—Los soldados de la Primera Guerra Mundial eran mucho más resistentes. ¡Lo que tuvieron que aguantar en Verdún, en el Somme! Si hoy se encontraran en una situación así, echarían a correr.
Más de uno de los que tuvieron que sufrir sus afrentas participó después en el atentado del 20 de julio. Hitler iba sembrando vientos. Antes había tenido una aguda capacidad para dirigirse de la manera más adecuada a cada una de las personas que lo rodeaban. Ahora se mostraba incapaz de dominarse. Su torrente de palabras se desplegaba sin límites, como el de un detenido que revela peligrosos secretos a su acusador. Hitler, me parecía a mí, hablaba como si estuviera bajo presión.
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Con objeto de poder demostrar a la posteridad que sus órdenes siempre habían sido acertadas, ya a finales de otoño de 1942 Hitler hizo venir del Reichstag a unos taquígrafos jurados que se sentaban a la mesa de la sala de reuniones estratégicas para tomar nota de cada palabra.
A veces, cuando creía haber encontrado la solución de un dilema, añadía:
—¿Lo ha anotado? Sí, algún día se me dará la razón, aunque estos idiotas del Estado Mayor no quieran hacerme caso. —Incluso cuando las tropas retrocedían en masa, seguía diciendo triunfante: —¿No ordené hace tres días que esto se hiciera de tal y tal modo? Han vuelto a desoír mis órdenes. Ustedes no me obedecen y luego me vienen con la excusa de los rusos. Me mienten diciendo que los rusos les han impedido llevarlas a cabo.
Hitler no quería admitir que sus fracasos se debían a la debilidad de la posición a que nos había conducido su guerra de varios frentes.
Puede que, unos meses antes, los taquígrafos que habían ido a parar por sorpresa a aquella casa de locos todavía creyeran en la imagen ideal de un Hitler dotado de un espíritu superior que Goebbels había creado, pero allí no tenían más remedio que ver la realidad. Es como si aún los estuviera viendo escribir con cara de susto, ir afligidos de un lado a otro por el cuartel general en sus ratos libres. Para mí eran como delegados del pueblo, condenados a ser testigos de primera fila de la tragedia.
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Mientras que al principio Hitler, dominado por su teoría del subhombre eslavo, calificó la guerra contra los rusos como un «juego de castillos de arena», estos fueron despertando su respeto a medida que se prolongaba la campaña. Admiraba la entereza con la que aceptaban sus derrotas. Hablaba de Stalin con gran aprecio, acentuando sobre todo el paralelismo de su capacidad de resistencia: el peligro al que se vio expuesto Moscú en el invierno de 1941 le parecía similar a la situación en que él se encontraba en ese momento. Cuando lo invadía la fe en la victoria,
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decía a veces con socarronería que lo mejor sería confiar a Stalin la administración de Rusia después de conquistarla —bajo soberanía alemana, naturalmente—, pues era el mejor hombre que cabía imaginar para manejar a los rusos. En general veía en Stalin a una especie de colega. Quizá este respeto explica que ordenara dar un trato especial al hijo de Stalin cuando cayó prisionero. Habían cambiado mucho las cosas desde los días que siguieron al armisticio con Francia, cuando Hitler vaticinó que la guerra contra Rusia sería como derribar castillos de arena.
Sin embargo, a pesar de que llegó a convencerse de que tenía que vérselas con un enemigo decidido en el Este, Hitler se obstinó en su idea preconcebida acerca del escaso valor combativo de las tropas occidentales hasta los últimos días de la guerra. Ni siquiera los éxitos conseguidos por los aliados en África e Italia pudieron disuadirlo de su convicción de que echarían a correr en cuanto se vieran frente al primer ataque serio. En su opinión, la democracia debilitaba a los pueblos. En el verano de 1944 seguía repitiendo que todos los territorios del Oeste serían reconquistados pronto. Y su opinión sobre los estadistas occidentales no era mejor. En las reuniones estratégicas afirmaba con frecuencia que Churchill era un demagogo incapaz, entregado a la bebida, y decía muy en serio que Roosevelt no padecía las secuelas de una parálisis infantil, sino de origen sifilítico, por lo que no era responsable de sus actos. También aquí se evidenciaba la evasión de la realidad que caracterizó los últimos años de su vida.
En Rastenburg se había construido una casa de té en la zona restringida I; su decoración destacaba agradablemente frente a la sobriedad del cuartel general. Aquí nos encontrábamos de vez en cuando para tomar un vermut, o esperaban los mariscales el comienzo de sus entrevistas con Hitler, quien evitaba aquella estancia para no tropezarse con los generales y oficiales del Estado Mayor y del Alto Mando de la Wehrmacht. Sin embargo, unos días después de que el fascismo terminara silenciosamente en Italia, lo que ocurrió el 25 de julio de 1943, y de que Badoglio asumiera el poder, Hitler acudió allí una tarde para tomar el té con unos diez de sus colaboradores militares y políticos, entre ellos Keitel, Jodl y Bormann. De pronto, Jodl espetó:
—En realidad, todo el fascismo ha estallado como una pompa de jabón.
Se produjo entonces un aterrorizado silencio que alguien rompió sacando otro tema; Jodl, muy asustado, enrojeció violentamente.
Unas semanas después, el príncipe Felipe de Hesse fue invitado al cuartel general. Era uno de los partidarios de Hitler a los que este siempre trató con consideración y respeto. Felipe lo había apoyado con frecuencia y le había procurado los contactos necesarios con los líderes del fascismo italiano, sobre todo durante los primeros años del Reich. Además, fue de gran ayuda cuando Hitler quiso comprar unas valiosas obras de arte que se pudieron traer de Italia gracias al parentesco del príncipe con la casa real italiana.
Cuando unos días después el príncipe quiso partir, Hitler le dijo sin ambages que no se le permitiría alejarse del cuartel general. Aunque siguió tratándolo con la más exquisita cortesía y lo invitaba a comer con él, los miembros de su entorno, que poco antes se habían mostrado satisfechos de codearse con un «príncipe auténtico», ahora lo evitaban como si padeciera una enfermedad contagiosa. El 9 de septiembre, por orden de Hitler, el príncipe y la princesa Mafalda, hija del rey de Italia, fueron internados en un campo de concentración.
Semanas después de tomar aquella decisión, Hitler se seguía felicitando por haber sospechado que el príncipe facilitaba informes a la casa real italiana. Lo estuvo vigilando y dio orden de que se intervinieran sus conversaciones telefónicas, y de ese modo había descubierto que el príncipe transmitía códigos cifrados a su esposa. Aun así, lo había seguido tratando con toda amabilidad. Eso formaba parte de su táctica, decía regodeándose visiblemente en su éxito detectivesco.
La detención del príncipe y de su esposa hizo recordar a todos los que rodeaban a Hitler que habían caído en sus manos sin remedio. De forma inconsciente se fue extendiendo la sensación de que podía espiar con la misma alevosía a cualquier miembro de su círculo y entregarlo a un destino similar, sin darle la menor oportunidad de explicarse.
Mussolini, después de apoyar a Hitler durante la crisis austríaca, mantuvo hacia él una actitud que para todos nosotros correspondía a una relación amistosa. Tras la caída y desaparición del jefe del Estado italiano, Hitler dio muestras de una especie de lealtad propia de nibelungos. En las reuniones estratégicas exhortaba una y otra vez a hacer todo lo posible por localizar al desaparecido. Hablaba de la pesadilla que no lo abandonaba ni de día ni de noche.
El 12 de septiembre de 1943 se convocó una reunión a la que asistimos los jefes regionales del Tirol y de Carintia y yo. En ella se estableció por escrito que no sólo el Tirol meridional, sino también una parte del territorio italiano, hasta cerca de Verona, quedaba bajo la jurisdicción del jefe regional del Tirol, Hofer, y que grandes regiones del Véneto que limitaban con la región de Carintia, incluida Trieste, se asignaban al jefe regional Rainer. Ese día no me costó ningún esfuerzo conseguir el control, a efectos armamentistas y de producción, sobre el resto del territorio italiano, pasando por encima de las autoridades italianas. La sorpresa fue grande cuando, a las pocas horas de firmar estos tres decretos, se dio a conocer la liberación de Mussolini. Los dos jefes regionales vieron su reciente incrementó de poder tan perdido como yo el mío: «¡El
Führer
no irá a imponer al
Duce
nada parecido!». Poco después me encontré con Hitler y le propuse que revocara la ampliación de mis atribuciones. Supuse que aprobaría mi sugerencia. Sin embargo, para mi asombro, la rechazó enérgicamente: el decreto seguiría en vigor a pesar de todo. Hice notar a Hitler que la formación de un nuevo gobierno fascista bajo el mando de Mussolini podía hacer fracasar su plan de injerencia en la soberanía italiana. Hitler reflexionó unos instantes y dispuso:
—Presénteme otra vez el decreto a la firma, pero con fecha de mañana. Así no habrá duda de que mi orden no se ha visto afectada por la liberación del
Duce
.
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Seguramente Hitler ya sabía, unos días antes de amputar el norte de Italia, que se había averiguado el paradero de Mussolini, y sospeché que al citarnos en el cuartel general quería adelantarse a su liberación, que estaba a punto de producirse.
Al día siguiente, Mussolini llegó a Rastenburg. Hitler lo abrazó, sinceramente conmovido. En el aniversario del Pacto Tripartito, Hitler expresó por carta «al
Duce
amigo y aliado […] los más ardientes deseos por el futuro de una Italia que ha recuperado su honrosa libertad gracias al fascismo».
Quince días antes había mutilado Italia.
DECLIVE
El desarrollo de la producción de armamentos fortaleció mi posición hasta otoño de 1943. Después de haber agotado casi por completo las reservas industriales de Alemania, traté de aprovechar el potencial del resto de los países europeos que estaban bajo nuestra influencia.
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Al principio, Hitler se resistió a aprovechar totalmente la capacidad industrial de Occidente. Incluso proyectaba desindustrializar los territorios orientales ocupados; decía que la industria fomentaba el comunismo y daba pie a la formación de un estamento intelectual nada deseable. Sin embargo, las circunstancias pronto demostraron ser más fuertes que las ideas de Hitler en todos los territorios ocupados, y él tenía el suficiente sentido práctico para admitir que una industria intacta permitiría abastecer mejor a las tropas.
En términos industriales, Francia era el más importante de los países ocupados. Hasta la primavera de 1943, su capacidad en este sentido apenas nos benefició. El reclutamiento forzoso de mano de obra efectuado por Sauckel nos causó más perjuicios que otra cosa, pues los obreros franceses huían de las fábricas, muchas de las cuales trabajaban para nuestra industria de armamentos, para eludir el servicio obligatorio. Me quejé a Sauckel por primera vez en mayo de 1943. En julio del mismo año, durante una reunión celebrada en París, propuse que al menos las industrias francesas que cooperaban con nosotros quedaran protegidas de la intervención de Sauckel.
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Mis colaboradores y yo pretendíamos fabricar bienes de consumo en grandes cantidades para la población civil alemana, como ropas, zapatos, artículos textiles y muebles, sobre todo en Francia, aunque también en Bélgica y Holanda, con el fin de que las fábricas alemanas pudieran dedicarse al armamento. Inmediatamente después de hacerme cargo, en los primeros días de septiembre, de la totalidad de la producción alemana, invité a Berlín al ministro de industria francés, Bichelonne, que era profesor de la Sorbona y tenía fama de ser un hombre eficiente y enérgico.
No sin algunos enfrentamientos con el Ministerio de Asuntos Exteriores, conseguí que el ministro francés fuera recibido como invitado oficial. Para ello tuve que apelar a la influencia de Hitler, a quien dije que Bichelonne no iba a entrar en mi Ministerio por la «puerta de servicio». Así pues, fue alojado en el edificio que el Gobierno del Reich había habilitado en Berlín para sus invitados oficiales.
Además, cinco días antes de que Bichelonne llegara a Berlín hice que Hitler me confirmara que estaba de acuerdo con la planificación industrial a nivel europeo y que Francia participaría en ella con los mismos derechos que los demás países. Tanto Hitler como yo partíamos de la base de que Alemania seguiría llevando la voz cantante también en este campo.
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El 17 de septiembre de 1943 recibí a Bichelonne, con el que pronto me unió una relación casi personal. Los dos éramos jóvenes, los dos creíamos tener el futuro en nuestras manos y, por la misma razón, los dos nos prometimos evitar en el futuro los errores cometidos por la generación belicista que actualmente estaba a cargo del gobierno. Incluso habría estado dispuesto a revocar posteriormente la mutilación de Francia que Hitler había proyectado, tanto más cuanto que, a mi modo de ver, en una Europa industrialmente unida las fronteras nacionales serían irrelevantes. Bichelonne y yo nos perdíamos por entonces en tales utopías, que revelan el mundo ilusorio en que nos movíamos.
El último día de las conversaciones, Bichelonne me rogó que habláramos a solas. Comenzó explicándome que, por indicación de Sauckel, su jefe de Gobierno, Laval, le había prohibido tratar conmigo el asunto del traslado de mano de obra francesa a Alemania.
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¿Estaría yo dispuesto a hablar de ello a pesar de todo? Le dije que sí. Bichelonne me expuso sus preocupaciones y yo terminé preguntándole si le serviría de ayuda que protegiéramos a las empresas industriales francesas de las deportaciones.
—Si eso fuera posible, todos mis problemas, incluso los relacionados con el programa que acabamos de acordar, habrían desaparecido —contestó Bichelonne con expresión de alivio—; pero eso también implicaría el fin del traslado de trabajadores franceses a Alemania. Se lo digo con sinceridad.
No tenía ninguna duda al respecto, pero sólo así podía conseguir que el aparato industrial francés trabajara para nosotros. Ambos hicimos algo insólito: Bichelonne desoyó las órdenes de Laval y yo desautoricé a Sauckel, y de este modo, en realidad sin respaldo alguno, establecimos un importante acuerdo.
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A continuación nos dirigimos a una reunión conjunta en la que los juristas discutieron largo y tendido sobre algunos puntos controvertidos. La discusión podría haber durado varias horas, pero ¿para qué? El hecho de que los artículos estuvieran mejor redactados no tenía nada que ver con la voluntad de cooperación. Por consiguiente, interrumpí aquellas fatigosas deliberaciones y propuse considerar concertado nuestro pacto mediante un simple apretón de manos. Los juristas de ambas partes quedaron muy sorprendidos. No obstante, yo respeté hasta el fin este acuerdo informal y me preocupé por conservar la industria francesa incluso cuando ya no tenía ningún valor para nosotros y Hitler había ordenado destruirla.