Al Oeste Con La Noche (27 page)

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Authors: Beryl Markham

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Caminando justo delante de Blix por la breña espesa, Makula nos indicó una pausa, trepamos sin ruido a un árbol adecuado y después bajamos de nuevo. Señaló un claro en la breña, cogió con firmeza a Blix del brazo y le empujó hacia delante. Luego Makula desapareció: Blix iba el primero y yo lo seguía.

La capacidad para moverse en silencio por una pared de matorrales con un entrelazamiento tan estrecho como la Naturaleza puede entrelazarlos no es un arte que pueda adquirirse mucho después de la niñez. No puedo explicarlo, ni tampoco podría Arab Maina, quien me enseñó a explicarlo. No es cuestión de no perder de vista dónde pisas, sino cuestión de estar pendiente del sitio en donde quieres estar, mientras cada nervio se convierte en otro ojo y cada músculo se transforma en un acto reflejo. Tú no guías tu cuerpo, lo confías al silencio.

Nosotros estábamos en silencio. El elefante al que nos encaminábamos no oyó nada, ni siquiera cuando los enormes cuartos traseros de dos machos aparecieron ante nosotros como rocas grises unidas a la tierra.

Blix se detuvo. Susurró con los dedos. Leí el susurro: Cuidado con el viento. Los rodearemos.

Quiero ver sus colmillos.

¡Rodearlos, eso es! Nos llevó poco más de una hora salvar un semicírculo de cincuenta yardas.

Los machos eran grandes -con bastante marfil.

Nimrod estaba satisfecho, empapado de sudor y noté que a punto de recibir un mensaje psíquico del doctor Turvy. Pero dicho mensaje llevaba demora en el tránsito.

Un macho levantó la cabeza, elevó la trompa y se movió hasta quedar frente a nosotros. Sus enormes orejas empezaron a extenderse como si captaran incluso el latido de nuestros corazones.

Por suerte miró hacia el lugar donde habíamos estado antes y percibió nuestro olor. Era todo lo que necesitaba.

Pocas veces he visto algo tan tranquilo como aquel elefante macho, o tan decidido a la destrucción, como sin darle importancia. Podría decirse que se arrastraba hacia la muerte. Siendo casi ciego como todos los elefantes no podía vernos, pero estaba acostumbrado. Seguiría el olor y el sonido hasta que pudiera vernos, para lo cual calculé tardaría unos treinta segundos.

Blix movió los dedos hacia el suelo y eso significaba: Baja y repta.

Resulta molesto que haya tanto insecto debajo de la nariz cuando se está a una pulgada del suelo. Supongo que los hay en cualquier caso, pero si se va avanzando sobre el estómago, arrastrando el cuerpo con las uñas, la entomología se presenta a la fuerza como una ciencia por completo justificada. Aunque el problema de la clasificación debe de seguir siendo totalmente descorazonador.

Mientras reptaba a tres patas, estoy segura de haber visto más de cincuenta especies distintas de insectos representados individualmente y por separado en mi ropa, con hormigas Siafu dirigiendo el cortejo.

Justo delante de mis ojos tenía los pies de Blix, tan cerca como para poder contemplar los agujeros de sus zapatos y preguntarme por qué razón siempre tenía alguno, pues se los había hecho casi en cuestión de horas. También tuve tiempo para observar que no llevaba calcetines. Práctico, pero no como Dios manda. Sus piernas se movían a través de los matorrales como si fueran unas piernas muertas arrastradas por cuerdas. El elefante no hacía ningún ruido.

No sé durante cuánto tiempo estuvimos reptando así, pero cuando nos detuvimos las pequeñas sombras del bosquecillo se inclinaban hacia el este. Posiblemente habíamos recorrido cien yardas.

Las picaduras de los insectos se habían convertido en manchas grandes y ardientes.

Respirábamos con más tranquilidad -o al menos yo- cuando los pies y las piernas de Blix se quedaron inmóviles. Pude verle la cabeza inclinada hacia el hombro y observé que echaba una ojeada a la breña. No hizo ninguna señal para continuar. Sólo parecía terriblemente desconcertado como un niño a quien pillasen robando huevos.

Pero mi propia expresión debió haber sido un poco más intensa. El macho grande se encontraba a unos diez pies -y a esa distancia los elefantes no son ciegos.

Blix se levantó y levantó con lentitud el rifle, tenía una expresión de tristeza inefable.

Eso es por mí, pensé. Sabe que ni un tiro en la cabeza detendría ese macho antes de ser espachurrados por él.

En el campo abierto cabía la posibilidad de esquivarlo, pero aquí no. Me quedé detrás de Blix con las manos en su cintura según sus instrucciones. Pero sabía que no servía de nada. El cuerpo del elefante se movía de un lado a otro. Era como observar una roca en cuyo camino quedaras atrapado, balanceándote al borde de un precipicio antes de caer. Ahora las orejas del macho estaban totalmente desplegadas, la trompa levantada y extendida hacia nosotros y empezó el bramido de furia del elefante, que resulta tan terrorífico como quedarte callado cuando unos dedos se te agarran a la garganta. Es un grito escalofriante, frío como un viento invernal.

Se me ocurrió que ése era el momento disparar.

Blix no se movió. Mantuvo el rifle muy firme y empezó a recitar algunas de las blasfemias más chocantes que había oído en mi vida. Eran pintorescas, originales y dichas con elegancia, pero pensé que era un momento muy poco propicio para probarlas con un elefante e increíblemente poco elegantes si estaban destinadas a mí.

El elefante avanzaba, Blix soltaba más juramentos (esta vez en sueco) y yo temblaba. No hubo ningún disparo. Consideré que una sola caja de galletas bastaría para los dos; la cremación sería superflua.

-Es posible que deba dispararle -anunció Blix, y la observación me chocó como un eufemismo de magnificencia clásica. Las balas se hundirían en esa piel monstruosa como guijarros en un estanque.

Nunca se piensa que un elefante tenga boca porque no se ve cuando tiene bajada la trompa, por eso, cuando el elefante está muy cerca y con la trompa levantada la hendidura roja y negra es como una revelación espantosa. Estaba mirando el interior de la boca del elefante con una especie de curiosidad estúpida cuando gritó de nuevo y estoy convencida de que fue ese grito el que nos salvó a Blix y a mí de un destino no más trágico que la muerte natural, pero infinitamente menos pulcro.

El grito de ese elefante fue una pifia estratégica y lo dio con una gracia maravillosa. Fue un bramido tan auténtico, con un eco tan esplendoroso, que sus amigotes, quienes seguían pastando en la breña, lo aceptaron como un verdadero aviso y se marcharon. Sabíamos que todavía estaban allí porque los intestinos de los elefantes pacíficamente ocupados retumbaban como truenos cercanos... y habíamos oído los truenos.

Se fueron y al marcharse parecía que arrancaban las raíces del país. Todo se fue, la breña, los árboles, la sansevieria, los terrones de tierra... y el monstruo que nos hacía frente. Se detuvo, escuchó y dio media vuelta con la lentitud irresistible de la caja fuerte de un banco. Y entonces se marchó en un tifón de vegetación aplastada y árboles rotos.

Durante un rato no hubo silencio, pero cuando llegó Blix bajó el rifle que para mí había adquirido todas las cualidades mortíferas de un plumero.

Me sentí débil, irritable y llena de maldiciones para los insectos. Blix y yo pateamos el camino de vuelta al campamento sin intercambiar una palabra, pero al caer en la silla de lona frente a las tiendas abjuré solemnemente del decoro histórico de mi sexo para hacer una pregunta grosera.

-Creo que eres el mejor cazador de África, Blickie, pero hay veces en que tienes un humor espantoso. ¿Por qué diablos no disparaste?

Blix sacó un bicho del elixir de la vida del doctor Turvy y se encogió de hombros.

-No seas tonta. Sabes tan bien como yo por qué no disparé. Esos elefantes son para Winston.

-Por supuesto que lo sé, pero ¿y si el elefante hubiera embestido?

El fiel Farah preparó otra bebida y Blix no respondió. Miró hacia las hojas del baobab y suspiró como un poeta enamorado.

-Hay un viejo refrán -dijo-, traducido del antiguo copto, que contiene toda la sabiduría de los siglos: La vida es la vida y la alegría es la alegría, pero todo se queda tan silencioso cuando el pez de colores muere... .

XVIII

CAUTIVOS DE LOS RIOS

La única desventaja de sobrevivir a una experiencia peligrosa reside en el hecho de que la historia de ésta tiende al anticlímax. No se puede seguir más allá del punto en el cual lo que amenaza tu vida en realidad te la quita -y además nadie te cree-. El mundo está lleno de escépticos.

Blix es el único hombre a quien conozco que podría escribir después de la muerte sobre un acontecimiento fatídico sin levantar comentarios de duda. Pasó años en África con suficiente malaria en su sistema como para que fuese la perdición de diez hombres normales. Cada cierto tiempo, cuando el momento parecía propicio, el demonio de la malaria pasaba por todas las formalidades de un golpe de gracia y después se marchaba dejando a Blix, la mayoría de las veces, inmóvil y acurrucado en un camino forestal sin contar ni siquiera con el doctor Turvy para consolarlo. Un día después Blix volvía por sus fueros con aspecto de ser el hermanastro de la Muerte, pero disparando con la misma precisión de siempre y desempeñando su trabajo con la competencia usual.

Al igual que los irlandeses, de quien se dice que nunca saben cuando se les ha golpeado, Blix no sabía nunca cuándo estaba muerto. Una vez lo embistió un elefante macho y se dio contra un árbol al intentar esquivarlo. Blix cayó de espaldas mientras que el macho arrancaba el árbol de raíz, lo depositaba en el suelo a unas pulgadas del cuerpo de Blix y se marchaba como la tempestad, con el ciego convencimiento de que su insignificante enemigo estaba muerto. A partir de ese día, Blix sostiene que el macho se equivocó, pero todo el mundo sabe que la sangre nórdica a veces confiere una cabezonería en sus poseedores insensible a cualquier creencia.

Pero otras veces Blix era víctima de problemas más vulgares, incluso pesados.

Winston había capturado el elefante que casi nos capturó a Blix y a mí. Era un elefante grande, pero no lo bastante grande para el dinámico señor Guest, el cual parecía arrancar el último chillido de emoción de cada momento de su vida, por lo que Blix y yo volvimos a despegar juntos y fuimos a ojear un lugar llamado Ithumba.

No vimos nada durante largo rato, pero a la vuelta, sobrevolando la meseta de Yatta, encontramos un macho colosal que pastaba en una soledad majestuosa entre los espinos y el bosquecillo.

Un macho como ése es un reto para un cazador. Una cosa es localizar una manada con sus hembras, sus crías y su método republicano de aplicación de una política comunitaria, pero otra es agarrar un individualista experimentado, libre de responsabilidades, egoísta, con experiencia de la vida y rápido en el ataque.

Volvimos al campamento hacia mediodía y Winston decidió salir a cazar el macho. Con lo grande que es Winston y con su fortaleza física no podría haber vacilado, con honor, en dar la orden de avance. Estaba el elefante y estaba Winston, quizá con quince millas entre ambos.

Hombre y bestia, sin embargo, recordaban a aquellos dos hijos de Grecia, mutuamente respetuosos, que con tanta frecuencia se encuentran en los libros, y nunca nadie sabe el resultado.

Winston oyó la llamada del destino en nuestra descripción del coloso solitario. A pesar de ser tarde dio la orden de entrar en acción.

Blix organizó un pequeño safari con unos quince porteadores. Este contingente preparado para tener facilidad de movimientos llevaba provisiones en su gran mayoría no comestibles e iría a campo traviesa, mientras que al mando de Farah y Arab Ruta salieron un par de camiones por las carreteras para establecer un nuevo cuartel general en Ithumba. El plan tenía un sabor casi militar.

Es posible hacerse una idea del tipo de terreno y de la dificultad de organización pues, mientras la partida a pie posiblemente se vería obligada a salvar una distancia de sólo treinta millas para llegar a Ithumba, los camiones deberían recorrer más de doscientas millas en un gran círculo para alcanzar el mismo punto.

La meseta de Yatta se eleva a unos quinientos pies de la llanura y está encerrada entre los ríos Athi al oeste y Tiva al este. La propia meseta es para el hombre una trampa de matorrales, bosques y espinos, de quince a veinte metros de altura, entrelazada como una malla de acero, lo bastante oscura y densa como para tragarse a un ejército.

La estrategia de Blix debía ser sencilla, y lo era. La partida acamparía la primera noche en las márgenes del Athi, escalaría la meseta al amanecer, daría con el rastro y con suerte acorralaría al macho de Winston antes de oscurecer en una especie de maniobra relámpago. Tras el triunfo (por supuesto, cualquier otra suposición era producto de la fantasía), la partida descendería por la ladera oriental, vadearía el estrecho río Tiva y llegaría feliz a Ithumba con su tesoro de marfil.

Por mi parte, puesto que la Avian necesitaba servicio, me preparé para volar hacia Nyeri (a unas sesenta millas al norte de Nairobi) y, al cabo de tres días, volvería a Ithumba.

-Cuando el avión esté listo -dijo Blix- vete directamente a Ithumba. Te esperaremos allí.

Después de nuestro campamento cercano a Kilamakoy justo en el momento en que Winston y Blix, como las cabezas gemelas de un dragón decidido, se largaban por la breña, arrastrando detrás una larga cola de porteadores cargados.

Recorrí unas ciento ochenta millas hasta Nyeri y aterricé en Seramai, el cafetal de John Carberry.

Lord Carberry, un colega irlandés con anclaje africano y acento americano, fue un espléndido piloto en los días en que todavía se consideraba un hecho digno de mención conducir un automóvil durante cien millas y después poder salir de él razonablemente erguido. Carberry fue piloto en la Primera Guerra Mundial y después de ella. Tras la guerra, llegó al África Oriental Británica y compró y cultivó Seramai.

El lugar bordea la reserva kikuyu cerca de la orilla meridional de las estribaciones del monte Kenia y se extiende a una altura de casi ocho mil pies. El terreno es frío, nebuloso, exuberante en la riqueza del suelo y saludable de lluvia. Está cubierto por cafeteros verdiazulados, como un cubrecama de borlas geométricas.

No estoy seguro si Seramai es un nombre antiguo, que le pusieran los kikuyu, o si fue a John Carberry a quien se le ocurrió; significa Lugar de Muerte. Si el origen del nombre fuera kikuyu no es probable que Carberry se hubiera sentido intimidado por su significado poco ingenioso. Creo que (si el precio fuera razonable y existiera la oportunidad) él se sentiría feliz de comprar y vivir en la casa Usher del señor Poe, con permiso para construir un campo de aterrizaje más allá del lago.

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