—Además —agregó—, no recibimos municiones. Las líneas de aprovisionamiento han sido cortadas por los bombardeos.
Como para ilustrar nuestra impotencia, la conversación de aquella noche se vio interrumpida por un ataque a baja altura de grandes unidades de bombarderos cuatrimotores. Bombas que silbaban en el aire y estallaban, llamaradas rojas y amarillas que iluminaban las nubes, bramido de motores y ni la más mínima defensa; me dejó anonadado aquella imagen de indefensión militar que se alzaba sobre el fondo grotesco de los errores de cálculo de Hitler.
Hacia las cuatro de la mañana del 31 de diciembre, cuando la oscuridad aún nos protegía de los ataques enemigos a las carreteras, Poser y yo nos dirigimos al cuartel general de Hitler, al que no llegamos hasta el día siguiente hacia las dos de la madrugada. Una y otra vez nos vimos obligados a ponernos a cubierto de los cazas; para cubrir una distancia de 340 kilómetros, con pausas muy cortas, necesitamos veintidós horas.
El cuartel general occidental de Hitler, desde donde dirigió la ofensiva de las Ardenas, estaba situado en el extremo de un valle solitario cubierto de prados, dos kilómetros al noroeste de Ziegenberg, en Bad Nauheim. Escondidos en el bosque y camuflados como casas prefabricadas, los búnkers estaban tan bien protegidos por gruesos techos y paredes como todos los lugares de residencia de Hitler.
Desde que fui nombrado ministro, había tratado de felicitar en persona el Año Nuevo a Hitler en tres ocasiones sin conseguirlo; en 1943 se me había congelado el avión y en 1944 se averió el motor del aparato que me traía de regreso del frente del Ártico.
Habían transcurrido ya dos horas de 1945 cuando por fin, tras cruzar numerosas barreras, entré en su bunker particular. Llegué a tiempo: los asistentes, médicos, secretarias y Bormann —todos, a excepción de los altos mandos militares del cuartel general del
Führer
— estaban reunidos en torno a Hitler y bebían champaña. En aquel ambiente de moderada animación causada por el alcohol, Hitler parecía el único ebrio, incluso sin ninguna bebida estimulante, presa de una euforia crónica.
Aunque el comienzo de un nuevo año en nada hacía cambiar la desesperada situación del anterior, todos los presentes parecían aliviados de poder empezar de nuevo, por lo menos sobre el calendario. Hitler hacía pronósticos optimistas para 1945: el mal momento que atravesábamos pronto quedaría atrás; al final nos esperaba la victoria. Su auditorio guardaba silencio. Sólo Bormann lo apoyaba con frases de entusiasmo. Después de más de dos horas de oír hablar a Hitler en aquel tono de crédulo optimismo, los miembros de su entorno, yo entre ellos, empezamos a sentirnos cada vez más despreocupados, a pesar de nuestro escepticismo. Él seguía conservando su mágico poder, aunque racionalmente nadie pudiera convencerse. La sola reflexión de que Hitler, al establecer un paralelismo con la situación de Federico el Grande al final de la guerra de los Siete Años,
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estaba reconociendo su propia derrota militar, debería habernos abierto los ojos. Pero ninguno de nosotros pensó en ello.
Tres días después, durante una importante conferencia con Keitel, Bormann y Goebbels, se reavivaron aquellas vanas esperanzas. Había que conseguir una
levée en masse
que haría cambiar el rumbo de los acontecimientos. Goebbels se mostró insultante cuando me opuse aduciendo que eso sería muy perjudicial para el restó de programas y haría que la producción se desmoronara.
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Me miró perplejo y furioso. Luego, volviéndose hacia Hitler, exclamó con voz solemne:
—¡En tal caso, señor Speer, suya será la culpa histórica de que por falta de unos cientos de miles de soldados perdamos la guerra! ¿Por qué no se decide por fin a decir que sí? ¡Piénselo! ¡Sería culpa suya!
Permanecimos un momento de pie, indecisos, irritados, imperturbables…, hasta que, por fin, Hitler se decidió por Goebbels y, en consecuencia, por ganar la guerra.
A aquel encuentro siguió una reunión sobre armamentos a la que, como invitados de Hitler, también asistieron Goebbels y su subsecretario, Naumann. Como era habitual en él desde hacía tiempo, Hitler se desentendió por completo de mí durante el debate, no me pidió mi opinión y se dirigió exclusivamente a Saur. Mi papel se reducía más bien al del oyente mudo. Después de la reunión, Goebbels me dijo que lo había impresionado la pasividad con que me dejaba desplazar por Saur. Pero todo aquello ya no eran más que charlas insustanciales. Con la ofensiva de las Ardenas, la guerra había terminado. Lo que ahora seguía no era más que un esfuerzo confuso e impotente para retrasar la ocupación del país.
No era yo el único que rehuía los conflictos. En todo el cuartel general se notaba una indiferencia que no podía atribuirse tan sólo al letargo, al exceso de trabajo y al influjo psíquico de Hitler. En lugar de los violentos choques y de las tensiones de los años y meses anteriores entre las distintas facciones, intereses y grupos hostiles entre sí que luchaban por conquistar el favor de Hitler y se echaban mutuamente la culpa por las derrotas cada vez más frecuentes, ahora reinaba una calma apática que anunciaba el fin. Cuando, por ejemplo, durante aquellos días Saur consiguió que el general Buhle sustituyera a Himmler en el cargo de Jefe de Armamentos del Ejército de Tierra,
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este paso, que significaba una reducción del poder de este, apenas se notó. En realidad, ya no había ambiente de trabajo; los acontecimientos ya no causaban ninguna impresión, pues la certeza de que el ineludible final estaba próximo borraba todo lo demás.
Mi viaje al frente me mantuvo alejado de Berlín durante más de tres semanas, porque ya no era posible gobernar desde la capital. Las caóticas circunstancias generales hacían cada vez más complicado dirigir desde un puesto central la organización de Armamentos. Pero también hacían que esta fuera cada vez más inútil.
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El 12 de enero se inició en el Este la gran ofensiva soviética vaticinada por Guderian. Nuestras líneas defensivas se hundieron en un ancho frente. Ni siquiera los 2.000 modernos tanques alemanes que se hallaban en el Oeste habrían podido neutralizar la superioridad de las tropas soviéticas.
Varios días después estábamos todos en el llamado Salón de Embajadores de la Cancillería del Reich, una antesala cubierta de tapices que daba acceso al despacho de Hitler, esperando el comienzo de la reunión estratégica. Cuando llegó Guderian, que se había retrasado porque había ido a visitar al embajador japonés Oshima, un criado, vestido con el sencillo uniforme negro y blanco de las SS, abrió la puerta del despacho de Hitler. Pisando la gruesa alfombra anudada a mano nos acercamos a la mesa de mapas que había junto a la ventana. La enorme losa de mármol de la mesa, de una sola pieza, procedía de Austria y, sobre un fondo rosa, mostraba los cortes de un blanco amarillento producidos por un banco de coral. Nos colocamos al lado de la ventana. Hitler tomó asiento frente a nosotros.
El ejército alemán de Curlandia había quedado rodeado sin remedio. Guderian trató de convencer a Hitler de que aquella posición debía ser abandonada y las tropas evacuadas por el Báltico. Hitler lo contradijo, como siempre que se trataba de aprobar una retirada. Guderian no dio su brazo a torcer, Hitler insistió, el tono se agrió y, finalmente, Guderian se opuso a Hitler con una claridad totalmente insólita en aquellas esferas. Animado sin duda por el licor que había tomado en casa de Oshima, Guderian se desinhibió por completo. Con los ojos chispeantes y el bigote literalmente erizado se mantenía erguido frente a Hitler, quien, a su vez, también se había puesto en pie. Entre los dos se extendía la mesa de mármol.
—¡Sencillamente, es nuestro deber salvar a esos hombres!—exclamó Guderian, desafiante—. ¡Todavía estamos a tiempo de evacuarlos!
Hitler, furioso y muy excitado, replicó:
—¡Seguirán luchando allí! ¡No podemos renunciar a ese territorio!
Guderian insistió tercamente:
—Pero es inútil sacrificar a esos hombres de una forma tan absurda. ¡No hay tiempo que perder! ¡Tenemos que embarcar a esos soldados de inmediato!
Entonces ocurrió lo que nadie habría creído posible. Hitler se mostró intimidado por aquel vehemente ataque. En realidad, no podía aceptar la pérdida de prestigio que suponía el tono de Guderian. Sin embargo, para mi sorpresa, se escabulló remitiéndose a razones militares. Dijo que una retirada hacia los puertos provocaría un descontrol general y unas pérdidas mayores que si se proseguía la defensa. Una vez más, Guderian insistió con energía en que la retirada había sido estratégicamente preparada hasta el último detalle y era perfectamente posible. Pero se impuso la decisión de Hitler.
¿Era aquello un síntoma de pérdida de autoridad? Como siempre, Hitler se había salido con la suya, nadie había dejado la sala furioso, nadie había declarado que no podía seguir asumiendo aquella responsabilidad. Por este motivo el prestigio de Hitler permaneció inalterable hasta el final, a pesar de que durante unos minutos aquella infracción del protocolo nos dejó a todos atónitos. Zeitzler habló en un tono más comedido; incluso cuando discrepaba, en él seguían apreciándose respeto y lealtad. Pero por primera vez se había producido una disputa declarada ante testigos. El distanciamiento se había hecho casi palpable, se había hundido un mundo. Es cierto que Hitler salvó la cara, y eso era mucho, pero al mismo tiempo era también muy poco.
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En vista del rápido avance de los ejércitos rusos, me pareció conveniente hacer una nueva visita a la zona industrial de Silesia, para convencerme de que mis órdenes de conservar la industria no habían sido contravenidas por organismos subordinados. Cuando el 21 de enero de 1945 me reuní en Oppeln con el recién nombrado comandante en jefe de un grupo de ejércitos, mariscal Schörner, este me comunicó que de su agrupación ya no quedaba más que el nombre; los tanques y las armas pesadas se habían perdido durante la batalla. Nadie sabía lo cerca de Oppeln que podían estar ya los rusos; en cualquier caso, los oficiales del cuartel general se estaban marchando y en nuestro hotel quedaban ya muy pocos huéspedes.
En mi habitación había un grabado de Käthe Kollwitz,
La Carmagnole
. Una turba delirante, con los rostros marcados por el odio, baila alrededor de la guillotina; a un lado, en el suelo, llora una mujer. Yo también me sentía cada vez más deprimido por la desesperada situación de aquella guerra que estaba acabando. Mi sueño inquieto se vio turbado por las figuras espectrales del grabado. El miedo a tener yo mismo un final terrible, que durante el día conseguía reprimir o sofocar con el trabajo, me acometió aquella noche con más fuerza que nunca. ¿Se levantaría el pueblo, movido por la indignación y el desengaño, contra sus antiguos dirigentes y los liquidaría como la turba del grabado? En círculos íntimos, entre amigos y conocidos, hablábamos a veces del sombrío porvenir que nos aguardaba. Milch solía asegurar que el enemigo no se andaría con chiquitas con los dirigentes del Tercer Reich. Yo compartía su opinión.
Una llamada telefónica del coronel Von Below, mi enlace con Hitler, me sacó de las pesadillas de aquella noche. El 16 de enero ya le había indicado a Hitler que, después de la separación de la cuenca del Ruhr del resto del Reich, la pérdida de la Alta Silesia acarrearía a la fuerza un inmediato colapso económico, y poco después le insistí, por medio de un telegrama, sobre la importancia de la Alta Silesia y le pedí que se asignara al Grupo de Ejércitos de Schörner «por lo menos entre el 30% y el 50% de la producción de armamentos de enero».
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Con ello también pretendía apoyar a Guderian, quien seguía reclamando que Hitler desistiera de sus esfuerzos de ofensiva en el Oeste y que las escasas unidades acorazadas de que aún disponíamos fueran enviadas al Este. Asimismo, yo había hecho notar que «los rusos están obteniendo sin preocupación sus abastecimientos en líneas bien cerradas y visibles desde muy lejos gracias a la nieve. Dado que el empleo de los cazas alemanes en el Oeste apenas procura ya un alivio perceptible, quizá sería conveniente aplicar esta arma, todavía muy valiosa, de forma concentrada». Below me dijo entonces que Hitler, con una risa sarcástica, había estimado correctas mis apreciaciones; sin embargo, no dio ninguna orden. ¿Consideraba que Occidente era su verdadero enemigo? ¿Sentía solidaridad o incluso simpatía hacia el régimen de Stalin? Recordé entonces algunas observaciones anteriores que podían interpretarse en este sentido y que tal vez explicaran su conducta de entonces.
Al día siguiente traté de continuar el viaje hasta Katowice, en el centro de la zona industrial de Silesia; pero no conseguí llegar. Al salir de una curva, mi coche patinó sobre el hielo y choqué contra un camión. Rompí el volante con el pecho e incluso llegué a doblar la barra de la dirección. Sentado en los escalones de la entrada de una fonda de pueblo, pálido y descompuesto, luchaba por recobrar la respiración.
—Parece usted un ministro que ha perdido la guerra —comentó Poser.
El coche quedó averiado y una ambulancia me llevó de regreso. Tuve que renunciar al viaje. Cuando pude levantarme, llamé por teléfono a mis colaboradores en Katowice, quienes me confirmaron que se estaban cumpliendo todas nuestras instrucciones.
Mientras regresábamos a Berlín, Hanke, jefe regional de Breslau, me mostró el viejo edificio del Gobierno, construido tiempo atrás por Langhans y que acababa de ser restaurado.
—Los rusos jamás se apoderarán de esto —exclamó, patético— ¡Antes lo quemo!
Yo puse objeciones, pero Hanke se mostró inflexible. Todo Breslau le sería indiferente si caía en manos del enemigo. Por fin conseguí convencerlo de la importancia histórica de aquel edificio y disuadirlo de sus propósitos de vandalismo.
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De nuevo en Berlín, mostré a Hitler infinidad de fotografías del drama de los refugiados que había mandado tomar durante mi viaje. Alimentaba la vaga esperanza de que aquellas imágenes de los fugitivos —mujeres, niños y ancianos— que con un frío glacial iban al encuentro de un destino miserable conmoverían a Hitler. Creía que quizá podría inducirlo, por lo menos, a tratar de frenar el avance de los rusos retirando algunas tropas del Oeste. Pero él, con ademán enérgico, apartó las fotografías. No se podía saber si era que no le interesaban o que lo afectaban demasiado.