Albert Speer (63 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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El 23 de marzo Hitler acudió de nuevo a visitarme, esta vez para despedirse, como si notara el distanciamiento que se había apoderado de mí durante mi enfermedad. En efecto, a pesar de que volvía a demostrarme la vieja cordialidad, mi relación con él había sufrido un perceptible cambio de matiz. Seguía afectándome mucho que sólo recordara que me sentía cercano a él cuando me veía y que mis servicios como arquitecto y como ministro no hubieran tenido peso suficiente para resistir una separación de varias semanas. Naturalmente, comprendía que un hombre como Hitler, sobrecargado de trabajo y sometido a una presión extrema, tenía derecho a descuidar a los colaboradores que estuvieran lejos de su vista. Sin embargo, su conducta de las últimas semanas me había demostrado lo poco que yo contaba en el círculo de sus seguidores y también lo poco dispuesto que estaba él a dejarse guiar por la sensatez y la imparcialidad en sus decisiones. Quizá porque percibía mi frialdad, o quizá para consolarme, me dijo con aire deprimido que tampoco su salud era buena. Incluso había indicios seguros de que no tardaría en quedarse ciego. No hizo ningún comentario cuando le dije que el profesor Brandt lo informaría sobre el buen estado de mi corazón.

• • •

El castillo de Goyen se alzaba sobre una colina que dominaba Meran. Aquí pasé las seis semanas más hermosas de mi época ministerial, las únicas que estuve junto a mi familia. Gebhardt estableció su cuartel general en el valle, lejos de donde yo vivía, y apenas aprovechó el derecho de prioridad de que gozaba sobre mi agenda.

Durante los días que permanecí en Meran, Göring, sin preguntarme ni informarme siquiera, mantuvo varias entrevistas con Hitler a las que acudió acompañado de mis colaboradores Dorsch y Saur, en un arrebato de actividad del todo inusual. Era evidentísimo que deseaba aprovechar la oportunidad que se le ofrecía de lograr el puesto de segundo hombre del Reich y resarcirse de los numerosos reveses sufridos hasta entonces, lo que pasaba por fortalecer a mi costa la posición de mis colaboradores, que para él no suponían ningún peligro. Además, propagó el rumor de que se esperaba mi destitución y preguntó al jefe regional del Alto Danubio, Eigruber, cuál era la opinión del Partido acerca del director general Meindl, amigo de Göring. Fundamentó esta pregunta diciendo que tenía el propósito de presentar a Meindl como sucesor mío en su entrevista con Hitler.
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También Ley, jefe nacional del Partido y saturado de cargos, formuló sus pretensiones: si Speer se marchaba, dijo sin que nadie le preguntara nada, él también podría asumir su trabajo. ¡ El se ocuparía de todo!

Entretanto, Bormann y Himmler intentaron rebajar a los ojos de Hitler la valía de mis restantes jefes de sección haciendo recaer graves sospechas sobre ellos. De manera indirecta, pues Hitler no consideró necesario tenerme informado, supe que estaba tan enojado con tres de ellos —Liebel, Waeger y Schieber— que se podía contar con su pronto despido. Al parecer habían bastado unas semanas para que Hitler olvidara los días de Klessheim. Aparte de Fromm, Zeitzler, Guderian, Milch y Dönitz, el ministro de Economía Funk fue el único del pequeño círculo de los dirigentes del régimen que me mostró afecto durante las semanas de mi enfermedad.

Hacía meses que Hitler, para evitar las repercusiones de los bombardeos aéreos, había exigido que la industria fuera trasladada a cuevas y a grandes refugios de tipo bunker. Yo le había replicado que no se podía luchar con hormigón contra los bombarderos, pues ni siquiera tras muchos años de trabajo se podrían instalar bajo tierra u hormigón las industrias de armamento. Además, y para nuestra suerte, para atacar la producción de armamentos el enemigo debía repartirse, por así decirlo, por un amplio delta fluvial que tenía muchos brazos secundarios. Si protegíamos el delta, haríamos que lanzara sus ataques sobre el punto en que se concentraba la industria, en una cuenca estrecha y profunda. Al decir esto pensaba en la química, el carbón, las centrales de energía y otras de mis pesadillas. No hay ninguna duda de que en aquellos momentos (primavera de 1944), a Inglaterra y América les habría sido posible aniquilar por completo, en un plazo muy corto, una de estas ramas de la producción, y todo esfuerzo por protegerla habría sido inútil.

El 14 de abril, Göring tomó la iniciativa y convocó a Dorsch a una entrevista: sólo cabía imaginar la construcción de los grandes refugios que Hitler exigía, le dijo en tono revelador, si se ocupaba de ello la Organización Todt. Dorsch repuso que, como tales instalaciones se hallaban en Alemania, no eran de la competencia de este organismo, que se ocupaba de las obras en los territorios ocupados. No obstante, podía presentarle de inmediato un proyecto terminado que se quería construir en Francia. Aquella misma noche, Hitler llamó a Dorsch:

—Ordenaré que en el futuro se encargue sólo usted de estas grandes obras, incluso en territorio del Reich.

Al día siguiente Dorsch propuso algunos emplazamientos y enumeró los detalles técnico-administrativos que requería la construcción de aquellos seis grandes búnkers, de 100.000 m
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de superficie cada uno. Prometió que las obras estarían terminadas en noviembre de 1944.
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En uno de sus temidos decretos espontáneos, Hitler puso a Dorsch a sus órdenes directas y dio a estos búnkers tal prioridad que Dorsch pudo modificar a su antojo el resto de proyectos para primar el suyo. No obstante, no resultaba difícil prever que aquellas gigantescas obras no estarían terminadas en el plazo prometido de seis meses; es más, que ni siquiera llegarían a ponerse nunca en servicio. Es fácil saber la verdad cuando la mentira es tan burda.

Hitler no consideró necesario informarme de las medidas con las que había ido minando aún más mi posición sin vacilar. Seguramente, mi orgullo herido y el sentimiento de las vejaciones sufridas influyeron en la carta que le escribí el 19 de abril; en ella ponía abiertamente en duda el acierto de las decisiones adoptadas e inauguraba la larga serie de cartas y memorándums en los que, a menudo oculta tras diferencias de opinión objetivas, se hacía patente que iba adquiriendo conciencia de mí mismo después de años de ofuscación causada por la fuerza mágica de Hitler. En esta carta alegué que emprender en aquellos momentos tan grandes proyectos constructivos era quimérico, pues «sólo con muchas dificultades podrán satisfacerse simultáneamente las necesidades más perentorias para alojar a la población obrera alemana y extranjera y para reconstruir nuestras fábricas de armamentos. Ya no se me plantea la posibilidad de iniciar obras a largo plazo […], y continuamente tengo que paralizar las fábricas que se están construyendo para garantizar la producción alemana de armamentos durante los meses siguientes».

Después de exponerle los hechos objetivos, le censuré no haberse comportado correctamente: «Ya desde que era su arquitecto, siempre me he ajustado al principio de dejar que mis colaboradores trabajen con independencia, aunque esta forma de actuar me ha causado más de un desengaño, pues no todo el mundo es capaz de resistirse a la atracción del poder, y más de uno me ha vuelto la espalda […] tras haber adquirido el prestigio suficiente». A Hitler no le resultaría difícil adivinar que con esta frase me refería a Dorsch. No sin cierto tono de reproche, proseguí diciendo: «Sin embargo, tales decepciones no me impedirán jamás continuar ateniéndome férreamente a este principio, que, a mi modo de ver, es el único con el que se puede gobernar y crear desde una posición elevada». Añadía que, tal como estaban las cosas, la construcción y los armamentos constituían un todo indivisible. Sin duda, Dorsch podía continuar al frente de las obras que se realizaran en los territorios ocupados; pero, en lo que se refería al territorio alemán, yo quería entregar la dirección de tales obras a Willi Henne, antiguo colaborador de Todt. Ambos desempeñarían sus cometidos bajo la dirección única de Walter Brugmann, un leal colaborador.
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Hitler rechazó mis propuestas y cinco semanas después, el 26 de mayo de 1944, Brugmann perdió la vida de la misma forma que mi predecesor, Todt: en un accidente de aviación cuyas circunstancias nunca se aclararon.

Mi antiguo colaborador Frank entregó a Hitler el escrito en la víspera de su cumpleaños, y también el ruego de que aceptara mi dimisión si no estaba de acuerdo conmigo. Johanna Wolf, la secretaria de dirección de Hitler y la mejor fuente posible en este caso, me dijo que se había enfurecido mucho con mi carta y que, entre otras cosas, había observado:

—Incluso Speer tiene que atenerse a la razón de Estado.

Ya se había expresado de forma similar mes y medio antes, cuando paralicé provisionalmente la construcción de búnkers para altos mandos en Berlín que él había ordenado para reparar los graves daños causados por los ataques aéreos. Al parecer, a Hitler le había dado la impresión de que yo interpretaba sus disposiciones como me daba la gana, o al menos empleó este reproche para expresar su enojo contra mí. Entonces encargó a Bormann que, sin consideración hacia mi enfermedad, me comunicara de forma contundente que «las órdenes del
Führer
tenían que ser obedecidas por todos los alemanes, y que no podían suspenderse o demorarse sin más ni más». Al mismo tiempo, Hitler amenazó con «hacer detener de inmediato por la policía estatal e internar en un campo de concentración al funcionario competente por resistencia a las órdenes del
Führer
».
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Acababa de conocer —como siempre, de manera indirecta— la reacción de Hitler cuando Göring me llamó por teléfono desde el Obersalzberg: me dijo que se había enterado de mis intenciones de dimitir, pero que tenía el encargo de comunicarme que sólo al
Führer
le era dado disponer cuándo un ministro podía retirarse de su servicio. Estuvimos hablando durante media hora muy excitados y finalmente llegamos a un compromiso:

—En vez de dimitir, alargaré mi enfermedad y simplemente desapareceré como ministro.

Göring aceptó mi propuesta casi con entusiasmo:

—¡Sí, esa es la solución! ¡Podemos hacerlo así! Y también el
Führer
estará de acuerdo.

Hitler, que en los casos desagradables siempre trataba de evitar la confrontación, no se atrevió a convocarme para decirme cara a cara que, después de lo ocurrido, tenía que sacar sus consecuencias y enviarme de vacaciones. Un año después, cuando la situación llegó a la ruptura, ese mismo reparo le impidió obligarme a pedir la dimisión. Ahora, visto en retrospectiva, me parece perfectamente posible que alguien pudiera enojar a Hitler hasta el punto de ser destituido. Sin embargo, los que permanecían en su círculo íntimo lo hacían voluntariamente.

Fueran cuales fuesen mis motivos, el caso es que me agradaba la idea de retirarme; podía ver casi a diario a los mensajeros del fin de la guerra en el cielo azul meridional, cuando los bombarderos de la XV Flota Aérea americana sobrevolaban los Alpes a una altura desafiantemente baja, procedentes de las bases italianas, para destruir la industria alemana. En ninguna parte se veía un caza, ni se oía un solo disparo de la artillería antiaérea. Aquella imagen de total y absoluta indefensión resultaba más impresionante que ningún informe. Aunque hasta entonces se había conseguido reemplazar una y otra vez las armas perdidas durante las retiradas, la ofensiva aérea enemiga haría que eso terminara pronto, pensaba yo con pesimismo. ¿Qué era más fácil que aprovechar la oportunidad que me había ofrecido Göring y no ocupar una posición responsable cuando ocurriera la catástrofe que estaba cada vez más cerca, sino desaparecer sigilosamente? Sin embargo, y a pesar de todas las diferencias, no se me ocurrió la idea de renunciar a mi cargo para, al dejar de colaborar con él, acelerar el fin de Hitler y de su régimen; probablemente tampoco hoy se me ocurriría en una situación similar.

Mis propósitos de fuga se vieron perturbados en la tarde del 20 de abril por la visita de Rohland, el más íntimo de mis colaboradores. Por lo visto habían llegado a oídos de la industria algunos rumores sobre mi intención de dimitir y Rohland venía a verme para que desistiera de hacerlo:

—La industria lo ha seguido hasta hoy y no debe dejarla en manos de quienes vengan detrás de usted. ¡Cabe imaginar cómo serán! Hay, ante todo, algo decisivo para nuestro futuro: ¿cómo conservar la potencia industrial necesaria para enfrentarnos a la derrota? ¡Tiene usted que permanecer en su puesto!

Por lo que recuerdo, el espectro de la «tierra quemada» apareció ante mis ojos por primera vez cuando Rohland, después de estas palabras, habló del peligro de que unos líderes desesperados pudieran ordenar destruirlo todo. En aquel momento sentí nacer en mi interior algo que, independientemente de Hitler, ya sólo tenía en cuenta al pueblo y a la nación: una responsabilidad que por el momento aún sentía vaga y oscura.

Unas horas después, hacia la una de la madrugada, se presentaron el mariscal Milch, Saur y el doctor Frank. Habían emprendido el viaje a últimas horas de la tarde y venían directamente del Obersalzberg. Milch me traía un mensaje de Hitler: en él me hacía saber la gran estima en que me tenía y lo inalterable que era su relación conmigo. Sonaba casi como una declaración de amor, a pesar de que, según supe por Milch veintitrés años más tarde, había surgido sólo gracias a su insistencia. Unas semanas atrás me habría sentido al mismo tiempo conmovido y feliz por tal distinción; pero ahora, en cambio, contesté:

—¡No, estoy harto! ¡No quiero oír nada más!
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Milch, Saur y Frank insistieron para que accediera y yo me resistí bastante rato a hacerlo. Aunque la nueva actitud de Hitler me pareció de mal gusto e inverosímil, después de que Rohland echara sobre mis espaldas una nueva responsabilidad había dejado de desear poner fin a mi actividad ministerial, por lo que al cabo de varias horas cedí, poniendo como condición que Dorsch quedara subordinado de nuevo a mí y que se restableciera el estado de cosas anterior. Respecto a los grandes refugios, estaba dispuesto a transigir: ya no me importaban. Al día siguiente Hitler firmó un escrito que yo redacté durante la noche en el que se satisfacía este requisito: Dorsch continuaría construyendo los refugios con la máxima urgencia, pero sometido a mi autoridad.
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Sin embargo, tres días después me di cuenta de que mi decisión había sido demasiado precipitada. Por consiguiente, me decidí a escribir a Hitler de nuevo, pues vi con claridad que aquello me pondría en una situación sumamente ingrata, porque si apoyaba a Dorsch para construir aquellas grandes obras y le facilitaba materiales y mano de obra, me vería frente al desagradable cometido de escuchar y rechazar las quejas de las autoridades del Reich cuyos programas resultaran perjudicados por este motivo, y, si no satisfacía las exigencias de Dorsch, estaríamos intercambiando cartas de queja y de «cobertura» continuamente. Por consiguiente, sería más lógico —proseguía— que Dorsch asumiera también la responsabilidad de los proyectos de obras «cuya marcha se viera perjudicada por la construcción de los grandes refugios». A continuación señalaba que, dadas las circunstancias, lo mejor sería separar la actividad constructiva de los armamentos y la producción bélica y, en consecuencia, proponía nombrar a Dorsch Inspector General de Construcciones, cargo directamente subordinado a Hitler. Cualquier otra regulación acarrearía serias dificultades personales entre Dorsch y yo.

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