordaba la sangre, y lamparillas de aceite. Claudio se arrodilló, besó la fría piedra y lloró de nuevo.
El obispo expresó con voz grave:
—Le veneramos e invocamos su intercesión… ¡Intercede por nosotros, santo duc Agildo!
Claudio alzó la cabeza y dijo:
—Reúne mañana a todos los preclaros cristianos. He de transmitiros un mensaje del Norte; una exhortación del emperador de Roma, el más grande de los reyes de la cristiandad. Se acerca nuestra liberación…
Muhamad estaba sentado en la cama, recostado en una almohada y con el cobertor cubriéndole hasta el pecho. Los brazos y los hombros parecían aún más cobrizos en contraste con la blanca lana. Sus ojos traslucían una mirada feliz. Judit, a sus pies, tenía las bellas y largas piernas cruzadas y le miraba con embeleso. En el centro de la pieza un gran brasero regalaba generosamente el calor de unas ascuas abundantes. Ella tendió la mano hacia una mesita próxima al lecho y tomó un puñado de incienso, lo roció poco a poco sobre el fuego y comenzó a elevarse una espiral de humo que fue ascendiendo mientras esparcía su perfume agradable.
Él suspiró profundamente y, de una manera espontánea, dijo con calma:
—Allah me ha hecho un regalo maravilloso…
En los ojos de Judit relució una mirada de sorpresa.
—Dime qué regalo es ese.
Muhamad parecía un tanto dubitativo.
—Las mujeres sois una cosa rara —dijo, mirando al techo—; os han creado para traer la felicidad… No sé. No debería decirte esto… Hasta el día de hoy he conocido a algunas mujeres, ¡y no es que no me gustasen!, pero terminaban aburriéndome a causa de sus manías, sus celos, sus reproches…
La inquietud de Judit creció y, anhelante, le pidió:
—Muhamad, por favor, cuéntame lo del regalo.
Él se irguió levemente y puso en ella unos ojos plenos de seriedad.
—Tú eres un precioso regalo.
El silencio se adueñó de la alcoba, mientras ella se quedó como absorta, saboreando estas tiernas palabras. Después se estremeció y, permaneciendo inmóvil, derramó algunas lágrimas. Al cabo, se echó a reír y balbució:
—¡Qué tonto eres! ¿Crees que me voy a tragar que piensas eso de verdad?
Muhamad, un tanto enojado y con firmeza, contestó:
—Debes creerme. Si no lo pensara, no te lo diría. No soy uno de esos que se ganan a las mujeres con zalamerías. ¿No te he demostrado cuánto te quiero?
Los ojos de Judit se dilataron, a la par que se fruncían las comisuras de sus bonitos labios, como una niña a punto de llorar. Apartó la vista, confusa.
Él agregó con obstinación:
—No tengo ninguna necesidad de andarme con mentiras ni juegos de muchachos enamorados. ¡Te acabo de decir que te amo! Y tienes que creerme.
Ella rompió a llorar y se refugió en las lágrimas para escapar a sus pensamientos. Pero no pudo evitar nuevamente la sospecha de que, tal vez, la propia naturaleza hubiera concedido al hombre esa facultad de mentir con tanta soltura, de modo que fuera capaz de adueñarse completamente del corazón de la mujer para subyugarla a sus caprichos.
Entonces Muhamad se le acercó y, alargando la mano hacia ella, la atrajo hacia sí, preguntándole dulcemente:
—¿Por qué lloras?
Judit le miró a través de las lágrimas, sollozando entrecortadamente.
—Lloro porque estoy segura de que habrás ido muchas veces con ese cuento del regalo a unas y otras de esas que dices haber conocido… No me fío de las palabras de los hombres, porque he visto muchas veces sus miradas sucias…
Él la observó sombrío y contestó en tono abatido:
—¿Ahora me vienes con esas? Acabo de decirte que no soporto los reproches de las mujeres ni sus celos absurdos.
Atormentada, Judit suspiró.
—También lloro porque temo que se acabe mi buena época. ¡No sabes lo feliz que he sido durante todos estos meses!
Asintiendo con la cabeza, Muhamad dijo comprensivo:
—Tienes miedo porque antes has sido infeliz. Pero debes ver las cosas igual que yo. Solo vivimos una vez y uno debe aferrarse a las oportunidades que encuentra en su camino. Hay que disfrutar sin temer la pérdida…
El silencio volvió a invadir el aposento sin que Judit apartara sus ojos, confusos, del rostro del joven. Él prosiguió:
—Deberías creerme, Judit, cuando te digo que no he encontrado antes ninguna mujer como tú. En vez de atormentarte y hacerte suposiciones, deberías pensar que, probablemente, todo es mucho más sencillo. Hay hombres y mujeres cuyos caminos se cruzan en esta vida, y se enamoran, y deciden que pueden confiarse sus secretos más íntimos. Tú te casaste con Aben Ahmad y no te salió bien. Tal vez Allah quiera concederte otra oportunidad.
Estas palabras reanimaron el espíritu de Judit. Suspiró y, señalándose el pecho, dijo con ansiedad:
—Guardo aquí desde hace semanas un gran secreto que ya no puedo soportar yo sola.
Con un movimiento espontáneo, su cabeza se dirigió hacia la puerta cerrada de la habitación; luego la retornó en dirección a Muhamad y añadió suplicante:
—¿Es verdad que tú y yo podemos confiar el uno en el otro?
Él se impacientó:
—Te he hablado de mis secretos… ¡Cuéntamelo!
La inquietud de Judit crecía, se irguió, se abrazó a él y le susurró al oído:
—Creo que llevo una criatura tuya.
Muhamad dio un respingo; tragó saliva y empezó a menear la cabeza con ansia, en tanto ella le urgía con una mirada cálida. Al fin, él gritó:
—¡¿Por qué no me lo contaste enseguida?!
—No estaba segura del todo…
—¿Y ahora? ¿Estás completamente segura?
—Creo… que no me equivoco…
Él se quedó pensativo y sonriente. Preguntó con voz temblorosa:
—¿Lo sabe alguien más? ¿Se lo has contado a tu tía Sigal?
—No. Ya te he dicho que yo sola he aguantado con el secreto. Nunca he estado preñada; pero sé lo que pasa cuando eso sucede…
Repentinamente, Muhamad se puso a abrazarla y a darle besos. Estaba como fuera de sí y exclamaba:
—¡Esto lo cambia todo! ¡Es maravilloso! ¡Tan pronto! ¡Gracias a Allah! ¡Es una gran noticia!
Judit no salía de su asombro por verle tan contento. No se lo esperaba y rompió a llorar de nuevo.
—¿Y ahora por qué lloras? —le preguntaba él—. ¿No ves lo feliz que soy?
—No sabía que te haría tanta ilusión… Estaba asustada y temí que no te cayera bien la noticia.
—Pero… ¿qué dices, mujer? ¡Soy el hombre más feliz de la tierra! ¡Esto hará también feliz a mi padre! Anda, vístete, vamos a contárselo a todo el mundo. ¡Oh, Allah, qué gran noticia!
Judit fue por la mañana a los aposentos de las mujeres y, al entrar en la pequeña habitación donde dormían Sigal y Adine, las halló sentadas cada una en un rincón, en una penumbra triste. Su tía estaba sobre los cojines, con las piernas cruzadas, el cuerpo arqueado y el rostro cubierto con las manos; lloraba, con sollozos convulsivos, y el cabello grisáceo le caía en desorden sobre las rodillas.
La alegría que traía Judit, por la noticia de su embarazo y la feliz impresión causada en Muhamad, se esfumó súbitamente, y el corazón se le oprimió. Preguntó extrañada:
—¡Tía Sigal! ¿Qué os pasa?
Pero Sigal, retirando una mano de su cara, le hizo seña de que se marchase.
—¿Por qué lloras? —insistió Judit, sentándose a su lado.
—Por nada…, por nada… —se apresuró a contestar su tía—. No, no es nada… ¡Márchate, por favor!
Llena de turbación, Judit se echó a los pies de su tía.
—¿Qué os pasa? ¡Decídmelo! ¿Qué tenéis en contra mía?
Adine se puso entonces en pie y, con amargura, se encaró con ella.
—¡Márchate! ¿No has oído a mi madre? ¡Eres una desconsiderada! ¡Ingrata! ¡Egoísta!…
—¿Yo? —balbució Judit muy asustada.
—¡Tú!
—¡Basta, basta! —exclamó Sigal—. ¡Callaos las dos de una vez! Me va a estallar la cabeza…
—Pero… —rogó con temblorosa voz Judit—. ¿No podéis decirme qué os pasa? ¿Se puede saber lo que os he hecho yo?
—¿Y encima lo preguntas? —contestó con desprecio Adine—. ¡Malnacida! Eres una verdadera egoísta, prima Judit. ¡El Eterno te perjudique y castigue tu pecado! Nos abandonaste aquí, entre estas mujeres musulmanas del castillo, mientras tú te despreocupabas de nosotras y te dedicabas a revolcarte en la torre con el señor Muhamad… ¡Zorra!
Judit estaba lívida; sin embargo, reaccionó rápidamente y propinó a su prima una fuerte bofetada.
Entonces Sigal se puso en pie, se interpuso entre ambas y gritó:
—¡He dicho basta! ¡Por el que todo lo puede, no os peléis!
Adine, cambiando de tono, le dijo a su madre:
—¿No vas a reprocharle el trato que nos ha dado? Se ha olvidado de nosotras… Encima de que la acogimos en nuestra casa, nos dejó aquí y se va a las alcobas de ese carnero en celo… ¡Dile cuánto daño nos ha hecho! ¡Díselo, madre!
Sigal, llorosa y pensativa, puso una mirada triste en Judit y le preguntó:
—¿Es cierto eso que dicen las mujeres del castillo? ¿Es verdad que vas a tener un hijo?
—No lo sé a ciencia cierta… —respondió con prudencia Judit—. Pero creo que sí…
Quedaron las dos calladas, mirándose una a otra, y luego se abrazaron.
Entonces Adine empezó a gritar de nuevo:
—¡No la perdones, madre! ¡Dios la castigará! ¡Pecadora! ¡Adúltera!…
Pero la madre se volvió hacia ella y la regañó:
—¡Basta ya de insultar, Adine! Deja de una vez de injuriar a tu prima. No es una adúltera, puesto que es viuda y no tiene marido. Es libre para unirse a quien quiera.
—¡Que se una al diablo! —replicó Adine, saliendo de la habitación.
Judit abrazó entonces de nuevo a su tía y le susurró al oído, alborozada:
—¡Gracias! Gracias, gracias… Muchas gracias por ser tan comprensiva… Me sentía muy insegura…
—¡Pierde cuidado! —murmuró Sigal, bajando la cabeza—. No merece la pena pensar ahora en eso… Lo importante en este momento es pensar en lo que debe hacerse…