Aún menos posibilidades de éxito tuvo otra idea mía que en la actualidad revela el mundo sentimental ilusorio y romántico en que yo vivía. A fines de enero discutí cautelosamente lo desesperado de la situación con Naumann, secretario del ministro de Propaganda. Un azar nos había reunido en el refugio subterráneo del Ministerio. Partiendo del supuesto de que al menos Goebbels era capaz de ver la situación y ser consecuente, esbocé vagamente la idea de un gran punto final: yo tenía en mente un acto conjunto del Gobierno, el Partido y el alto mando. Bajo la dirección de Hitler, debía emitirse una proclama por la cual se haría saber que los líderes del Reich estaban dispuestos a entregarse al enemigo si este garantizaba al pueblo alemán unas condiciones de subsistencia aceptables. En esta idea un tanto melodramática se conjugaban reminiscencias históricas y el recuerdo de Napoleón, quien se entregó a los ingleses tras su derrota en Waterloo. Wagnerianismos de autoinmolación y redención… Me alegro de que nunca llegaran a realizarse.
• • •
De entre todos mis colaboradores industriales, el doctor Lüschen, jefe de la industria eléctrica alemana y consejero y jefe de desarrollo de la empresa Siemens, era uno de los más próximos a mí. Este septuagenario al que tanto me agradaba escuchar veía acercarse una época difícil para el pueblo alemán, pero no dudaba de que terminaría remontándola.
A primeros de febrero, Lüschen me visitó en mi pequeño apartamento, situado en la parte trasera de mi Ministerio de la Pariser Platz, sacó una hoja del bolsillo y me la entregó mientras me decía:
—¿Sabe cuál es la frase de
Mi lucha
de Hitler que más se está citando por ahí?
En la hoja se leía: «Un servicio diplomático debe procurar que un pueblo no se hunda heroicamente, sino que se conserve en la práctica. Cualquier camino que conduzca a ello será lícito, y no seguirlo debe considerarse un delito de omisión». Lüschen agregó que había encontrado otra cita muy a propósito que decía: «La autoridad del Estado no puede existir como un fin en sí mismo, ya que en tal caso todas las tiranías de la Tierra serían inatacables y quedarían consagradas. Si un Gobierno recurre a la fuerza para llevar a un pueblo a la ruina, la rebelión no es sólo un derecho, sino un deber para cada ciudadano de ese pueblo».
{387}
Lüschen se despidió sin decir nada y me dejó a solas con aquel papel. Empecé a pasear por la habitación, nervioso. El propio Hitler expresaba allí lo que yo había estado sosteniendo durante los últimos meses. Sólo cabía una conclusión: incluso midiéndolo con su propio programa político, Hitler cometía deliberadamente un delito de alta traición contra su propio pueblo, que se había sacrificado a sus objetivos y al que se lo debía todo; desde luego, más de lo que yo le debía a Hitler.
Aquella noche tomé la decisión de eliminarlo. Desde luego, mis proyectos no pasaron a mayores y resultan algo ridículos, pero son también testimonio del carácter del régimen y de la deformación del de sus actores. Aún hoy me estremezco al pensar hasta dónde había llegado, yo que en su día no aspiraba más que a ser el arquitecto de Hitler. Seguía sentándome ocasionalmente frente a él y a veces incluso hojeábamos los viejos proyectos de obras…, mientras yo iba pensando en la forma de procurarme el gas venenoso que necesitaba para quitar de en medio al hombre que, pese a todas nuestras desavenencias, aún me apreciaba y era más indulgente conmigo que con cualquier otro. Durante años viví en un ambiente en el que una vida humana no significaba nada y nunca pareció importarme. Pero ahora me daba cuenta de que aquellas experiencias no habían pasado por mi lado sin más. Ya no era sólo que estuviera enredado en aquella maraña de engaños, intrigas, vilezas y conjuras, sino que yo mismo me había convertido en parte de aquel mundo pervertido. Durante doce años viví irreflexivamente entre asesinos y en pleno ocaso del régimen me disponía a sacar precisamente de una cita de
Mi lucha
el impulso moral necesario para asesinar a Hitler.
Durante el proceso de Nuremberg, Göring se burló de mí y dijo que yo era «un segundo Bruto». Algunos acusados también me reprocharon que quebrantara el juramento que había prestado al
Führer
. Pero el recuerdo de aquel juramento carecía de peso y no era más que una forma de sustraerse a la obligación de pensar por uno mismo. Además, el propio Hitler les había arrebatado ese argumento, como me lo arrebató a mí en febrero de 1945.
• • •
Durante mis paseos por el parque de la Cancillería me fijé en el conducto de ventilación del bunker de Hitler. El orificio de entrada se encontraba a ras de suelo, entre unos matorrales, protegido por una fina rejilla. El aire pasaba a través de un filtro. Un filtro que, como todos los demás, era ineficaz contra nuestro gas venenoso tabún.
Una casualidad me permitió trabar cierta amistad con el director de nuestras fábricas de municiones, Dieter Stahl. Debido a unas palabras derrotistas, tuvo que rendir cuentas ante la policía secreta del Estado. Me pidió que interviniera, a fin de que no se le instruyera proceso. Puesto que yo conocía bastante bien al jefe regional de Brandenburgo, el caso pudo resolverse satisfactoriamente. Hacia mediados de febrero, unos días después de la visita de Lüschen, Stahl y yo coincidimos en una cabina del refugio antiaéreo de Berlín durante un bombardeo. La situación contribuyó a que conversáramos con franqueza. En aquella cámara sombría, de paredes de hormigón y puerta de acero, amueblada con unas simples sillas, hablamos de lo que sucedía en la Cancillería del Reich y de la política catastrófica que desde allí se dictaba. De pronto, Stahl me agarró del brazo y gritó:
—¡Va a ser espantoso, espantoso!
Le pregunté con mucha cautela por el nuevo gas venenoso y traté de averiguar si podría conseguirlo. A pesar de lo extraño de la pregunta, Stahl no se mostró reservado. Tras una pausa, le dije:
—Es el único medio de acabar la guerra. Voy a tratar de introducir el gas en la Cancillería del Reich.
A pesar de la relación de confianza que se había instaurado entre nosotros, por un momento yo mismo me asusté de mi sinceridad. Pero él no pareció consternado ni nervioso, sino que me prometió con gran serenidad que en los días siguientes buscaría un medio para obtener el gas.
Al cabo de varios días, Stahl me comunicó que había establecido contacto con el comandante Soyka, jefe del Departamento de Munición de la Dirección General de Armamentos del Ejército de Tierra. Quizá existiera la posibilidad de rectificar las granadas que se producían en la fábrica de Stahl y emplearlas para lanzar gases venenosos. En realidad, cualquier empleado medio de las fábricas de gases podía acceder más fácilmente al tabún que el ministro de Armamentos. Durante nuestras conversaciones se puso de manifiesto que él tabún sólo resultaba efectivo al ser explosionado. Eso lo hacía inutilizable, pues una explosión destruiría las delgadas paredes de los conductos de aire. Entonces ya debíamos de estar a principios de marzo. Yo seguía firme en mi propósito, ya que me parecía el único medio de suprimir no sólo a Hitler, sino también, al mismo tiempo, a Bormann, Goebbels y Ley, para lo que el atentado tendría que realizarse a la hora en que celebraban sus reuniones nocturnas.
Stahl creyó poder procurarme pronto uno de los gases convencionales. Yo conocía a Henschel, jefe de los servicios técnicos de la Cancillería, desde que esta se construyó. Le sugerí que tal vez fuera necesario cambiar los filtros del aire, pues llevaban ya mucho tiempo en servicio y Hitler se había quejado algunas veces en mi presencia de que el aire del bunker estaba viciado. Henschel actuó deprisa, mucho más que yo; los filtros fueron desmontados y las dependencias del bunker quedaron sin protección.
Sin embargo, aunque hubiéramos conseguido el gas, todos los preparativos habrían sido inútiles, como verifiqué cuando, uno de aquellos días, alegué un pretexto para inspeccionar el conducto de ventilación y me topé con una escena bien distinta a la que conocía. Sobre los tejados de todo el complejo había apostados centinelas de las SS bien armados, se habían instalado focos y, en el lugar donde se encontraba la toma del aire, se había construido una chimenea de más de tres metros de altura que dejaba fuera de alcance el orificio. Me sentí como si me hubieran golpeado en la cabeza. Por un momento temí que mis planes hubieran sido descubiertos, pero en realidad sólo había intervenido el azar. Hitler, que durante la Primera Guerra Mundial sufrió ceguera transitoria a causa de un gas venenoso, había ordenado construir aquella chimenea porque el gas es más pesado que el aire.
En el fondo, me sentí aliviado al ver que mi plan se había desbaratado definitivamente. Durante tres o cuatro semanas me persiguió el temor de que alguien pudiera delatar el complot; además, a veces me obsesionaba la idea de que se me notara que había estado conspirando. Al fin y al cabo, desde el 20 de julio de 1944 había que contar con el riesgo de que también la familia tuviera que rendir cuentas, de manera que mi castigo habría alcanzado a mi esposa y a nuestros seis hijos.
De este modo no sólo se vino abajo aquel plan concreto, sino que la sola idea del atentado se borró de mi mente con la misma rapidez con que se había formado. Desde entonces ya no pensé que mi misión era eliminar a Hitler, sino procurar que sus órdenes de destrucción no se llevaran a cabo. También esto me alivió, pues aún se entremezclaban por igual en mí los conceptos de afecto, rebeldía, lealtad e indignación. Independientemente del miedo que pudiera sentir, me habría resultado imposible enfrentarme a Hitler pistola en mano. Cara a cara, su poder de sugestión sobre mí sería demasiado fuerte hasta el final.
La confusión total de mis emociones se manifestaba en que, aun siendo consciente de la amoralidad de su conducta, no podía evitar sentir cierta tristeza por su irremediable caída y la desintegración de su existencia, basada en la confianza en sí mismo. En aquellos momentos me inspiraba una mezcla de repugnancia, piedad y fascinación.
• • •
Además, tenía miedo. Cuando, a mediados de marzo, quise presentarme de nuevo a Hitler con un informe en el que retomaba el tema prohibido de la derrota final, pensé acompañarlo de una carta personal. Empecé a escribir el borrador con letra nerviosa y con la tinta verde reservada a los ministros. Quiso la casualidad que utilizara para el borrador el dorso de la hoja en la que mi secretaria había copiado la cita de Mi lucha con la escritura de gran tamaño con la que había que dirigirse a Hitler. Aún quería recordarle su propio llamamiento a la sublevación en el caso de perder la guerra.
«Tenía que escribir el informe adjunto —empezaba diciendo—; en mi calidad de ministro de Armamentos y Producción de Guerra del Reich, es mi deber para con usted y con el pueblo alemán». Aquí vacilé y cambié el orden de la frase. Mediante una corrección, puse al pueblo alemán en primer lugar. Luego continué: «Sé que este escrito me acarreará graves consecuencias personales».
Aquí se interrumpe el borrador. También en esta frase introduje una enmienda. Todo lo dejaba en manos de Hitler. La enmienda era insignificante: «… puede acarrearme graves consecuencias personales».
LA SENTENCIA
Durante aquella última fase de la guerra, el trabajo me distraía y me apaciguaba. Dejé que Saur se encargara de la producción de armamentos, que se acercaba a su fin.
{388}
Yo, por el contrario, traté de vincularme lo más estrechamente posible con los industriales para debatir los urgentes problemas de abastecimiento y la transición a una economía de posguerra.
El Plan Morgenthau ofreció a Hitler y al Partido la oportunidad de hacer saber a la población que la posible derrota sellaría definitivamente el destino de todos los alemanes. Amplios sectores se dejaron influir por esta amenaza. Nosotros, sin embargo, hacía tiempo que teníamos otra idea de lo que iba a ser el desarrollo futuro. Hitler y sus políticos de confianza en los territorios ocupados habían perseguido alcanzar en estos unas metas muy similares a las que definía el Plan Morgenthau, aunque de forma mucho más dura y rigurosa. Sin embargo, la, experiencia demostraba que tanto en Checoslovaquia como en Polonia, en Noruega como en Francia, las industrias se habían recuperado incluso en contra del propósito de Alemania, ya que, a la postre, el estímulo de reactivarlas para fines propios había resultado mucho más fuerte que las aberraciones de unos ideólogos amargados, y, si se empezaban a reactivar las industrias, también había que mantener ciertas condiciones socioeconómicas, alimentar y vestir a la población y pagar salarios.
Así había ocurrido, por lo menos, en los territorios ocupados. Nosotros opinábamos que la única condición indispensable para ello era que el mecanismo de la producción quedara prácticamente intacto. Hacia el final de la guerra, sobre todo después de haber renunciado a mis planes para cometer un atentado, mis actividades se centraron casi exclusivamente, sin prejuicios ideológicos ni nacionalistas, y a pesar de todas las dificultades, a salvar la capacidad industrial. Eso me obligó a vencer no pocas resistencias y a seguir avanzando por el camino de la mentira, la simulación y la esquizofrenia que había emprendido. En enero de 1945, durante una reunión estratégica, Hitler me tendió una noticia de la prensa extranjera:
—¡Pero si yo había ordenado que en Francia se destruyera todo! ¿Cómo es posible que sólo unos meses después la industria francesa ya se esté acercando a su nivel de producción de antes de la guerra? —dijo, mirándome indignado.
—Quizá sólo sea propaganda —respondí con calma.
Hitler se mostraba receptivo a la idea de la falsa propaganda, por lo que de momento la cuestión quedó salvada.
En febrero de 1945 volé nuevamente a los yacimientos húngaros de petróleo, a lo que nos quedaba de la cuenca carbonífera de la Alta Silesia, a Checoslovaquia y a Danzig. En todas partes conseguimos contar con el apoyo de los delegados locales del Ministerio y con la comprensión de los generales. Junto al lago Balatón, en Hungría, pude contemplar el desfile de varias divisiones de las SS que debían tomar parte en una gran ofensiva ordenada por Hitler. Puesto que aquella operación estaba calificada de altamente confidencial, resultaba grotesco que aquellas unidades proclamaran con las insignias de sus uniformes su carácter de formaciones de élite, aunque también lo era, más aún que aquel despliegue descubierto de tropas para preparar un ataque sorpresa, la idea de Hitler de que podría destruir el poderío soviético recién establecido en los Balcanes con unas cuantas divisiones acorazadas. Pensaba que, después de haberlo sufrido durante unos meses, los pueblos del sudeste de Europa estarían cansados del dominio soviético. En la desesperación de aquellas semanas, Hitler se empeñó en convencerse a sí mismo de que unos cuantos triunfos iniciales supondrían un punto de inflexión. Sin lugar a dudas se produciría un levantamiento contra la Unión Soviética y la población haría causa común con nosotros hasta lograr la victoria. Resultaba delirante.