Al Oeste Con La Noche (32 page)

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Authors: Beryl Markham

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Al parecer el razonamiento oficial era algo así: El aviador que demuestre interés en nuestras fortalezas es culpable de espionaje y quien no lo demuestre es culpable de una falta de respeto.

Creo qué de los dos crímenes el último era el más repulsivo para los legionarios de la túnica al viento y el botón brillante.

Los símbolos de la guerra -impresionantes fortalezas desiertas, aviones brillantes, buques de guerra con el ceño fruncido- incitan a los hijos de Roma, si no al heroísmo, sí al menos a la teatralidad, conceptos que de todas formas en la mente italiana son sinónimos. A veces pienso que para los italianos debe de ser tremendamente difícil quedarse impávido ante el continuo récord de derrotas de sus ejércitos (parecen tan resplandecientes cuando desfilan...). Pero hay pocas quejas.

La respuesta quizá sea que el país de Caruso lleva tanto tiempo viviendo una vida simbólica que el símbolo se ha convertido en algo indiferenciable del hecho o de la acción. Si un aria es suficiente para un corazón batallador, una cinta alrededor de cualquier pecho puede ser suficiente para un general, y la teoría de la victoria, para la propia victoria.

El único italiano con clase que he conocido y a quien respeté -como todo el que le conoce- fue el General Balbo. Balbo era un caballero entre los fascistas y, como tal, su muerte fue un acto del destino concebido sin duda en interés de la congruencia.

Cuando Blix y yo hicimos el viaje a Inglaterra el general Balbo era gobernador de Tripolitania, pero había salido hacia el desierto meridional en una inspección de rutina y no pudo interceder, como lo había hecho un par de veces por mí, para acelerar nuestra salida de Egipto a Libia.

Por muy inútiles que sean los militares italianos hay un poder impresionante tras los sellos de caucho de los oficialillos italianos, o lo había. A Blix y a mí nos retuvieron en El Cairo, día tras día, negándose a concedernos los permisos para cruzar la frontera hacia Libia. No tenían motivo, o no daban ninguno, y su exasperante negativa a que hiciéramos otra cosa salvo esperar sentados (creo que literalmente) sobre nuestros pasaportes llevó a Blix a la profunda observación de que no hay infierno como la incertidumbre ni mayor amenaza para la sociedad que un italiano con tres liras de autoridad.

Llevó a Blix a algo más que eso. Tuvo un incidente que hubiera destrozado los nervios de un hombre no tan templado.

Blix salía del hotel Shepheard todas las noches después de la cena y desaparecía en los laberintos de El Cairo. Es un individuo gregario que adora a los amigos y odia estar solo. Sin embargo, una de las pequeñas tragedias de su vida es que cualquiera que sea la alegre compañía con la que empiece la noche, no transcurren muchas horas antes de que vuelva a estar solo, al menos en espíritu. Sus amigos pueden seguir a su lado alrededor de una mesa adornada con una botella abierta, pero están mudos y recostados; ya no chocan los vasos, ya no refunfuñan sobre las vicisitudes de la vida, ya no cantan las alegrías de vivirla. Están callados, débiles o lacrimosos y en el centro de ellos se sienta Blix el Indestructible, un monumento de sobriedad miserable, desolado como una roca solitaria que sobresale en un mar solitario. Blix por fin los deja (después de pagar la factura) y busca consuelo en los ruidos de la noche.

Una noche en El Cairo, Blix tropezó con un viejo amigo y un caballero de linaje valiente. Era el hermano pequeño del capitán John Alcock (quien con el teniente Arthur Brown hizo el primer vuelo triunfal sobre el Atlántico) y además era un piloto fantástico de las Imperial Airways. Alcock el joven, al que raras veces -si es que había habido alguna- le había dejado fuera de combate cualquier cosa que saliera de una garrafa, era la personificación de una de las esperanzas más fervientes de Blix, un hombre para quien el suelo que queda debajo de una mesa era una región inexplorada.

En algún bar -no recuerdo cuál, no menos de lo que recordarían Blix o Alcock si se les preguntara- empezó una sesión histórica de empinamiento de codos amistoso y buena camaradería verborreica que disolvió el tiempo y redujo el espacio a una antesala. Sobre la mesa que separaba a aquellos buenos compañeros quedó diseccionada toda la historia y su esqueleto mohoso en un cubo de hielo vacío. Los problemas internacionales se resolvieron en una palabra y la dirección del destino prevista a través de las ventanas de cristal de dos copas volcadas. Fue una aventura gloriosa y mi única participación en ella se produjo casi al amanecer.

Yo dormía en mi habitación del Shepheard cuando un puño aporreó mi puerta. Normalmente habría saltado de la cama y buscado a tientas mis ropas de vuelo. Normalmente aquella llamada habría significado algún aterrizaje forzoso en un campo de algodón con toda probabilidad en el centro de Uganda, desde el cual y tras comunicarse con Nairobi pedían una pieza de repuesto. Pero esto era El Cairo y ese puño insistente debía ser el de Blix.

Busqué las luces a tientas, me puse una bata y dejé escapar unas cuantas maldiciones entre dientes, destinadas a la cabeza de Baco. Pero lo que vi ante mí al abrir la puerta no fue a Blix haciendo eses, ni siquiera tambaleándose. Raras veces había visto a un hombre tan sobrio. Estaba horrible, pálido, era la muerte recalentada. Temblaba como la cuerda de un arpa. Dijo:

-Beryl, odio hacerlo pero debía despertarte. La cabeza rodó a ocho pies del cuerpo.

Hay diversas técnicas para hacer frente a la gente que dice cosas así. Es posible que la más eficaz sea un golpe justo debajo de la oreja con un sujetalibros de bronce (preferentemente una pieza fundida del Pensador de Rodin) y después gritar, sin olvidar nunca que el grito es de importancia secundaria ante el sujetalibros.

El Shepheard de El Cairo es uno de los hoteles más civilizado del mundo. Tiene de todo -ascensores, restaurantes, un hall enorme, salones para cócteles, un famoso bar y una sala de baile.

Pero no tiene sujetalibros. Al menos en mi habitación no había ninguno. Sólo un jarrón verde con un motivo egipcio, pero no pude cogerlo.

-Los malditos locos estuvieron aquí -dijo Blix- y miraban fijamente la sangre.

Volví a la cama y me senté. Era nuestro sexto día en El Cairo. Blix o yo telefoneábamos casi cada hora para ver si ya se habían sellado nuestros documentos para el pasaje a Libia, y cada vez obteníamos un no por respuesta. Eso nos estaba minando tanto el bolsillo como los nervios, pero pensé que el cazador blanco más temible de África sobreviviría algo más. Y sin embargo, al sentarme en el borde de la cama, allí estaba Blix apoyado contra la pared de mi habitación con toda la vitalidad de un manojo de ropas arrugadas que espera ser entregada al camarero del hotel. Lo miré con toda la tristeza del mundo.

-Siéntate, Blix. Estás enfermo.

No se sentó. Se pasó una mano por la cara y miró fijamente al suelo.

-Entonces cogí la cabeza -murmuró en voz baja y la volví a poner en el cuerpo.

Y así lo hizo el pobre hombre. Por fin encontró una silla y adquirió fuerza a medida que la luz del día también la adquiría, hasta que por fin logré saber todo lo que en realidad fue un suceso trágico, pero cuya coincidencia con el viaje de regreso de Blix desde su cita con Alcock le daba un toque cómico.

Blix no se había quedado solo esa noche. Copa a copa y palabra a palabra, los envites se hacían y se igualaban en la partida que se jugaba según reglas de su propia creación. Hacia las cuatro de la mañana se apretaron las manos y dos caballeros en posición sospechosamente vertical se despidieron. Blix me ha dado su palabra de que hizo el camino hacia el Shepheard manteniendo una línea recta, tarea que ningún hombre sobrio por completo intentaría realizar. Blix dijo que tenía la cabeza despejada, pero que sus pensamientos eran complicados. Dijo que no era dado a las visiones, pero que dos o tres veces debió saltar sobre animales pequeños e indescriptibles en su camino, para después percatarse al volver la vista atrás de cómo son de decepcionantes las sombras de una calle débilmente iluminada.

No fue hasta llegar a dos manzanas del Shepheard, cosa que hizo muy bien, cuando vio a sus pies una cabeza humana totalmente despegada de su cuerpo.

A Blix nunca le abandonó su presencia de ánimo en un safari, ni aquí tampoco. Simplemente supuso que al ser un poco más viejo, un jolgorio de toda la noche le había dejado más tambaleante de lo normal. Sacó el pecho y estaba a punto de seguir adelante cuando vio un círculo de gente en el paseo de hormigón que miraba la cabeza cortada y murmuraba de una manera tan estúpida que a Blix le asaltó de repente la idea de que ni la gente ni la cabeza eran alucinaciones; un hombre se había caído en las vías del tranvía al paso de un coche a toda velocidad y había sido decapitado.

No había policía, ni ambulancia, ni esfuerzo por parte de nadie para hacer otra cosa salvo quedarse boquiabiertos. Blix estaba acostumbrado a la violencia, pero no a la indiferencia frente a la tragedia. Se arrodilló en la avenida, cogió la cabeza con las manos y la devolvió a su cuerpo. Era el cuerpo de un trabajador egipcio y Blix se quedó vigilando y derramando imprecaciones en sueco sobre los mirones reunidos, como un profeta ofendido que insultara a su rebaño. Y cuando llegaron las autoridades abandonó su espantoso puesto, atravesó la multitud con los labios muy apretados, y llegó al Shepheard.

Me contó todo esto mientras se dejaba caer en una silla y el tráfico matinal de El Cairo empezaba a canturrear bajo mis ventanas.

Un rato más tarde pedí café y cuando lo tomábamos pensé que había esperanza para el mundo mientras el decoro básico de un hombre fuera lo bastante fuerte como para triunfar sobre lo que el endemoniado ron pudiera hacer en seis horas y más colaboración de la que cualquier diablo tiene derecho a esperar.

-¿Vas a dejar las fiestas nocturnas, Blix?

Movió la cabeza.

-Oh, creo que eso sería muy precipitado y muy superinsociable. Lo que se debe evitar es volver a casa después de ellas, ¡te lo prometo!

Hacia el mediodía de nuestra sexta jornada en El Cairo las autoridades italianas, habiéndose convencido por sí mismas de que nuestra entrada en Libia no produciría un levantamiento general, nos devolvieron los pasaportes y salimos a la mañana siguiente hacia el norte, a Alejandría, y después hacia el oeste, a Mersa Matrub y hasta Sollum.

De Sollum a Amseat hay diez minutos en avión. Amseat es un puesto en la frontera italo-egipcia. En aquel entonces estaba compuesto de viento, desierto e italianos, y comprendo que el viento y el desierto sigan allí. Se debe aterrizar en él antes de entrar al interior. El puesto se encuentra en una meseta y la pista de aterrizaje es simplemente un trozo de Libia limitado por líneas imaginarias.

Aterrizamos y de inmediato nos acorralaron seis motociclistas armados. Se lanzaron hacia el avión como si llevaran varios días angustiosos tumbados y esperando tras las dunas para saltar sobre su presa. Apenas había desmontado esta avanzadilla cuando otros treinta motociclistas rugieron con fuerza por la arena, rodearon el Leopard y completaron así lo que para ellos era al parecer una maniobra militar de una singular brillantez. Sólo un detalle parecía haberse pasado por alto: no había jefe. Todos hablaban, discutían y movían los brazos a la vez con gran energía, desplegando una tendencia hacia los métodos republicanos que hubiera resultado de lo más significativa para un observador político agudo. Por un momento pareció como si ante nuestros ojos se estuviera produciendo la primera grieta en el orden tan fuertemente amarrado del Duce.

Pero no. De repente un soldado moreno anunció con una firme voz de tenor que él hablaba inglés, lo cual era una exageración, pero sirvió para calmar al instante los murmullos de histeria.

-Tomaré estos papeles -dijo el soldado moreno. Alargó la mano y cogió nuestros pasaportes, permisos especiales y certificados médicos.

El sol calentaba y después de lo ocurrido en El Cairo estábamos impacientes, pero el inquisidor con voz de tenor no tenía prisa. Con la mayor parte de la guarnición de Amseat echando una ojeada por encima de su hombro, miró con atención nuestros documentos mientras Blix juraba primero en sueco, después en swahili y al final en inglés. No es ésta una habilidad muy común, pero pasó desapercibida. Tras una media hora más o menos, un hombre saltó al sillín de su moto y salió chisporroteando a través del desierto. Volvió a los cinco minutos con una silla de lona portátil, la abrió y la colocó en la arena. Todo el mundo esperaba en un silencio solemne. Blix y yo habíamos salido del avión y estábamos apoyados contra él, bajo el sol salvaje, pensando cosas horribles. Los minutos habían empezado a acumularse en una hora antes de que llegara otra máquina con sidecar, de la que saltó un oficial envuelto en una capa con tantas medallas que en el fragor de una batalla le ofrecerían la misma protección de un chaleco antibalas. Observamos cómo el hombre apoyado por toda esta gloria apoyaba también el trasero oficial para el cual habían desplegado la silla de lona. Se sentó y empezó a estudiar nuestros documentos.

-Debería haberme traído el rifle -dijo Blix-. Le apuesto un gintonic a que daría a la sexta medalla de la izquierda justo donde se está desprendiendo el esmalte.

-Está usted poniendo en ridículo a un capitán de las Legiones del César. ¿Sabe cuál es el castigo por eso?

-No. Creo que te condenan a leer el editorial del Gayda a diario durante toda la vida. Pero casi merecería la pena.

-No sabe lo que dice.

-¡Silencio!

Fue el propio capitán quien lo dijo en un inglés puntilloso, seguido de algunas órdenes tajantes en italiano, y, el efecto fue mágico. Cuatro soldados se zambulleron en el Leopard, sacaron todos los elementos móviles y los extendieron en la arena. Una vez más nuestros documentos se desvanecieron por el desierto al cuidado de un jinete en expedición que manejaba su moto con una habilidad impresionante.

Tres horas y media después del aterrizaje en Amseat, llegó el mensaje (yo sospechaba directamente de Roma) de que podíamos salir hacia Benghazi.

-Pero -dijo el capitán- no sigan la costa. Es preciso que tomen la ruta del desierto y vuelen en círculo sobre las fortalezas, tres vueltas en cada una.

-No hay ruta en el desierto.

-Darán vueltas sobre esas fortalezas -dijo el capitán- o serán arrestados en Benghazi.

Chocó los talones, hizo el saludo fascista, como toda la guarnición, y despegamos.

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