Ala de dragón (52 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

BOOK: Ala de dragón
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Inclinado junto al cono, el mago gritó algo en la lengua tosca de los enanos, que sonaba a oídos de los elfos como un matraqueo de piedras en el fondo de un tonel. Mientras lo hacía, el capitán mantuvo una postura rígida, con las facciones pétreas, dando a entender con su actitud que consideraba todo aquello un capricho sin sentido.

Les llegó de abajo un gran griterío: los gegs respondían a su llamada. El mago elfo prestó atención a lo que decían y contestó. Después, se dio la vuelta y miró al capitán.

—Resulta muy desconcertante. Por lo que he podido entender, parece que esos humanos han llegado a Drevlin y les han contado a los gegs que nosotros, los «welfos», no somos dioses sino explotadores que hemos tenido esclavizados a los enanos. El rey geg pide que aceptemos a los humanos como regalo y, a cambio, hagamos algo para restaurarnos como divinidades. Sugiere —añadió el mago— que doblemos la cantidad habitual de «obsequios» que les traemos.

El capitán elfo pareció recobrar el buen humor.

—¡Prisioneros humanos! —Se frotó las manos—. ¡Más aún!, prisioneros que evidentemente han tratado de sabotear nuestros suministros de agua. Un descubrimiento muy valioso. Me valdrá una condecoración. Informa a los gegs que nos satisface el acuerdo.

—¿Qué hay de su recompensa?

—¡Bah!, tendrán la cantidad de costumbre. ¿Qué esperan? No traemos más.

—Podríamos prometer que enviaremos otra nave —apuntó el mago, frunciendo el entrecejo.

El capitán enrojeció de cólera.

—¡Si hiciera un trato semejante, sería el hazmerreír de la Armada! ¿Poner en peligro una nave para llevarle más basura a esos gusanos? ¡Ja, ja!

—Señor, hasta hoy, jamás se había producido nada semejante. Parece que los humanos han descubierto una manera de descender a través del Torbellino y tratan de perturbar la sociedad geg para su proyecto. Si los humanos consiguieran hacerse con el control de nuestros suministros de agua...

El mago movió la cabeza; las meras palabras parecían incapaces de trasmitir la gravedad de la situación.

—¡Perturbar la sociedad geg! —Zankor'el se echó a reír—. ¡Yo sí que perturbaré su sociedad! Voy a descender y tomar el control de su estúpida sociedad. Es lo que deberíamos haber hecho mucho tiempo atrás. Di a esos gusanos que vamos a quitarles de las manos a los prisioneros. Con eso bastará.

El mago de la nave frunció aún más el entrecejo, pero no podía hacer nada más..., al menos de momento. No podía autorizar el envío de una nave con un nuevo cargamento ni se atrevía a formular una promesa que no podía mantener. Con ello sólo empeoraría las cosas. En cambio, podía informar al Consejo de todo aquello de inmediato y recomendar que se adoptara alguna decisión, tanto respecto a la nave extra como a aquel imbécil de capitán.

Hablando por la bocina, el mago formuló la negativa en términos vagos y oscuros que pretendían hacerla pasar por una aceptación salvo que uno se fijara de verdad en lo que decían. Como la mayoría de los elfos, consideraba que los procesos mentales de los gegs eran parecidos al sonido de su idioma: guijarros matraqueando en un barril.

La nave planeó con las alas extendidas, majestuosa y temible. La tripulación elfa, empuñando pértigas, ocupó la cubierta y guió la tubería descendente hasta colocarla con precisión sobre el geiser. Una vez logrado el objetivo, entró en acción la magia. Encajonada en un conducto de luz azul que surgía del suelo, el agua brotaba del orificio y era aspirada por la tubería y transportada a miles de menkas hasta los elfos que la esperaban arriba, en Aristagón. Una vez iniciado este proceso, la nave elfa había completado su objetivo principal. Cuando los tanques de almacenamiento estaban a plena capacidad, el flujo mágico de líquido cesaba y la tubería era izada de nuevo. La nave podía entonces dejar caer su cargamento y regresar o, como en este caso, atracar y perder unos minutos para impresionar a los gegs.

CAPÍTULO 41

LOS LEVARRIBA, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Al survisor jefe no le gustaba nada de aquello. No le gustaba que los prisioneros se estuvieran tomando las cosas con tanta docilidad, no le gustaban las palabras que los welfos estaban dejando caer sobre ellos en lugar de mandar más soldo, y tampoco le gustaban las esporádicas notas musicales que escapaban de la multitud congregada bajo la Palma.

Contemplando la nave, el survisor se dijo que nunca había visto ninguna que se moviera tan despacio. Escuchó el chasquido del cable que tiraba de las alas gigantescas hacia el casco enorme de la nave, acelerando así su descenso, pero ni siquiera entonces le pareció lo bastante rápido a Darral Estibador, que mantenía la ardiente esperanza de que, una vez que aquellos dioses y Limbeck,
el Loco,
hubieran desaparecido, la vida retornaría a la normalidad. Si conseguía salir bien librado de los momentos que se avecinaban...

La nave quedó en posición, con las alas recogidas de modo que actuara la magia suficiente para mantenerla a flote en el aire, inmóvil sobre la Palma. Las bodegas de carga se abrieron y los gegs que esperaban abajo recibieron su soldo. Unos cuantos gegs empezaron a vociferar mientras caían los objetos, y los que tenían más vista y sentido comercial se lanzaron sobre las piezas de valor.

Sin embargo, la mayoría de los gegs no hizo caso y permaneció donde estaba, mirando hacia lo alto del brazo con tensa, nerviosa (y tintineante) expectación.

—¡Deprisa, deprisa! —murmuró el survisor jefe.

La apertura de la escotilla se prolongó interminablemente. El ofinista jefe, haciendo caso omiso de todo lo demás, contemplaba la nave dragón con su habitual e insoportable expresión de farisaica santurronería. Darral sintió la tentación de hacerle tragar aquella mueca (junto con su dentadura).

—¡Aquí vienen! —Parloteó el ofinista jefe con excitación—. ¡Aquí vienen! —Se volvió en redondo y miró a los prisioneros con severidad—. ¡Procurad tratar con respeto a los welfos! ¡Ellos, al menos, sí son dioses!

—¡Lo haremos, no te preocupes! —Respondió Bane con una dulce sonrisa—. Vamos a obsequiarles con una canción.

—¡Silencio, Alteza, por favor! —lo reprendió Alfred, posando una mano en el hombro del príncipe. Añadió algo en idioma humano que el survisor jefe no logró entender y echó al muchacho hacia atrás, sacándolo de en medio.

¿De en medio de qué? ¿Y qué era aquella tontería sobre una canción?

Al survisor jefe no le gustó aquello, tampoco. No le gustó lo más mínimo.

Se abrió la compuerta y la pasarela se deslizó de la amura hasta quedar sujeta con firmeza a las yemas de los dedos de la Palma. Luego apareció el capitán elfo. Plantado en el hueco de la compuerta y contemplando los objetos dispersos a sus pies, el elfo parecía enorme con el traje de hierro profusamente decorado que cubría su cuerpo delgado desde el cuello hasta los dedos de los pies. Su rostro no era visible pues un casco en forma de cabeza de dragón le cubría la testa. Colgada al hombro llevaba una espada ceremonial enfundada en una vaina incrustada de piedras preciosas que pendía de un cinto de seda bordada desgastado por el uso.

Viendo que todo parecía en orden, el elfo avanzó con pasos pesados por la pasarela. Al caminar, la vaina le rozaba el muslo produciendo un tintineo metálico. Llegó a los dedos de la Palma, se detuvo y miró en torno a sí. El casco de cabeza de dragón le daba un aire severo e imperioso. El traje de hierro añadía un palmo más de la estatura del elfo, ya de por sí considerable, y le permitía cernerse sobre los gegs y también sobre los humanos. El casco estaba trabajado con tal realismo y resultaba tan atemorizador que incluso los gegs que ya lo habían visto antes lo contemplaban con respeto y espanto. El ofinista jefe se postró de rodillas.

Pero el survisor jefe estaba demasiado nervioso para mostrarse impresionado.

—Ahora no hay tiempo para esas cosas —masculló, agarrando a su cuñado y obligándolo a incorporarse otra vez—. ¡Gardas, traed a los dioses!

—¡Maldición! —juró Hugh por lo bajo.

—¿Qué sucede? —Haplo se acercó a él.

El capitán elfo había descendido ruidosamente hasta los dedos, el ofinista jefe había caído de rodillas y el survisor lo estaba levantando a tirones. Limbeck, por su parte, revolvía en ese momento un puñado de papeles.

—El elfo. ¿Ves eso que lleva en torno al cuello? Es un silbato.

—Son una creación de sus hechizos. Se supone que, cuando un elfo lo sopla, el sonido que produce puede anular por arte de magia los efectos de la canción.

—Lo cual significa que los elfos lucharán.

—Sí. —Hugh soltó una nueva maldición—. Sabía que los guerreros los portaban, pero no pensé que los tripulantes de un transporte de agua..., y no tenemos nada con qué luchar, salvo nuestras manos desnudas y un puñal.

Nada. Y todo. Haplo no necesitaba armas. Con sólo quitarse las vendas de las manos, y utilizando únicamente la magia, podría haber destruido a todos los elfos a bordo de la nave, o hechizarlos para que hicieran su voluntad o sumirlos en el sopor mediante un encantamiento. Pero le estaba vedado el uso de la magia. El primer signo mágico que trazara en el aire lo identificaría como un patryn, el viejo enemigo que hacía tanto tiempo había estado muy cerca de conquistar el mundo antiguo.

«Antes la muerte que traicionarnos. Tienes la disciplina y el valor para tomar tal decisión y posees la habilidad y la astucia precisas para hacerla innecesaria.»

El survisor jefe estaba ordenando a los gardas que acercaran a los dioses. Los gardas se dirigieron hacia Limbeck, que los apartó con firmeza y cortesía. Avanzando por propia iniciativa, manoseó sus papeles y exhaló un profundo suspiro.

—«Distinguidos visitantes de otro reino, survisor jefe, ofinista jefe, colegas de la Unión. Me produce un gran placer...

—Al menos, moriremos luchando —dijo Hugh—. Y contra los elfos. Es un consuelo.

Haplo no tenía que morir luchando, no tenía que morir de ningún modo. No había pensado que la situación resultara tan frustrante.

El misor-ceptor, colocado para transmitir a todos las bendiciones de los welfos, difundía ahora a toda potencia el discurso de Limbeck.

—¡Haced que calle! —gritó el survisor jefe.

—« ¡Salvad los grillos!» ... No, esto no puede ser. —Limbeck hizo una pausa. Sacó las gafas, las montó en la nariz y repasó sus papeles—. « ¡Sacudíos los grilletes!» —corrigió sus palabras. Los gardas se abalanzaron sobre él y lo sujetaron por los brazos.

—¡Empieza a cantar! —Susurró Haplo—. Tengo una idea.

Hugh abrió la boca y entonó con una voz grave de barítono las primeras notas de la canción. Bane se unió a él y su voz aguda se elevó por encima de la de Hugh en un chillido que taladraba los tímpanos, discordante, pero sin confundir una sola palabra. La voz de Alfred los acompañó temblorosa, casi inaudible; el chambelán estaba pálido de miedo como un hueso calcinado y parecía al borde del colapso.

La Mano que sostiene el Arco y el Puente,

el Fuego que cerca el Trayecto Inclinado...

A la primera nota, los gegs al pie del brazo metálico aplaudieron y, enarbolando sus instrumentos, empezaron a soplar, golpear, tintinear y cantar con todas sus fuerzas. Los gardas de la Palma escucharon el cántico de la gente de abajo y dieron muestras de aturdimiento y nerviosismo. Al escuchar las notas de la odiada canción, el capitán elfo asió el silbato que le colgaba del cuello, levantó la visera del yelmo y se llevó el instrumento a los labios.

Haplo dio una suave palmadita en la testa al perro y, con un gesto de la mano, señaló al elfo.

—Ve a cogerlo —le ordenó.

...toda Llama como Corazón, corona la Sierra,

todos los Caminos nobles son Ellxman.

Rápido y silencioso como una saeta en pleno vuelo, el perro se lanzó entre el grupo confuso que ocupaba la Palma y saltó directamente contra el elfo.

El traje de hierro de éste era viejo y arcaico, diseñado sobre todo para intimidar. Era una reliquia de los viejos tiempos en que había que llevar tal indumentaria para protegerse de la penosa dolencia conocida por «las embolias», que afligía a aquellos que ascendían demasiado deprisa desde los Reinos Inferiores a los situados más arriba. Cuando el capitán elfo descubrió al perro, éste ya cruzaba los aires hacia él. En un gesto instintivo, trató de prepararse para el impacto pero su cuerpo, enfundado en la incómoda armadura, no consiguió reaccionar con la debida rapidez. El perro aterrizó en mitad del pecho y el capitán cayó hacia atrás como un árbol podrido.

Haplo se había puesto en movimiento con el perro, seguido a no mucha distancia por Hugh. Los labios del patryn no entonaban ninguna canción, pero
la Mano
cantaba por los dos con su potente voz.

El fuego en el Corazón guía la Voluntad,

la Voluntad de la Llama, prendida por la Mano...

—¡Siervos, uníos! —gritó Limbeck, sacudiéndose de encima a los molestos gardas. Concentrado en el discurso, no prestó atención al caos que lo rodeaba—. Yo mismo ascenderé a los reinos superiores para descubrir la Verdad, la más valiosa de las recompensas...

«Recompensas...», repitió el misor-ceptor.

—¿Recompensa? —Los gegs a los pies de la Pala se miraron unos a otros—. ¡Ha dicho recompensas! ¡Van a darnos más! ¡Aquí! ¡Aquí!

Los gegs, sin dejar de cantar, avanzaron hacia el portalón de la base del brazo. Una reducida dotación de gardas había recibido la orden de proteger la entrada, pero se vio arrollada por la multitud (más tarde se descubriría desmayado a uno de los hombres, con una pandereta a modo de collar). Los gegs se precipitaron escaleras arriba, entonando siempre la canción

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