Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
—Tienes razón, querida, no puedo detenerte. Pero tal vez quieras discutir este asunto con tu padre...
Marcando con el dedo el punto del libro donde estaba leyendo, Sinistrad levantó la cabeza e hizo un gesto con una mano. Una caja de ébano se elevó de la mesa donde se encontraba, flotó en el aire y fue a posarse junto al libro del hechicero. Abriéndola con una mano, sacó del interior un relicario que pendía de un cordón de terciopelo negro y se lo entregó a Iridal.
—¿Qué es? —preguntó ella, mirando el relicario con suspicacia.
—Un regalo, querida. De un esposo amante a su amada esposa. —Su sonrisa era un cuchillo que le atravesaba el corazón—. Ábrelo.
Iridal cogió el relicario con dedos tan ateridos y torpes que estuvo a punto de caérsele. En el interior había un retrato de su padre.
—Ten cuidado de no romperlo o dejarlo caer —comentó Sinistrad despreocupadamente, mientras retomaba su lectura.
Iridal observó, horrorizada, que el retrato le devolvía la mirada con un aire suplicante, desvalido, en sus ojos vivos y atrapados. ..
Unos sonidos procedentes del exterior despertaron a Iridal de sus melancólicas meditaciones. Levantándose de la silla, se acercó a la ventana con pasos débiles e inestables. El dragón de Sinistrad flotaba entre las nubes, cortando la niebla con su cola hasta convertirla en finos jirones que se esparcían hasta desvanecerse. «Igual que los sueños», se dijo Iridal. El dragón de azogue había acudido a las órdenes de Sinistrad y ahora daba vueltas y vueltas en torno al castillo, aguardando a su amo. La bestia era enorme, con la piel plateada y reluciente, un cuerpo delgado y sinuoso, y unos ojos encendidos y llameantes. Carecía de alas, pero podía volar sin ellas más deprisa que sus primos alados del Reino Medio.
Nerviosos e impredecibles, estos dragones llamados de azogue, los más inteligentes de su especie, sólo podían ser controlados por los magos más poderosos. E, incluso así, el dragón sabía que estaba sometido a un hechizo y libraba una constante batalla mental con el mago que lo había encantado, obligándolo a mantenerse en guardia en todo instante. Iridal contempló a la bestia desde la ventana. El dragón estaba en perpetuo movimiento; en un momento dado, se enroscaba hasta convertirse en una gigantesca espiral cuya cabeza se alzaba por encima de la torre más alta del castillo; en el momento siguiente, se desenrollaba con la velocidad del rayo hasta rodear con su largo cuerpo la base del castillo, envuelta en la niebla. Hubo un tiempo en que Iridal temía al dragón de azogue pues, si se liberaba de sus ataduras mágicas, podía matarlos a todos. Ahora, en cambio, ya no le importaba.
Cuando vio aparecer a Sinistrad, Iridal se apartó involuntariamente de la ventana para que no la viera si se le ocurría mirar hacia arriba. Sin embargo, su esposo no hizo el menor ademán de alzar la vista, concentrado en asuntos más importantes. La nave elfa había sido avistada y en ella viajaba su hijo. Sinistrad y los demás miembros del Consejo debían reunirse para llevar a cabo los planes y preparativos finales. Por eso había decidido emplear el dragón.
Como misteriarca de la Séptima Casa, Sinistrad podría haberse transportado mentalmente a la sala del Consejo, disolviendo su cuerpo y volviéndolo a formar cuando la mente llegara a su destino. Tal había sido el modo en que había viajado antes al Reino Medio. No obstante, tal hazaña requería un gran esfuerzo y sólo impresionaba de verdad si había alguien presente para ver materializarse al mago, supuestamente de la nada. Era mucho más probable que los elfos se atemorizaran ante la visión de un dragón gigante que ante una exhibición de las técnicas más refinadas y delicadas de magia mental.
Sinistrad montó el dragón de azogue, al que había puesto el nombre de
Gorgona,
y la bestia remontó el aire hasta desaparecer de la vista de Iridal. El hechicero no miró atrás una sola vez. ¿Por qué iba a hacerlo? No tenía miedo de que su esposa tratara de huir. Ya no. En el castillo no había centinelas apostados, ni sirvientes que la espiaran para informar de sus movimientos a su amo. Sinistrad no tenía necesidad de ellos, incluso si hubiera podido encontrarlos. Iridal era su propia guardiana, encerrada en el castillo por su propia vergüenza, cautiva de su propio terror.
Su mano se cerró en torno al relicario. El retrato del interior ya no vivía. Su padre había muerto hacía algunos años. Atrapada su alma por Sinistrad, el cuerpo se había marchitado. Pese a ello, cada vez que Iridal contemplaba la imagen del rostro de su padre, aún podía apreciar la pena en sus ojos.
El castillo estaba vacío y silencioso, casi tanto como su corazón. Tenía que vestirse, se dijo con tristeza mientras se despojaba de la camisa de dormir que últimamente llevaba casi en todo instante, pues los sueños eran su única evasión.
Volviendo la espalda a la ventana, se vio en el espejo de enfrente. Veintiséis años, y parecía haber vivido un centenar... Sus cabellos, que un día habían sido del color de las fresas bañadas en miel dorada, eran ahora blancos como las nubes que pasaban ante la ventana. Iridal tomó un cepillo e inició un desganado intento de desenredar la enmarañada melena.
Llegaba su hijo y debía causarle una buena impresión. De lo contrario, Sinistrad se disgustaría.
NUEVA ESPERANZA,
REINO SUPERIOR
Veloz como el viento, el dragón de azogue condujo a Sinistrad a Nueva Esperanza, la capital del Reino Superior. Al misteriarca le gustaba utilizar el dragón para impresionar a su propia gente. Ningún otro mago había conseguido ejercer un dominio sobre el inteligentísimo y peligroso animal y no estaría de más, en aquel momento de crisis, recordar de nuevo a los otros por qué lo habían escogido como líder.
Cuando llegó a Nueva Esperanza, Sinistrad se encontró con que ya se había efectuado el encantamiento: relucientes cristales, altísimas torres, paseos bordeados de árboles... Casi no reconoció la ciudad. Dos colegas misteriarcas lo esperaban a la puerta de la sala del Consejo con un aire de sentirse muy orgullosos de sí mismos, pero también tremendamente fatigados.
En su descenso desde las alturas, Sinistrad les dio ocasión de contemplar a fondo su montura; después, soltó a la bestia y le ordenó que no se alejara y que aguardase su llamada.
El dragón abrió la boca, armada de grandes colmillos, y soltó un gruñido con los ojos llameantes de odio. Sinistrad volvió la espalda a la bestia.
—Te digo, Sinistrad, que un día ese dragón va a sacudirse el hechizo que has tendido sobre él y ninguno de nosotros estará seguro. Capturarlo fue un error... —comentó uno de los hechiceros, un misteriarca de edad avanzada, mirando de reojo al dragón de azogue.
—¿Tan poca fe tienes en mi poder? —replicó Sinistrad con voz suave.
El anciano no dijo nada, pero miró a su compañero. Al advertir el intercambio de miradas, Sinistrad supuso, acertadamente, que los dos brujos habían estado hablando de él antes de que se presentara.
—¿Qué sucede? —Exigió saber—. Seamos sinceros entre nosotros. Siempre he insistido en ello, ¿verdad?
—Sí, es cierto. ¡Siempre nos restriegas por las narices tu sinceridad! —masculló el anciano.
—Vamos, Baltasar, tú me conoces perfectamente. Sabías cómo era cuando me votaste como líder. Sabías que era despiadado y que no permitiría que nada se interpusiera en mi camino. Algunos me llamasteis perverso entonces. Ahora insistes en ello y es un calificativo que no rechazo. Sin embargo, yo fui el único entre nosotros con visión. Fui yo quien urdió el plan para salvar a nuestro pueblo, ¿no es cierto?
Los misteriarcas miraron a Sinistrad, intercambiaron una nueva mirada y apartaron los ojos, uno hacia la hermosa ciudad y el otro hacia el dragón de azogue que desaparecía en el cielo despejado.
—Sí, es cierto —repuso uno de ellos.
—No teníamos elección —añadió el otro.
—No es un comentario muy halagador, pero puedo pasarme sin halagos. Y, hablando de ello, debo decir que habéis hecho un trabajo excelente. —Sinistrad inspeccionó con ojo crítico los capiteles, los paseos y los árboles. Alargando la mano, tocó la puerta del edificio ante el cual se encontraban—. Tanto, que no estaba muy seguro de que esto no fuera también parte del hechizo. ¡Casi me daba miedo entrar!
Uno de los misteriarcas ensayó una triste sonrisa ante su tímido asomo de humor. El otro, el anciano, frunció el entrecejo, dio media vuelta y se alejó. Sinistrad recogió la capa en torno a sí y siguió a sus colegas. Ascendieron la escalinata de mármol y cruzaron las deslumbrantes puertas de cristal del Consejo de Hechiceros.
Dentro de la sala se habían congregado una cincuentena de brujos que charlaban entre ellos con voces graves y solemnes. Hombres y mujeres vestían túnicas similares a la de Sinistrad en confección y diseño, aunque en una amplia gama de colores, cada uno de los cuales indicaba la dedicación particular del brujo que lo portaba: verde para la tierra, azul marino para el agua, rojo para el fuego (o magia de la mente), azul celeste para el aire. Unos pocos, entre ellos Sinistrad, lucían el negro que representaba la disciplina; una disciplina férrea, que no admitía ninguna debilidad. Cuando penetró en la sala, los presentes, que estaban conversando con voces contenidas pero excitadas, guardaron silencio. Todos hicieron una reverencia y se apartaron, formando un pasillo por el cual avanzó Sinistrad.
Repartiendo miradas a un lado y otro, saludando a los amigos y tomando nota de la presencia de sus enemigos, Sinistrad avanzó sin prisa por el gran salón. Construida en mármol, la sala del Consejo estaba desnuda, vacía y sin adornos. No había tapices que alegraran sus paredes, ni estatuas que adornaran la entrada, ni ventanas que permitieran el paso de la luz, ni magia que disipara la penumbra. Las mansiones de los misteriarcas en el Reino Medio habían tenido fama en todo el mundo de ser las creaciones humanas más maravillosas. Recordando la belleza de la que provenían, la austeridad y la aridez de la sala del Consejo en el Reino Superior producía escalofríos a los hechiceros. Con las manos guardadas en las mangas de sus túnicas, todos se mantenían apartados de las paredes y parecían tratar de evitar que sus ojos se fijaran en otra cosa que en sus colegas y en su líder, Sinistrad.
Este era el más joven de los congregados. Todos los misteriarcas presentes recordaban cuándo había ingresado en el Consejo, siendo un joven bien dotado, con propensión a mostrarse quejoso y servil. Sus padres habían estado entre los primeros exiliados en sucumbir allá arriba, dejándolo huérfano. Los demás se apiadaron del muchacho, aunque no en exceso pues, al fin y al cabo, había muchos en su misma situación por aquella época. Concentrados en sus propios problemas, que eran enormes, nadie había prestado mucha atención al joven brujo.
Los hechiceros humanos tenían su propia versión de la historia, desfigurada —como la de cualquier otra raza— por su propia perspectiva. Después de la Separación, los sartán habían conducido a la gente allí, a aquel reino bajo la cúpula mágica (y no a Aristagón primero, como habría explicado un elfo). Los humanos, y en especial los brujos, se volcaron en un esfuerzo tremendo para hacer aquel reino no sólo habitable, sino hermoso. Les daba la impresión de que los sartán no acudían nunca a prestarles ayuda, sino que siempre estaban ausentes por algún asunto «importante».
En las escasas oportunidades en que los sartán hacían acto de presencia, les echaban una mano en el trabajo, utilizando su magia de runas. Así fueron creados aquellos edificios fabulosos, y así se reforzó la cúpula. La coralita producía frutos y el agua abundaba. Pero los hechiceros humanos no se sintieron demasiado agradecidos, pues tenían envidia de los sartán y codiciaban la magia de las runas.
Llegó el día en que los sartán anunciaron que el Reino Medio estaba preparado para ser habitado. Humanos y elfos fueron trasladados a Aristagón, mientras que los sartán se quedaban en el Reino Superior. Como razón para el traslado, los sartán dijeron que la tierra bajo la cúpula se estaba poblando demasiado, pero los hechiceros humanos consideraron que los sartán los expulsaban porque se estaban informando demasiado sobre la magia de las runas.
Pasó el tiempo y los elfos se hicieron fuertes y se unieron bajo la dirección de sus poderosos brujos, en tanto los humanos se convertían en bárbaros piratas. Los hechiceros humanos observaron el ascenso de los elfos con desdén, por fuera, y con temor, por dentro.
—¡Si poseyéramos la magia de las runas, podríamos destruir a esos elfos! —se dijeron.
Así pues, en lugar de ayudar a su pueblo, empezaron a concentrar su magia en la búsqueda de un modo de regresar al Reino Superior. Al fin lo encontraron y un gran contingente de los brujos más poderosos, los misteriarcas, ascendió al Reino Superior para desafiar a los sartán
y
recuperar la tierra que habían llegado a considerar legítimamente suya.
Los humanos dieron a este episodio el nombre de la guerra de la Ascensión, aunque de guerra tuvo poco. Una mañana, al despertar, los misteriarcas descubrieron que los sartán se habían marchado, dejando abandonadas sus ciudades y vacías sus moradas. Pero cuando los brujos regresaron victoriosos junto a su pueblo, encontraron el Reino Medio sumido en el caos y desgarrado por la guerra. Así pues, se vieron obligados a luchar por sobrevivir, sin poder utilizar la magia para trasladar a su gente a la tierra prometida.
Al cabo, tras años de sufrimientos y penalidades, los misteriarcas consiguieron abandonar el Reino Medio y acceder a la tierra que sus leyendas tenían por hermosa, fructífera, segura y acogedora. Allí, asimismo, esperaban descubrir por fin los secretos de las runas. Todo parecía un sueño maravilloso, pero pronto habría de resultar una pesadilla.