Read Al Oeste Con La Noche Online
Authors: Beryl Markham
A las diez y media sigo volando con el depósito grande de gasolina, esperando a que se consuma y a poner fin al remolino líquido que ha zarandeado el avión desde el despegue. El depósito no tiene indicador, pero en un lateral hay escrito: Este depósito es válido para cuatro horas.
No hay nada ambiguo en este tipo de garantía. Lo creo, pero a las once menos veinticinco el motor tose y deja de funcionar, y el Gull se queda impotente sobre el mar.
Me doy cuenta de que el pesado zumbido del avión hasta ese momento ha tocado a su fin y el silencio es reconfortante. Lo que me deja estupefacta es el verdadero silencio que sigue al último chisporroteo del motor. No puedo sentir miedo; no puedo sentir nada, sólo puedo observar con una especie de desinterés estúpido que mis manos se mueven con una actitud violenta y comprobar que, mientras se mueven, la aguja del altímetro me hipnotiza.
Supongo que el rechazo del impulso natural es lo que se entiende por mantenerse en calma, pero hay razón para el impulso. Si es de noche y estás sentado en un aeroplano, con un motor calado, y entre tú y el mar hay una distancia de dos mil pies, no hay nada más razonable que el impulso de tirar de la palanca con la esperanza de aumentar esos dos mil pies aunque sólo sea un poco. El pensamiento, el conocimiento, la ley que te dice que la esperanza no se basa en eso sino en un acto contrario -el acto de dirigir tu avión impotente hacia el agua- parece un abandono terrorífico, no sólo de la razón sino de la cordura. Tu mente y tu corazón lo rechazan. Son tus manos -las manos de un extraño las que siguen con una precisión insensible la letra de la ley.
Me siento y me observo las manos que empujan la palanca, y noto cómo el Gull responde y empieza su descenso en picado hacia el mar. Desde luego es algo sencillo; seguro que el depósito de la cabina se ha agotado demasiado pronto. Sólo necesito girar otra llave de purga...
Pero la cabina está oscura. Es fácil ver el dial iluminado del altímetro y observar que la altura no es de once mil pies, pero no resulta sencillo ver una llave de purga colocada en algún lugar del suelo del aeroplano. Una mano busca a tientas y reaparece con una linterna, y los dedos, moviéndose con una serenidad agonizante, encuentran la llave y la abren. Y espero.
A trescientos pies el motor continúa parado, y soy consciente de que la aguja de mi altímetro parece girar como el radio de un eje, olfateando la distancia que queda entre el avión y el agua. Hay un relámpago, pero su rápido destello únicamente sirve para aumentar la oscuridad. ¿Qué altura pueden alcanzar las olas, veinte pies quizá? ¿Treinta?
Es imposible evitar el pensamiento de que éste es el fin de mi vuelo, pero mis reacciones no son ortodoxas; los distintos incidentes de toda mi vida no me pasan por la cabeza como una película loca. Sólo siento que todo esto ya ha ocurrido antes. Y ha ocurrido. Todo esto ocurrió cientos de veces en mi imaginación, en mis sueños, por lo que ahora no estoy sobrecogida de terror.
Reconozco un escenario que me es familiar, una historia familiar, con un punto culminante que ya resulta pesado de tanto repetirlo.
No sé a qué distancia me encuentro de las olas cuando el motor explota de nuevo a la vida.
Pero el sonido es casi insignificante. Veo cómo mi mano mueve paulatinamente la palanca, siento cómo el Gull escala hacia la tormenta, veo cómo el altímetro da vueltas otra vez como un huso y aumenta la distancia entre el mar y yo.
La tormenta es fuerte. Es reconfortante. Es como un amigo que me zarandea y dice:
¡Despierta! Sólo ha sido un sueño.
Pero enseguida me pongo a pensar. Por un sencillo cálculo descubro que el motor se ha quedado en silencio durante quizá un instante más de treinta segundos.
Debería dar gracias a Dios, y así lo hago aunque indirectamente. Doy las gracias a Geoffrey De Havilland quien diseñó el Gipsy insuperable y a quien Dios, a fin de cuentas, diseñó primeramente.
Un barco iluminado; la aurora; unos acantilados que surgen del mar. Para los pilotos su significado no cambiará nunca. Si algún día se puede sobrevolar un océano en una hora, si los hombres pueden construir un avión que domine el tiempo, al conductor de tan fantástico vehículo no le va a resultar menos agradable el hecho de vislumbrar la tierra. Habrá burlado las leyes de la forma en que le han enseñado a burlar la astucia de la ciencia, y sentirá su culpa, y ansiará el santuario del suelo.
Vi un barco; vi la aurora; y luego vi los acantilados de Terranova envueltos en lazos de niebla.
Sentí la emoción que durante tanto tiempo había imaginado y sentí la culpa feliz de haber eludido la severa autoridad del tiempo y del mar. Pero mi triunfo fue mínimo; mi Gull rápido no era tan rápido como para huir desapercibido. Estuvo atrapado por la noche y la tormenta y habíamos volado a ciegas durante diecinueve horas.
Ya estaba cansada y tenía frío. En el cristal de la cabina empezó a formarse una película de hielo y la niebla hacía un juego de manos con la tierra. Pero la tierra sí estaba allí. No podía vislumbrarla pero la había visto. No podía permitirme el lujo de creer que fuera otra tierra diferente a aquella que yo deseaba. No podía permitirme el lujo de creer que había tenido un fallo navegando, porque no quedaba tiempo para la duda.
Al sur hacia Cape Race, al oeste hacia Sidney en la isla de Cape Breton. Con mi transportador, mi mapa y mi brújula fijé de nuevo rumbo, canturreando la cantinela a modo de regla mnemotécnica que Tom me había enseñado: Variación oeste, cueste lo que cueste. Variación este, te lleva la peste. Era una rima tonta pero servía para aplacar, por el momento, dos polos magnéticos en guerra, el oeste y el este. Volé hacia el sur y me encontré con el faro de Cape Race que sobresalía de la niebla como un dedo indicador. Lo circunvolé dos veces y continué sobrevolando el golfo de San Lorenzo.
Poco después llegaría a New Brunswick, luego a Maine... y luego a Nueva York. Lo sabía de antemano. Casi podía decir: Bueno, si te quedas despierta, verás que ahora sólo es una cuestión de tiempo, pero no había posibilidad de quedarme despierta. Estaba cansada y no me había movido ni una pulgada desde el momento indeterminado en Abingdon en que el Gull había elegido elevarse con su carga y volar, pero yo no podría haber cerrado los ojos. Podía sentarme en la cabina, amurallada de cristales y tanques de gasolina, y agradecer el sol y la luz, y el poder ver el agua debajo. Eran casi las últimas olas que tenía que pasar. Cuatrocientas millas de agua, pero después la tierra otra vez, Cape Breton. Me detendría en Sidney a repostar y seguiría. Ahora era fácil. Sería como parar en Kisumu y continuar.
El triunfo engendra confianza. Pero ¿quién excepto los dioses tienen derecho a la confianza?
Tenía viento de cola, al último tanque le quedaban más de tres cuartos de gasolina y el mundo era para mí tan esplendoroso como si fuera un nuevo mundo jamás tocado. De haber sido inteligente habría sabido que tales momentos son efímeros, como la inocencia. Antes de ver la tierra el motor empezó a estremecerse. Se paró, chisporroteó, arrancó de nuevo y continuó renqueante. Tosió y escupió humo negro hacia el mar.
Hay palabras para todo. Para esto hay una palabra: burbuja de aire, pensé. Esto debía ser una burbuja de aire, porque había gasolina suficiente. Pensé que podría hacerla desaparecer abriendo y cerrando los tanques vacíos, cosa que hice. Los tiradores de las llaves de purga eran agujitas de metal afiladas y tras abrirlas y cerrarlas una docena de veces tenía las manos ensangrentadas, y la sangre caía sobre los mapas y la ropa, pero el esfuerzo fue en balde. Me deslizaba cuesta abajo con un motor enfermo y defectuoso. Los indicadores de la presión y la temperatura del aceite funcionaban con normalidad, las magnetos iban bien y yo perdía altura lentamente mientras la idea del fracaso se filtraba en mi corazón. Si tocara tierra sería la primera en cruzar el Atlántico Norte desde Inglaterra pero, desde mi punto de vista, desde el punto de vista de un piloto, un aterrizaje forzoso era un fracaso porque mi objetivo era Nueva York. Sólo con aterrizar y después despegar, tendría éxito... sólo con... sólo con...
El motor se para de nuevo, después se recupera y cada vez que hace un gran esfuerzo por vivir me elevo todo lo posible, y luego chisporrotea, se detiene, me deslizo otra vez hacia el agua, para levantarme de nuevo y descender otra vez como un ave herida.
Encuentro la tierra. Ahora la visibilidad es perfecta y diviso tierra a cuarenta o cincuenta millas. Si mi rumbo es correcto, eso será Cape Breton. Pasa un minuto tras otro. Los minutos casi se materializan; se suceden ante mis ojos como los eslabones de una cadena de movimiento lento, y cada vez que el motor se para veo un eslabón de la cadena roto y contengo la respiración hasta que pasa.
La tierra está debajo de mí. Cojo el mapa y lo miro para confirmar mi paradero. Incluso a la velocidad de lisiada que llevo ahora me encuentro sólo a doce minutos del aeropuerto de Sydney, donde puedo aterrizar para hacer reparaciones y después continuar.
El motor se para otra vez y sigo planeando, pero ahora no estoy preocupada; volverá a arrancar, como ya ha hecho, y yo ganaré altura y volaré hasta Sydney.
Pero no arranca. Esta vez está muerto como la muerte; el Gull cae hacia la tierra y según mis cálculos no hay tierra. Es tierra negra de rocas y yo me quedo suspendida encima, sobre una esperanza y sobre una hélice sin movimiento. No puedo estar así mucho tiempo. La tierra tiene prisa por encontrarme. Me ladeo, giro y resbalo para esquivar las rocas, las ruedas se posan y siento cómo se sumergen. El morro del avión está hundido en el barro y yo avanzo, me golpeo la cabeza en el cristal delantero de la cabina, oigo cómo se hace añicos, siento cómo me corre la sangre por la cara.
Salgo del avión a trompicones, me hundo hasta las rodillas en el lodo y me quedo allí mirando como una loca, no a la tierra sin vida, sino al reloj.
Veintiuna horas y veinticinco minutos.
Vuelo sobre el Atlántico. Desde Abingdon, Inglaterra, hasta un pantano sin nombre: sin paradas.
Me encontró un isleño de Cape Breton, un pescador que caminaba con dificultad sobre la ciénaga y vio el Gull con la cola en el aire y el morro enterrado, y después me vio a mí forcejeando en el suelo de su tierra nativa. Llevaba una hora a la deriva y el barro negro me llegaba a la cintura y la sangre procedente de los cortes de la cabeza estaba semimezclada con el barro.
Desde lejos, el pescador me dirigió con los brazos y a gritos para indicarme los sitios firmes de la ciénaga, y estuve una hora caminando sobre ellos hasta que llegué a él como un habitante del infierno cegado por el sol, pero no era el sol. Llevaba cuarenta horas sin dormir.
Me llevó a su cabaña al borde de la orilla y descubrí que sobre las rocas había un pequeño cubículo que contenía un viejo teléfono, colocado allí por si hubiera naufragios.
Telefoneó al aeropuerto de Sydney para decir que estaba a salvo, a fin de evitar una búsqueda inútil. A la mañana siguiente salí de un avión en el Floyd Bennet Field, donde había una multitud que me esperaba para felicitarme; pero el avión del que bajé no fue el Gull y durante los días que pasé en Nueva York no dejé de pensarlo y de desear una y otra vez que hubiera sido el Gull; hasta que el deseo perdió su significado, y pasó el tiempo, y superó muchas cosas de las que se encontró por medio.
XXIV
EL MAR SE ENORGULLECERÁ POCO
Como todos los océanos, el océano Índico parece no terminar nunca y los barcos que navegan por él son lentos y pequeños. No llevan ni velocidad ni ninguna sensación de urgencia; no cruzan el agua, viven sobre ella hasta que la tierra vuelve a casa.
Ya no recuerdo su nombre, pero el pequeño carguero en el que navegué de Australia a Sudáfrica me dio la impresión de que no se había movido casi durante todo un mes y, en el transcurso del viaje, me sentaba en cubierta y leía libros, o pensaba en cosas pasadas, o hablaba con los escasos habitantes de nuestro claustro balanceante.
Volvía a África a ver a mi padre tras un intervalo demasiado largo, demasiado concurrido y ahora acabado; era el final de una fase que creía haber desarrollado, terminado y afilado por completo, inevitablemente, como una hoja. Podría haber empezado desde cualquier lugar de la tierra, pensé, desde cualquier punto, pero al final habría estado allí, en ese barco de juguete, contando el tiempo.
Me llevé conmigo el tesoro de papel que había reunido: telegramas procedentes de todas partes sobre mi travesía del Atlántico, algunos recortes entresacados de muchos periódicos, una foto del Vega Gull con el morro hundido en el pantano de Nova Scotia y algunas de las cosas que se habían escrito sobre Tom.
Tom había muerto. Lo habían matado en los mandos de su aeroplano y yo había recibido la noticia hacía mucho tiempo en Nueva York. Me telefonearon desde Londres cuando yo estaba todavía aturdida por la cantidad de llamadas telefónicas y telegramas, y por tanta gente apasionada diciéndome lo maravilloso que era el haber llegado al Floyd Benett Field -y ¿me podría firmar un autógrafo?-. En mi archivo tenía incluso una carta que simulaba haber sido escrita por un perro, firmada Jojo. Me sentía profundamente agradecida por el cariño y la interminable amabilidad americanos, pero desde luego no me quejaba de la naturaleza transitoria de mi fama.
A Tom lo habían matado simple e inevitablemente con las botas puestas. Mientras rodaba por la pista para tomar la posición de despegue en el aeródromo de Liverpool, un avión que entraba chocó contra el suyo y eso fue todo. Supongo que no tenía más posibilidad de morir que con la pala de una hélice enterrada en el corazón.
El Gull también había muerto. Hubiera sido incapaz de comprarlo después del vuelo y J.C. lo envió a Seramai y se lo vendió a un indio rico que podía entender muchas cosas, pero no la belleza y las necesidades de un aeroplano. Lo dejó a la intemperie en el aeropuerto de Dar es Salaam hasta que el motor se oxidó, las alas se descascarillaron y todo el mundo lo olvidó, creo, excepto yo. Es posible que ahora algún oficial amante de la limpieza haya hundido su esqueleto en el mar y lo haya enterrado, pero el mar se enorgullecerá poco por ello. El Gull no me falló. Cuando lo revisaron después de mi vuelo, supe que en algún lugar de la costa de Terranova le había entrado hielo en la toma de aire del último tanque de petróleo y esto asfixió parcialmente el caudal de combustible que iba al carburador. Desde entonces me había preguntado cómo el Gull, tan imposibilitado, había volado tanto.