Bebió el emir, lo saboreó y dijo:
—Es de Sherish; lo pisan expresamente para mí.
Vaciló Muhamad cuando le alcanzó el aroma del licor y murmuró:
—¿Vino…? ¿Es vino esto?
—¿Eh? —observó Abderramán sorprendido—. ¿No te parece bueno el olor?
—No es eso… Es que nunca he probado el vino. Los ulemas de Mérida advierten de que es peligroso tomarlo y lo consideran cosa de infieles cristianos y judíos. No se bebe allí vino excepto en el barrio de la
al-dimma.
—¡Vaya tontería! No me extraña que piensen eso, cuando gobiernan allí esos fanáticos beréberes de la tribu de Meknasa —comentó con desprecio el emir.
Sonrió entusiasmado Muhamad al oírle decir eso y, alzando la copa, añadió con las palabras aprendidas de su padre:
—Hombres necios y contumaces.
—¡Exacto! Anda, pruébalo de una vez.
Bebió Muhamad y, aunque no le agradó demasiado por ser su primer sorbo, exclamó:
—¡Humm…! ¡Qué delicia!
—Ya sabía yo que te gustaría; tienes brillo inteligente en los ojos y eso casa muy bien con el vino.
Muhamad lanzó sobre su copa una ávida mirada y la apuró hasta el fondo.
—¡Eh, despacio…! Es la primera vez que lo tomas… —le aconsejó Abderramán.
—Es que me está gustando cada vez más. Y siento como felicidad y un calorcillo por dentro.
—¡Ay, eso es el vino! Pero, sobre todo, sirve para conversar y para apreciar mejor la música. Ya verás… Pero, ahora, sentémonos y cuéntame, muchacho, qué es lo que hay en Mérida y por qué está tu padre tan preocupado.
Muhamad bebió un trago más y empezó a decir con voz arrebatada:
—Nosotros los Banu Yunus somos siervos tuyos, amo nuestro Abderramán, como lo fuimos de tu padre Alhakén, a quien Allah…
—Bueno, bueno —le interrumpió el emir—; ya no es necesario hacer uso de fórmulas de pleitesía entre nosotros. Quiero que seamos verdaderos amigos. Hablemos, pues, como tales, tranquilamente… No tenemos prisa. A ver, cuéntame lo que sucede por allí… Sé sincero y no me ocultes nada, muchacho.
A dos leguas de Mérida, siguiendo un camino paralelo al cauce del río en la dirección de la corriente, se hallaba el renombrado monasterio de Cauliana. Próximo a la orilla y rodeado por frondosas alamedas, el sitio era silencioso y apartado; ideal para el retiro de los monjes por estar abstraído del bullicioso alfoz de la ciudad. El edificio no era grande y nada en él llamaba especialmente la atención, salvo quizá una bella galería que miraba al río, con arcos, columnas de mármol y capiteles delicadamente labrados. El resto de las construcciones eran toscas, de piedra y ladrillo, dispuestas sin demasiado orden por haberse ido levantando en la sucesión de las épocas y los siglos. Porque el monasterio era muy antiguo, y de él se contaban muchos hechos que le conferían su celebridad; como que tuvo siempre escuela y maestros de sagrada Teología, y que fue abad suyo el santo varón Renovato, que después sería arzobispo de Mérida. También se decía que en Cauliana buscó refugio el rey Rodrigo en su huida después de la última batalla de los godos, permaneciendo retirado en el santuario hasta su partida al exilio definitivo en los confines de la antigua Lusitania.
El duc Agildo, el abad Simberto y el joven Aquila salieron de Mérida al alba, a lomos de caballos, y enfilaron el sendero estrecho que seguía el curso de las aguas desde la puerta que abría la muralla al poniente. Hacía mucho calor y el aire era sofocante incluso a la sombra de los altos árboles de la ribera. Perdieron pronto de vista los últimos tejados, rojos y pobres, de las casuchas del alfoz y los cementerios que se extendían en las pendientes que caían sobre el río. Más adelante avanzaron por unos huertos echados a perder por la crecida del río y pasaron junto a tupidos bosques de ciruelos repletos de ambarinos frutos. Grupos de hoscos beréberes provistos de lanzas vigilaban estas propiedades.
El duc cabalgaba descorazonado y maltrecho, después de haber pasado una larga noche ocupado en pensamientos tristes e inútiles que le impedían dormir y parecían aumentar el bochorno. El baño que tomó antes de que amaneciera no mejoró su disposición.
En cambio, daba la sensación de que Simberto y su sobrino iban con entusiasmo, impulsados por ideas exaltadas, de guerra y de violencia, sobre las que no dejaban de conversar ni un momento por el camino.
—Si, como parece ser, el
ordo
de los godos ha sido restaurado en Oviedo —decía el abad—, no resultará muy difícil que los cristianos de Toledo quieran unirse a un levantamiento contra los sarracenos. A fin de cuentas, si se consiguiera reconquistar España, ¡quiéralo Dios!, ¿dónde habría de ponerse la capital sino en Toledo?
—Pues claro, tío —asentía Aquila—. Eso es lo que pretenden los próceres y condes de la corte de Asturias.
—¿Y el rey Alfonso II? ¿Cuáles son sus planes inmediatos? ¿Es verdad que está decidido a no cejar frente al moro?
—El rey es muy piadoso; se educó en un monasterio y no tiene mayor interés personal que la causa cristiana. ¿Quién sino él había conseguido anteriormente tantas victorias contra los sarracenos? Ha resistido año tras año, sin ceder ni hacerse vasallo suyo y logró nada menos que quitarles Lisboa. Ya os digo: no ha habido antes otro rey más decidido, sin contar a Pelayo, como es de justicia reconocerlo.
—Verdaderamente —sentenció Simberto—, no puede dudarse de que se trata de grandes signos. ¡Hay que decidirse de una vez!
El duc Agildo les escuchaba mientras cabalgaba en silencio, meditativo, sin manifestar demasiado interés por la exaltación bélica del tío y el sobrino.
De esta manera, fueron los tres jinetes bordeando el río y llegaron frente a los muros del monasterio.
—Qué raro —comentó Simberto—; no se ve ningún monje trabajando en los campos y las puertas están cerradas aun siendo ya completamente de día.
—Estarán orando —observó el duc.
—No es hora ya de oración comunitaria —repuso el abad—. Deberían estar en las faenas. Es junio y la mies está recogida. Aunque… ¡mirad esos huertos! ¡Qué descuidado se ve todo!
Llamaron con fuertes golpes a la puerta varias veces y tardaron en abrirles. Al cabo apareció un criado y les dijo que los monjes se hallaban reunidos en la sala capitular.
—¿A esta hora? —preguntó Simberto extrañado.
—Han ocurrido cosas… —respondió el criado.
—¿Cosas? ¿Qué cosas?
—Nada puedo deciros, pues es mi deber ser reservado. Pero entrad y llamaré al portero para que os ponga al corriente.
Los visitantes se miraron perplejos, cogieron las riendas de sus caballos y penetraron en el silencioso recinto del monasterio. Salió a su encuentro el portero y les condujo al claustro.
—Esperad aquí —les dijo.
Al cabo de un momento regresó y les hizo pasar a la sala capitular. Había pocos monjes: el abad, una docena de clérigos y unos veintes legos. Todos vestían oscuro hábito de lana y sus rostros parecían preocupados.
Durante un rato hubo un gran silencio en la penumbra de la estancia. Pero después se adelantó el abad. Era un hombre anciano, de movimientos lentos, barba completamente cana, ojos azules y expresión melancólica. Como si esperase de antemano la visita, les dijo muy apenado:
—Dios os envía, hermanos queridos… ¡Oh, estamos tan afligidos!
—Pero… —le preguntó Simberto con asombro—. ¿Qué os sucede? ¿Por qué estáis aquí reunidos en capítulo con esta preocupación?
—¡Ah! —exclamó el abad de Cauliana—. ¿No os han puesto al corriente de nuestra tribulación? ¿No os han contado lo que pasó aquí ayer?
—No sabemos nada —respondió Agildo—. Hemos venido por nuestra cuenta sin que nadie nos lo pidiera…
El anciano abad alzó los azules ojos y los puso, acuosos y tristes, en la bóveda. Exclamó:
—¡Ay, Señor de nuestras horas y nuestros días, tú los mandaste venir en esta hora amarga!
—Dinos qué ha pasado, padre —le rogó Simberto con ansiedad, clavando en él su mirada brillante y fuerte.
El anciano extendió la mano temblorosa y, como si se quedase sin fuerzas, le rogó a un orondo monje de negra barba que respondiera a la pregunta. El monje explicó con voz potente y desgarrada:
—¡Nos han robado! La noche antepasada, en plena oscuridad, una turba salvaje de hombres, ¡más de un centenar!, asaltaron los muros, mataron a nuestros perros y saquearon los graneros, las despensas y las bodegas. También se llevaron todo el ganado, las bestias y las gallinas y palomas que pudieron coger; arrancaron cuanto de provecho había en los huertos y en los árboles frutales… ¡Nada nos han dejado!
—¡Bendito Dios! —gritó Simberto—. ¿Quiénes han hecho eso? ¿Qué clase de vándalos han podido…?
El monje de la negra barba contestó con rabia:
—¡Moros del alfoz! Esos beréberes de las tribus que habitan fuera de la ciudad.
—¿Estáis seguros? —quiso saber el duc.
Los monjes empezaron a hablar todos a la vez:
—¡Eran ellos! ¡Les vimos! Aunque llevaban cubiertas las caras y nos amenazaban con horcas, palos y lanzas… ¡Ellos fueron! ¡Los moros del alfoz! ¡Los beréberes!
El anciano abad extendió las manos y pidió calma. Cuando todos se hubieron callado, manifestó con pesadumbre:
—Nunca antes nos había sucedido algo así… Solo cuando tuvimos que huir a causa de las revueltas de hace una década. ¡Oh, quiera Dios que no volvamos a aquello! Todo es a causa de la lluvia y de las malas cosechas. Esa gente del alfoz venía un día y otro al monasterio y nos rogaban desesperados: «Cristianos, gente de Dios, dadnos algo o moriremos de hambre». Pero… ¿qué podíamos darles? Si apenas teníamos lo necesario para subsistir nosotros… ¡También aquí hemos padecido a causa del mal tiempo! ¡No éramos mucho más ricos que toda esa gente! Y ahora… ¡Dios Misericordioso, socórrenos! Hay aquí, entre monjes, estudiantes y criados, más de un centenar de almas. ¿Cómo les daremos el sustento diario?
—¡Esto es intolerable! —rugió Simberto—. ¡Quieren acabar con nosotros!
El duc avanzó entonces y, colocándose en el centro de la sala, dijo con toda la entereza que pudo hallar dentro de sí:
—Debemos tener calma y hacer uso de nuestro fuero. Ahora lo que procede es acudir al valí y denunciar lo que ha sucedido.
—¡¿Al valí?! —gritó Simberto—. ¿Y qué poder tiene el valí? ¿Crees que el valí va a devolverles a estos pobres hermanos lo robado?
—Debe hacer justicia —contestó Agildo—. Tiene la obligación de guardar el orden en su gobierno. Estos monjes han pagado sus impuestos y les asiste el derecho de reclamar.
—Sabes bien que eso no servirá para nada —repuso Simberto—. Ese orden que invocas ya no existe en Mérida. Los beréberes están desmandados porque saben que Mahmud está muerto de miedo después de las revueltas de mayo. Aquí ya no hay más solución que decidirse de una vez a actuar.
—¿Actuar? ¿Qué quieres decir? —inquirió el duc con autoridad—. ¿Estás proponiendo acaso que nos tomemos la justicia por nuestra mano?
Simberto se dirigió entonces al abad de Cauliana y le dijo, señalando a su sobrino:
—Venerable padre, este joven es Aquila, hijo de mi noble hermano el príncipe Pinario. Tú sabes mejor que nadie que tuvieron que irse al exilio cuando las revueltas de los toledanos. Pues ¡aquí le tienes! Mi sobrino ha venido solo desde el Norte, arriesgando su vida en un largo viaje, con la única misión de alentarnos y comunicarnos que el rey de Asturias, Alfonso II, ha restaurado allí el sagrado orden de nuestros gloriosos antepasados. ¡Es la hora de unirse a ellos y poner fin a nuestro cautiverio! ¡Dios ha resuelto al fin acudir en auxilio de sus hijos! ¡Ha escuchado nuestras oraciones!
El anciano abad se le quedó mirando con espanto en el rostro. Luego se santiguó y, elevando los dedos crispados, forzó su garganta para gritar:
—¡La guerra! ¿Nos estás hablando de la guerra?
Simberto contestó con mesura:
—Hablo de defendernos; de hacer uso de lo que Dios ponga a nuestro alcance para librarnos del penoso yugo que nos oprime.
—O sea…, ¡la guerra! —observó el abad de Cauliana.
—Sí —afirmó Simberto—; el
bellum
iustum.
¿Qué otra cosa nos queda?
Un denso murmullo llenó la sala. Los monjes empezaron a discutir entre ellos y se creó un momento de gran tensión.
—¡En nombre de Dios! —suplicó el anciano abad—. ¡Silencio, hermanos!
Cuando se hubieron callado, el duc tomó la palabra para decir:
—No podemos dejarnos arrastrar por el odio ni por feroces impulsos. Todo esto debe meditarse detenidamente. Por eso precisamente hemos venido y debéis creernos cuando os aseguramos que no sabíamos nada del robo. Ha sido una desdichada coincidencia…
—¡Es otro signo más! —le interrumpió Simberto—. No volvamos la espalda ante la realidad y obremos en consecuencia.
De nuevo se enardecieron los ánimos y los monjes volvieron a discutir entre ellos. Tuvo que pedir orden una vez más el abad de Cauliana y, hecho el silencio, ocupó su asiento y rogó a todos que se sentaran. Después meditó durante un rato, como si buscase en sus interioridades la solución a los dilemas planteados, manteniendo los ojos cerrados y una expresión hierática. Todos estaban pendientes de él. Al fin, empezó a hablar:
—Hay épocas en las que pareciera que todo se deshace a un tiempo; en las que, observando el mundo y la vida de los pueblos, se diría que Dios favorece a unos más que a otros. Como cuando miró con agrado a Abel y su ofrenda, pero no a Caín y la suya; por lo que se ensañó este en gran manera y decayó su semblante y acabó matando a su hermano Abel. Son épocas en las que los hombres se ven como despojados de sus esperanzas y arrojados en poder del miedo y del odio, abandonados por el auxilio de los ángeles y, desaparecidas sus ilusiones y sus deseos de paz y felicidad, se cerniera sobre ellos una densa oscuridad… Entonces, hermanos míos, es cuando se da rienda suelta a la guerra… ¡El mayor de los males!
—Padre —repuso Simberto—, no debemos olvidar que hay un
bellum iustum,
una guerra justa.
El anciano se puso en pie:
—¡No, no y no! ¡La guerra es el mayor desatino!
—Pero, venerable padre —replicó Simberto—, sufrimos una invasión; somos cautivos de un adversario que nos oprime.
—¿Has olvidado la doctrina de Paulo Orosio? —le dijo el abad de Cauliana, con la autoridad de un maestro que habla a su discípulo—. Todo está escrito en la mente divina; todo sucede como está predeterminado por Dios. Las invasiones, aunque parezcan terribles desgracias, pueden resultar un bien a largo plazo. Así ocurrió en los aciagos años en que sobrevino el derrumbe del reino de los godos, a causa de sus muchos pecados y maldades; por la división de sus jefes y por la inconsistencia de su fe. Cayó en la desgracia, como antes lo hiciera la Roma corrompida. ¡Oh, qué falso es eso de que el presente es peor que el pasado! La guerra no solucionará nada; sino que lo empeorará todo mucho más. El
Summum bonum
en la tierra reside en la paz. Recuerda a Agustín: «Paz omnium rerum tranquillitas ordinis».