—El
Völkischer Beobachter
es tan aburrido como su director, Rosenberg. Y aunque se supone que el periódico cómico del Partido es
Die Brennessel
, que es lo más triste que uno pueda imaginar, debería serlo el
Völkischer Beobachter
.
Para regocijo de Hitler, Goebbels también hablaba de Müller, el impresor, que hacía toda clase de esfuerzos por conservar a sus antiguos clientes, que pertenecían a las esferas rígidamente católicas de la Alta Baviera, además de trabajar para el Partido. Desde luego, la producción de Müller, que iba de los calendarios piadosos a los escritos anticlericales de Rosenberg, era de lo más variada. Podía permitírselo porque durante los años veinte había seguido imprimiendo el
Völkischer Beobachter
a pesar de las cuentas impagadas.
Muchas de aquellas bromas, que se preparaban cuidadosamente, eran eslabones de una cadena de hechos sobre cuyo desarrollo se mantenía informado a Hitler. También en este aspecto Goebbels superaba a todos los demás, mientras que Hitler, con sus reacciones entusiastas, lo animaba una y otra vez a continuar.
Un antiguo camarada del Partido, Eugen Hadamowski, que había llegado a adquirir una posición clave en la radio como jefe de emisiones, ardía, sin embargo, en deseos de llegar a ser el jefe de la Radiodifusión del Reich. El ministro de Propaganda, que tenía otro candidato, temía que Hitler pudiera apoyar a Hadamowski, quien había organizado las transmisiones de las campañas electorales anteriores a 1933 con notable habilidad. Así que Hanke, secretario del ministro de Propaganda, lo hizo llamar y le anunció de manera oficial que Hitler lo acababa de nombrar «director artístico del Reich». La explosión de alegría de Hadamowski por haber logrado su ansiado objetivo fue descrita a Hitler durante la comida, lo bastante desfigurada para que a este le pareciera una inmensa broma. Al día siguiente, Goebbels hizo imprimir algunos ejemplares de un periódico para dar la falsa noticia del nombramiento; en ellos se ensalzaba a Hadamowski de manera desmesurada. Sabía bien lo que hacía: ahora podría hablar a Hitler de todas las exageraciones y alabanzas que contenía el artículo y de la alegría con que Hadamowski las había recibido. La consecuencia fue una nueva explosión de hilaridad por parte de Hitler y del resto de comensales. Aquel mismo día, Hanke rogó a Hadamowski que pronunciara una alocución por su nombramiento ante un micrófono que no estaba conectado, y la exagerada alegría con que reaccionó, signo inequívoco de su vanidad, fue de nuevo motivo de risa. Por el momento, Goebbels ya no tenía por qué seguir temiendo una intervención en favor de Hadamowski. Se trató de un juego diabólico en el que el ridiculizado ni siquiera tuvo posibilidad de defenderse; es probable que no llegara a sospechar que la broma tenía por objeto dejarlo mal ante Hitler. Tampoco había nadie que pudiera controlar si Goebbels había relatado los hechos tal como habían ocurrido realmente o si, por el contrario, había dado rienda suelta a su fantasía.
Se podría pensar que Hitler no era más que un ingenuo al que Goebbels engañaba. De acuerdo con mis observaciones, es verdad que en tales casos Hitler no estaba a su altura; esa clase de viles refinamientos no encajaba con su manera de ser, mucho más directa. Pero lo grave era que Hitler apoyara y hasta provocara con su aplauso aquel juego sucio. Una breve exclamación de disgusto por su parte habría atajado ese tipo de actuaciones.
Me he preguntado a menudo si Hitler era un hombre influenciable. Seguro que sí, y mucho, si uno sabía proceder adecuadamente. Aunque tendía a desconfiar, creo que lo hacía de forma muy burda y que no siempre era capaz de ver que aquellas ingeniosas jugadas estratégicas estaban destinadas a manipular su opinión. En cuanto a los intrigantes sistemáticos, era incapaz de detectarlos. Göring, Goebbels, Bormann y, a cierta distancia, Himmler eran maestros en esta clase de juego. Por otra parte, la posición de poder de estos hombres se fortalecía debido a que en las cuestiones decisivas la franqueza no conseguía, por lo general, modificar el pensamiento de Hitler.
Cerraré mi descripción de las tertulias de sobremesa con otra broma de este pérfido género. Esta vez el blanco del ataque fue Putzi Hanfstaengl, el jefe de prensa extranjera, a quien Goebbels miraba con desconfianza a causa de su estrecha relación personal con Hitler. Goebbels disfrutaba sobre todo poniendo en la picota la supuesta codicia de Hanfstaengl. Por ejemplo, intentó demostrar, con la ayuda de un gramófono, que Hanfstaengl había robado de una canción inglesa la melodía de una marcha popular que había compuesto, titulada
Der Fon
.
Así pues, el jefe de prensa extranjera ya estaba desacreditado cuando Goebbels, durante la guerra civil española, contó a los tertulianos que Hanfstaengl había hecho observaciones despectivas sobre el espíritu de lucha de los soldados alemanes que combatían en España. Hitler se enojó: había que dar una lección a aquel cobarde, que no tenía ningún derecho a emitir juicios sobre la valentía de los demás. Unos días después se presentó en el despacho de Hanfstaengl un mensajero de Hitler con un pliego sellado que debía abrir cuando estuviera a bordo del avión que habían preparado para él. Ya en el avión, en pleno vuelo, el jefe de Prensa leyó, aterrorizado, que iban a dejarlo en «la zona roja española» para que trabajara allí como agente de Franco. Goebbels le contó a Hitler todos los detalles: cómo Hanfstaengl, tras conocer el contenido del pliego, rogó desesperadamente al piloto que diera la vuelta, diciéndole que todo aquello tenía que deberse a un malentendido; cómo el avión estuvo dando vueltas en círculo horas y horas entre las nubes, sobre territorio alemán, mientras al pasajero se le daban informes falsos sobre los puntos que sobrevolaban, por lo que creyó que se acercaban a territorio español hasta que el piloto dijo finalmente que tenía que efectuar un aterrizaje de emergencia y tomó tierra en el aeropuerto de Leipzig. Hanfstaengl, que debió de darse cuenta entonces de que le habían jugado una mala pasada, dijo, muy nervioso, que alguien había atentado contra su vida, y desapareció poco después sin dejar rastro.
Todas las fases de este asunto desencadenaron grandes accesos de hilaridad en la mesa de Hitler, especialmente porque esta vez él mismo había contribuido a planear la jugada con Goebbels. Pero cuando Hitler supo, unos días más tarde, que su jefe de prensa había buscado refugio en el extranjero, temió que Hanfstaengl colaborara con los periódicos para convertir en dinero lo que sabía sobre su intimidad. Sin embargo, y a pesar de la codicia que se le atribuía, Hanfstaengl no hizo nada parecido.
La tendencia de Hitler a destruir por medio de bromas crueles la fama y autoestima de colaboradores próximos y leales compañeros de lucha hizo cierta mella en mí. Sin embargo, aunque todavía estaba atrapado por él, ya hacía mucho que no sentía la fascinación que me había dominado en los primeros tiempos. Con el trato diario conseguí algún distanciamiento y también, a veces, la capacidad de observarlo con mirada crítica.
Además, mi estrecha vinculación con Hitler se centraba cada vez más en su dimensión de contratista. Me seguía entusiasmando la idea de ayudarlo con todos mis conocimientos y llevar a la práctica sus ideas arquitectónicas. Además, cuanto mayores y más importantes eran las obras que se me encargaban, mayor era el respeto que se me tenía. Creí estar creando la obra de mi vida, la que me situaría junto a los más famosos arquitectos de la Historia. Esta idea hacía que no me sintiera como un mero protegido de Hitler, y pensaba poder ofrecerle una contraprestación equivalente a mi nombramiento como constructor. A esto había que añadir que Hitler me trataba como a un colega y que siempre decía que yo era superior a él en el campo de la arquitectura.
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Las comidas en casa de Hitler implicaban siempre una considerable pérdida de tiempo, pues se estaba a la mesa más o menos hasta las cuatro y media. Naturalmente, casi nadie se podía permitir semejante lujo todos los días. Yo mismo comía allí solo una o dos veces por semana, para no desatender mi trabajo.
A la vez, sin embargo, ser un invitado de Hitler daba prestigio. Además, para la mayoría de los que se sentaban a su mesa era importante estar al corriente de sus opiniones. La tertulia también era útil para el propio Hitler, pues le permitía, sin esfuerzo ni compromiso, dar a conocer una consigna o una directriz política. En cambio, por lo general evitaba hablar sobre lo que hacía a diario y no comentaba, por ejemplo, el resultado de una reunión importante. Si decía algo en este sentido, solía ser para censurar a su interlocutor.
Durante la comida, podía suceder que algún invitado lanzara su anzuelo, como si estuviera pescando, para conseguir una audiencia con Hitler. Dejaba caer que había traído consigo unas fotografías del estado actual de unas obras; también eran un buen reclamo las fotografías de un estreno reciente, sobre todo si se trataba de una ópera de Wagner o de una opereta. Pero lo que resultaba siempre infalible eran las palabras:
—
Mein Führer
, le he traído unos planos nuevos.
Entonces el invitado podía suponer con bastante seguridad que Hitler le respondería:
—Magnífico, muéstremelos después de comer.
Aunque ese procedimiento estaba muy mal visto entre los comensales, de no seguirlo se corría el riesgo de tener que esperar meses y meses para ser recibido por Hitler de una manera oficial.
Una vez terminada la comida, Hitler se levantaba, los invitados se despedían sin entretenerse y el afortunado era conducido a la sala de estar contigua, llamada «invernadero» por razones que aún no he conseguido averiguar. Entonces Hitler me decía con frecuencia:
—Espere un momento, me gustaría comentar algo con usted.
Ese «momento» solía convertirse en una hora o más. Después Hitler me hacía llamar y, sintiéndose a sus anchas, se sentaba frente a mí en uno de los cómodos sillones y se interesaba por el progreso de mis obras.
A menudo eran ya las seis de la tarde cuando Hitler se despedía y se retiraba a sus habitaciones del piso superior. Entonces yo iba a mi despacho, en el que a veces sólo podía quedarme un rato. Si el asistente me decía por teléfono que Hitler deseaba verme para cenar, dos horas después tenía que estar de nuevo en la Cancillería, y otras veces, si tenía planos que presentarle, iba a su casa sin necesidad de que nadie me lo pidiera.
A esas cenas solían asistir entre seis y ocho personas: su asistente, el médico de cabecera, el fotógrafo Hofmann, uno o dos conocidos de Munich y muchas veces el piloto de Hitler (Bauer), con su radiotelegrafista y su mecánico. Y Bormann, siempre imprescindible. Este era el círculo íntimo de Hitler en Berlín, pues por la noche no solía desear que estuvieran presentes sus colaboradores políticos, como Goebbels. El nivel de las conversaciones de la cena era aún más trivial que el del mediodía. A Hitler le gustaba que lo informaran de la marcha de las representaciones teatrales, y también mostraba interés por los escándalos. El piloto hablaba de sus vuelos, Hofmann relataba anécdotas relacionadas con el ambiente artístico de Munich e informaba de la caza de cuadros, aunque normalmente era Hitler quien repetía historias sobre su vida y hablaba de su carrera.
En la cena también se servían platos sencillos, aunque Kannenberg, el intendente, intentó alguna vez ofrecer cosas mejores. Hitler llegó a comer incluso caviar, cuyo sabor, nuevo para él, elogió. Sin embargo, cuando Kannenberg, respondiendo a su pregunta, le informó de su precio, se escandalizó y prohibió que se siguiera comprando. Entonces se le presentó un caviar rojo barato, pero siguió considerándolo demasiado caro. Desde luego, esos dispendios eran insignificantes respecto al conjunto de los gastos. A pesar de ello, Hitler no concebía la idea de un
Führer
comiendo caviar.
Concluida la cena, los asistentes se dirigían a la sala de estar. Tomábamos asiento en cómodos sillones; Hitler se desabrochaba la americana y estiraba las piernas. La luz se iba extinguiendo lentamente, mientras por una puerta trasera iban entrando empleadas de la casa y algunos miembros de la escolta personal de Hitler. Entonces comenzaba la primera película. Igual que ocurría en el Obersalzberg, permanecíamos mudos durante tres o cuatro horas y no nos levantábamos, envarados y aturdidos, hasta la una de la madrugada aproximadamente, cuando terminaba la proyección. Hitler era el único que parecía estar fresco y gustaba de extenderse en consideraciones sobre las aptitudes de los actores y deleitarse en la actuación de alguno de sus favoritos antes de pasar a otros temas. La languideciente tertulia proseguía en la sala de estar pequeña; se servía vino, cerveza y bocadillos hasta que por fin, hacia las dos de la madrugada, Hitler se despedía. Pensé a menudo que aquel círculo mediocre se reunía en el mismo lugar en el que Bismarck solía conversar con amigos, conocidos y compañeros políticos.
Con el fin de sacudir la monotonía de estas tertulias, en alguna ocasión sugerí que se invitara a un pianista famoso o a un científico. Me llenaba de perplejidad que Hitler no aceptara mis propuestas:
—Los artistas no vendrían de tan buen grado como usted afirma.
En realidad, muchos de ellos se habrían sentido verdaderamente distinguidos por su invitación. Puede que Hitler no quisiera ver perturbado aquel modo banal de terminar el día que tanto le agradaba. También noté con frecuencia que sentía cierta timidez ante aquellos que lo superaban en algún aspecto. Aunque de vez en cuando los recibía, lo hacía en la atmósfera reservada de las audiencias oficiales. Quizá fuera esta una de las razones por las que me había escogido a mí, un arquitecto tan joven: en su trato conmigo no sentía tales complejos de inferioridad.
En los primeros años que siguieron a 1933, los asistentes podían invitar a una dama a cenar; a algunas, procedentes del campo cinematográfico, las eligió Goebbels. No obstante, por lo general sólo se admitía a mujeres casadas, casi siempre acompañadas por sus esposos. Hitler observaba esta regla para evitar rumores que habrían podido perjudicar la imagen de un
Führer
de sólidas costumbres que Goebbels había creado. Hitler se comportaba frente a estas damas poco más o menos como el alumno de una clase de baile durante la fiesta de fin de curso. También salía a relucir su tímido afán de no hacer nada que estuviera fuera de lugar, de repartir suficientes cumplidos, de saludar y despedir a las damas con el besamanos austríaco. Una vez terminada la reunión social, acostumbraba quedarse un rato más con los componentes de su círculo privado para soñar en voz alta con las damas de aquella velada, más sobre su figura que sobre su encanto o inteligencia. Y siempre, en cierto modo, como un alumno convencido de lo irrealizable de sus deseos. Hitler sentía preferencia por las mujeres altas y metidas en carnes; Eva Braun, más bien menuda y de figura delicada, no respondía en absoluto a su tipo.