Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Bane dejó su lugar junto a Hugh y se acercó al macuto del chambelán para buscar la golosina. Alfred bajó la voz para que sólo lo escuchara Hugh.
—Es que... Verás, señor, el rey nunca ha hablado mucho con el chico. El rey Stephen nunca se ha sentido muy..., muy cómodo en presencia de Bane.
Es cierto, pensó Hugh, a Stephen no debe de haberle resultado agradable mirar a la cara a su vergüenza. Tal vez el monarca veía en las facciones del muchacho el rostro de un hombre que él —y la reina— conocían muy bien.
El resplandor de la pipa se apagó. Mientras vaciaba las cenizas, Hugh encontró un palito y, tras aguzar el extremo con el puñal, lo introdujo en la cazoleta para intentar desatascar el conducto. Echó un vistazo al chico y lo vio revolviendo todavía en el macuto.
—Tú crees de verdad que el chico es capaz de hacer lo que dice, ¿verdad? Eso de ver imágenes en el aire.
—Sí, claro que es capaz —le aseguró Alfred con vehemencia—. Lo he visto hacerlo demasiadas veces para tener dudas. Y tú también debes creerlo, señor, pues de lo contrario...
Hugh hizo un alto en sus manipulaciones y miró a Alfred.
—¿O qué? Eso me suena mucho a amenaza.
Alfred bajó los ojos y su mano lesionada arrancó con gesto nervioso las hojas de una planta cáliz.
—Yo..., no pretendía tal cosa.
—Sí, claro que sí. —Hugh dio unos golpecitos con la pipa en una roca—. No tendrá esto algo que ver con esa pluma que lleva encima, ¿verdad? Esa que le dio un misteriarca...
Alfred se puso mortalmente pálido, tanto que Hugh casi temió que fuera a desmayarse otra vez. El chambelán tragó saliva varias veces hasta que recobró la voz.
—Yo no...
El crujido de una rama al quebrarse lo interrumpió: Bane regresaba junto al fuego. Hugh vio que Alfred dirigía al muchacho la mirada agradecida del náufrago a quien se ha arrojado un cabo.
El príncipe, absorto en disfrutar del caramelo, no lo advirtió. Se dejó caer en el suelo y, tomando un palo, revolvió el fuego con él.
—¿Quieres oír la historia de la batalla de Siete Campos, Alteza? —preguntó Hugh sin alzar la voz.
El príncipe lo miró con ojos brillantes.
—Apuesto a que fuiste un héroe, ¿verdad, maese Hugh?
—Ruego me disculpes, señor —intervino Alfred humildemente—, pero no te tengo por un patriota. ¿Cómo fue que te encontraste en la batalla por la liberación de nuestra patria?
Hugh se disponía a responder cuando el chambelán frunció el entrecejo y se incorporó de un salto. Agachándose frente al lugar donde había estado sentado, el hombrecillo levantó un fragmento de coralita de buen tamaño cuyos bordes afilados como cuchillas destellaban a la luz de la fogata. Por fortuna, los calzones de cuero que llevaba, adquiridos a un zapatero, lo habían protegido de sufrir un buen contratiempo.
—Tienes razón. La política no me importa nada. —Una fina columna de humo se elevó formando volutas de entre los labios de Hugh—. Digamos que estaba allí por cuestión de negocios...
... Un hombre entró en la posada y se detuvo parpadeando bajo la luz mortecina. Era primera hora de la mañana y en la sala común no había más que una mujer desaliñada fregando el suelo y un viajero sentado a una mesa y oculto en la sombra.
—¿Eres Hugh, a quien llaman
la Mano?
—preguntó el recién llegado al viajero.
—Si.
—Quiero contratarte.
El hombre puso una maleta delante de Hugh. Este la abrió e inspeccionó el interior. Había monedas, joyas e incluso algunas cucharas de plata. Hizo una pausa, extrajo lo que sin duda era un anillo de boda de mujer y observó al hombre minuciosamente.
—Esto lo hemos reunido entre varios, pues ninguno era lo bastante rico como para contratarte por su cuenta. Hemos puesto los objetos de valor que teníamos.
—¿Quién es el objetivo?
—Cierto capitán que se pone al servicio de los nobles para instruir y conducir a soldados de infantería en el combate. Es un mentiroso y un cobarde y ha enviado a la muerte segura a más de una patrulla, mientras él se quedaba a salvo en la retaguardia, y cobraba su sueldo. Lo encontrarás con Warren de Kurinandistai, marchando en el ejército del rey Stephen. He oído que se dirigen a un lugar llamado Siete Campos, en el continente.
—¿Y cuál es el servicio especial que quieres de mí? Tú y..., y todos ésos. —Hugh dio unos golpecitos en la maleta del dinero.
—Viudas y parientes de los últimos al mando de ese hombre, señor —dijo el hombre, con los ojos brillantes—. Te pedimos lo siguiente, a cambio de nuestro dinero: que muera de tal modo que resulte evidente que no le tocó ninguna mano enemiga, que él sepa quién ha pagado por su muerte y que dejes esto en su cuerpo. —El hombre entregó ceremoniosamente a Hugh un pequeño pergamino.
—¿Maese Hugh? —dijo Bane, impaciente—. Continúa. Cuéntame lo de Siete Campos.
—Fue en los tiempos en que nos gobernaban los elfos. Con el paso de los años, los elfos se habían relajado en su ocupación de nuestras tierras. —Hugh contempló el humo que ascendía enroscándose hasta perderse en la oscuridad—. Los elfos consideran a los humanos poco más que animales, de modo que nos subestiman. Desde luego, en muchas cosas tienen razón, así que mal se los puede culpar por seguir cometiendo el mismo error una y otra vez.
»E1 conglomerado de Ulyndia, en la época de su dominación, estaba dividido en fragmentos y cada uno de éstos era gobernado nominalmente por un señor humano, aunque en realidad ejercía el control un virrey elfo. Los elfos no tenían que actuar para impedir que los clanes humanos se unieran; los clanes colaboraban activamente a ello.
—Muchas veces me he preguntado por qué no exigieron que destruyéramos nuestras armas, como se hacía en los siglos pasados —intervino Alfred.
Hugh sonrió, dando una nueva chupada.
—¿Por qué iban a preocuparse? Les convenía tenernos armados, pues utilizábamos las armas entre nosotros ahorrándoles multitud de problemas. De hecho, su plan funcionó tan bien que terminaron encerrándose en sus refinados castillos sin preocuparse siquiera de abrir una ventana y echar un buen vistazo a lo que estaba cociéndose a su alrededor. Lo sé porque solía escuchar sus conversaciones.
—¿Eso hiciste? —Bane, sentado, se inclinó hacia adelante con un destello en sus ojos azules—. ¿Cómo? ¿Cómo sabes tantas cosas de los elfos?
En la pipa, el ascua despidió su fulgor rojizo y fue apagándose hasta desaparecer. Hugh hizo caso omiso de la pregunta.
—Cuando Stephen y Ana consiguieron unificar a los clanes, los elfos abrieron por fin las ventanas. Y por ellas entraron flechas y lanzas, mientras los humanos escalaban los muros empuñando espadas. El alzamiento fue rápido y bien planificado. Cuando llegó la noticia al imperio de Tribus, la mayoría de los virreyes elfos había perdido la vida o había huido de su mansión. Los elfos se desquitaron. Reunieron su flota, la mayor nunca visto en este mundo, y zarparon hacia Ulyandia. Cientos de miles de preparados guerreros elfos, junto a sus hechiceros, se enfrentaron a unos miles de humanos (sin la ayuda de sus magos más poderosos, pues para entonces los misteriarcas habían huido). Nuestro pueblo no tuvo la menor oportunidad. Cientos resultaron muertos. Muchos más fueron hechos prisioneros. El rey Stephen fue capturado con vida...
—¡No fue su voluntad! —exclamó Alfred, picado por el tonillo irónico de la voz de Hugh.
La pipa brilló y volvió a apagarse.
La Mano
no dijo nada y el silencio impulsó a Alfred a continuar hablando, cuando no había tenido el menor deseo de intervenir.
—El príncipe elfo, Reesh'ahn, identificó a Stephen y ordenó a sus hombres que lo apresaran ileso. Los nobles del rey cayeron al lado de su monarca, defendiéndolo. E incluso cuando se quedó solo, Stephen continuó luchando. Dicen que había un círculo de muertos a su alrededor, pues los elfos no se atrevían a desobedecer a su comandante y, sin embargo, ninguno lograba acercarse lo suficiente como para inmovilizarlo antes de que lo matara. Al fin, se lanzaron en masa sobre él, lo derribaron al suelo y lo desarmaron. Stephen luchó con valentía, tanto como el que más.
—No sabía nada de eso —respondió
la Mano
—. Lo único que sé es que el ejército se rindió...
Desconcertado, Bane se volvió hacia los dos hombres.
—¡Debes de estar equivocado, maese Hugh! ¡Fue nuestro ejército el que ganó la batalla de Siete Campos!
—¿Nuestro ejército? —Hugh levantó la ceja—. No, no fue el ejército. Fue una mujer quien derrotó a los elfos, una trovadora que llamaban Cornejalondra porque se dice que tenía la piel negra como el ala de un cuervo y la voz de una alondra cuando canta su bienvenida al día. Su señor la había llevado al campo de batalla para que cantara su victoria, supongo, pero terminó entonando su canto fúnebre. La mujer fue capturada y hecha prisionera como el resto de los humanos, y la condujeron con los demás por una carretera que atravesaba los Siete Campos, una carretera sembrada con los cuerpos de los muertos y regada con su sangre. Los cautivos formaban una columna abatida, pues sabían el destino que les esperaba: la esclavitud. Envidiando a los muertos, avanzaban con los hombros hundidos y la cabeza gacha.
»Y entonces la trovadora se puso a cantar. Era una vieja canción, que todo el mundo recuerda de su infancia.
—¡Yo la conozco! —Exclamó Bane con animación—. Esa parte de la historia ya la he oído.
—Cántala, entonces —dijo Alfred con una sonrisa, contento de ver animado al príncipe. —Se titula
Mano de llama.
La voz del pequeño sonó aguda y ligeramente desentonada, pero entusiasta:
La Mano que sostiene el Arco y el Puente,
el Fuego que cerca el Trayecto Inclinado,
toda Llama como Corazón, corona la Sierra,
todos los Caminos nobles son Ellxman.
{13}
El Fuego en el Corazón guía la Voluntad,
la Voluntad de la Llama, prendida por la Mano,
la Mano que mueve la Canción del Ellxman,
la Canción del Fuego, el Corazón y la Tierra:
el Fuego nacido al Final del Camino,
la Llama una parte, una llamada iluminada,
el camino lóbrego, el objetivo parpadeante,
el Fuego conduce de nuevo desde los futuros, todos.
El Arco y el Puente son pensamientos y corazón,
el Trayecto una vida, la Sierra una parte.
—Mi niñera me la enseñó cuando era pequeño, pero no supo decirme qué significaban las palabras. ¿Lo sabes tú, maese Hugh?
—Dudo que nadie sepa interpretarlas hoy día. La tonada conmueve el corazón. Cornejalondra empezó a cantarla y los prisioneros no tardaron en levantar las cabezas con orgullo, erguidos y marciales, y en cerrar filas en formación, dispuestos a caminar con dignidad hacia la esclavitud o hacia la muerte.
—He oído que esta canción es de origen élfico —murmuró Alfred—. Y que se remonta a antes de la Separación.
—¿Quién sabe? —Hugh se encogió de hombros, desinteresado—. Lo único que importa es que ejerce un efecto sobre los elfos. Desde que sonaron sus primeras notas, los elfos se quedaron paralizados, con la vista fija al frente. Parecían sumidos en un sueño, aunque movían los ojos. Algunos afirmaron estar «viendo imágenes».
Bane se sonrojó y su mano se cerró con fuerza en torno a la pluma.
—Los prisioneros, al darse cuenta de ello, continuaron cantando. La trovadora sabía la letra de todos los versos. La mayoría de los prisioneros se perdió tras la primera estrofa, pero continuaron entonando la música e interviniendo con entusiasmo en los coros. A los elfos les resbalaron las armas de las manos. El príncipe Reesh'ahn cayó de rodillas y se puso a llorar. Y, a una orden de Stephen, los prisioneros escaparon a toda la velocidad que les permitían sus pies.
—Dice mucho en favor de Su Majestad que no ordenara el exterminio de un enemigo indefenso —comentó Alfred.
—Por lo que el rey sabía —replicó Hugh con una sonrisa burlona—, una simple espada en la garganta de la trovadora podría haber roto el hechizo. Nuestros hombres estaban derrotados y sólo querían salir de aquella situación. Según me han contado, el rey tenía el plan de replegarse hacia uno de los castillos cercanos, reagruparse y atacar de nuevo. Sin embargo, no fue necesario. Los espías de Stephen informaron que, cuando los elfos despertaron del hechizo, fue como si salieran de un hermoso sueño y sólo desearan volverse a dormir. Abandonaron sus armas y sus muertos donde habían caído, y regresaron a sus naves. Una vez allí, liberaron a sus esclavos humanos y volvieron a su tierra renqueantes.
—Y éste fue el inicio de la revolución élfica.
—Así parece. —Hugh dio una parsimoniosa chupada a su pipa—. El rey elfo declaró proscrito y deshonrado a su hijo, el príncipe Reesh'ahn, y lo sentenció al exilio. Ahora, Reesh'ahn se dedica a provocar problemas por todo Aristagón. Se han llevado a cabo varios intentos para capturarlo, pero siempre se les ha escurrido entre los dedos.
—Y dicen que con él viaja la trovadora, la cual, según la leyenda, quedó tan conmovida ante el dolor del príncipe que decidió seguirlo —añadió Alfred en voz baja—. Juntos cantan esa tonada y, allí donde van, encuentran nuevos seguidores.
El chambelán se inclinó hacia atrás, calculó mal la distancia que lo separaba del árbol y se dio un sonoro golpe en la cabeza contra el tronco.
A Bane se le escapó una risilla, pero se apresuró a taparse la boca con la mano.
—Lo siento, Alfred —dijo en tono contrito—. No quería reírme. ¿Te has hecho daño?
—No, Alteza —respondió Alfred con un suspiro—. Gracias por tu interés. Y ahora, Alteza, es hora de acostarse. Mañana nos espera una larga jornada.
—Sí, Alfred. —Bane corrió a sacar la manta de la mochila—. Si te parece bien, esta noche dormiré aquí —añadió entonces y, dirigiendo una tímida mirada a Hugh, extendió la manta junto a la de éste.
Hugh se puso en pie bruscamente y se acercó a la fogata. Sacudiendo la cazoleta de la pipa contra su mano, vació las cenizas.
—La rebelión... —
La Mano
fijó los ojos en las llamas, evitando mirar al pequeño—. Han transcurrido diez años y el imperio de Tribus sigue tan fuerte como siempre. Y el príncipe vive como un lobo acosado en las cuevas de las Remotas Kirikai.
—Por lo menos, esa rebelión ha impedido que nos aplastaran bajo sus botas —afirmó Alfred, envolviéndose en una manta—. ¿Estáis seguro de que no tendréis frío tan lejos de la fogata, Alteza?