Entonces, casi tres meses después del día en que vieron cómo la fragata francesa se reducía a fragmentos al golpear contra el banco escondido, el
Sparrow
estuvo de nuevo preparado para hacerse a la mar. Cuando el último carpintero desembarcó, todos miraron para asegurarse de que no se llevaran nada que no hubieran traído con ellos, y de que las gabarras y las vergas se encontraban en su lugar, Bolitho escribió su informe al almirante: otra misión especial, portar despachos o simplemente regresar a las ordenes del capitán Colquhoun; en esos momentos le importaba muy poco lo que fuera. Lo único que quería era zarpar de nuevo, libre de oficiales urbanos y abogados imperturbables.
Tyrrell acudió a popa para informar de que el barco estaba libre de trabajadores de la costa.
—¿Querrá cenar conmigo esta noche? —le preguntó Bolitho—. Puede que esté demasiado ocupado en un futuro cercano.
Tyrrell le miró, inexpresivo.
—Será un placer, señor —parecía agotado, gastado.
Bolitho miró a través de las ventanas de popa que estaban abiertas, hacia los barcos fondeados y las pálidas casas que se encontraban detrás.
—Puede compartir sus preocupaciones conmigo, si lo desea, señor Tyrrell —no quería decir lo que dijo, pero el ver la desesperación en el rostro del teniente dejó de preocuparse. Tyrrell le observó junto a la ventana, con los ojos en la sombra.
—Me llegaron noticias. Mi padre perdió sus goletas, pero con eso ya contábamos. O irían a un bando o al otro, importaba poco. Mi padre también poseía una pequeña granja. Siempre decía que era como la que tenía en Inglaterra.
Bolitho se volvió despacio.
—¿La han perdido también?
Tyrrell se encogió de hombros.
—La guerra tomó ese territorio hace varios meses —su voz sonaba distante, inexpresiva—. Teníamos un vecino llamado Luke Masón. Él y yo crecimos juntos, como hermanos. Cuando comenzó la rebelión Luke estaba en el norte vendiendo ganado, y yo, en el mar. Luke siempre fue un poco salvaje y me imagino que se dejó llevar por la excitación. De cualquier modo, se enroló para luchar contra los ingleses. Pero las cosas no fueron bien para su compañía; casi los arrasaron en una batalla u otra. Luke decidió volver a casa. Supongo que había tenido bastante guerra ya.
Bolitho se mordió los labios.
—¿Acudió a su padre?
—Sí. El problema era que mi padre, en principio, ayudaba a los soldados ingleses con comida y caballos, pero le tenía cariño a Luke. Era como de la familia —exhaló un largo suspiro—. El coronel de la zona lo supo por algún maldito informador. Colgó a mi padre de un árbol y quemó la casa para dar un castigo ejemplar.
—¡Dios mío! ¡Lo siento! —exclamó Bolitho.
Tyrrell no pareció escucharle.
—Entonces los americanos atacaron y los casacas rojas se retiraron —elevó la vista hasta el techo y añadió con fiereza—. Pero Luke estaba a salvo; logró salir de la casa antes de que la quemaran ¿y sabe lo que pasó? El coronel americano le ahorcó por desertor.
Se arrojó sobre una silla y se derrumbó sobre la mesa.
—¡Por todos los demonios! ¿Tiene sentido toda esta locura?
—¿Y su madre? —observó la cabeza baja de Tyrrell. Su angustia estaba haciendo que se desmoronara.
—Murió hace dos años, de modo que no ha tenido que presenciar esto. Sólo quedamos yo y mi hermana Jane —miró hacia arriba, y sus ojos reflejaron la luz como hogueras—. Después de que el capitán Ransome terminara con ella, desapareció. Sólo Dios sabe dónde estará.
En el súbito silencio Bolitho trató de descubrir cómo se sentiría si, como Tyrrell, se enfrentara a un descubrimiento tan espantoso. Desde que podía recordar le habían enseñado a aceptar la posibilidad de morir sin huir de ella. La mayor parte de sus antepasados habían muerto en el mar de una manera u otra. Era fácil. Aparte del fin brutal bajo el fuego del cañón, o el ataque de una espada enemiga, existían incontables trampas para los descuidados. Una caída desde la arboladura, ahogarse, fiebres… los hombres morían tanto de esa manera como por el fuego del cañón.
Su hermano Hugh era teniente en la flota del Canal la última vez que le había visto. Podía estar al mando de un barco contra los franceses, o podía estar en ese momento yaciendo ahogado a varias brazas de profundidad con sus hombres. Pero las raíces continuarían allí; en la casa en Falmouth, su padre y sus hermanas casadas. ¿Cuánto hubiera sufrido si, como Tyrrell, supiera que todo eso hubiera sido destrozado o arrasado en un país donde el hermano luchaba contra el hermano y los hombres se maldecían en la misma lengua mientras luchaban y morían? Ahora Tyrrell, como muchos otros, no tenía nada, ni siquiera un país.
Tras golpear en la puerta Graves entró en la cabina.
—Un bote ha traído esto, señor —le tendió un sobre de lona.
Bolitho caminó de nuevo hasta las ventanas y lo desgarró con un cuchillo. Esperaba que Graves no se diera cuenta de la pena de Tyrrell, que el tiempo que le llevara leer el mensaje le concediera un momento para recobrarse.
Fue muy breve.
—Se nos ordena que zarpemos mañana, con el alba —dijo con tranquilidad—. Llevaremos documentos importantes para el almirante, a Antigua.
Se imaginó las inacabables millas de mar, el largo camino de vuelta hasta English Harbour y Colquhoun. Era una pena que alguna vez hubieran abandonado aquello.
—No lo lamento en absoluto —dijo Graves—. Tendremos algo de lo que jactarnos esta vez.
Bolitho lo estudió con seriedad. Realmente, era un hombre sin imaginación.
—Con mis respetos para el piloto. Dígale que inicie ya los preparativos. Quizá desee posponer la cena —añadió Bolitho cuando Graves se hubo marchado.
Tyrrell se puso en pie, y sus dedos rozaron la mesa como si quisieran probar su propio equilibrio.
—No señor. Me gustaría venir —echó una ojeada en torno a la cámara—. Aquí fue donde vi a Jane por última vez. Ahora me sirve de consuelo.
Bolitho le vio marchar y escuchó el golpe de la puerta de la cámara. Entonces, con un suspiro, se sentó a la mesa y comenzó a escribir en su diario de a bordo.
Durante siete días el
Sparrow
navegó sin problemas, con su bauprés dirigido hacia el sur, y disfrutando de la ventaja de un buen viento que apenas varió en dirección o intensidad a lo largo de todo ese tiempo. Los lamentos y el demoledor pesimismo que la mayor parte de la tripulación había sentido en Nueva York parecían haber desaparecido con el viento, y su nueva libertad brilló en las lonas ladeadas que relumbraban bajo el cielo sin una sola nube. Incluso el recuerdo de la última batalla, los rostros de aquellos que murieron o quedaron atrás lisiados y esperando el pasaje a casa, formaban parte del pasado, como viejas cicatrices que habían tardado demasiado en curar.
Cuando Bolitho estudiaba la carta de navegación y comprobaba el pronóstico del tiempo a diario, se sentía satisfecho del comportamiento del
Sparrow
. Ya había recorrido un millar de millas y, como él mismo, parecía ansioso por dejar la tierra tan atrás como fuera posible. Ni siquiera habían avistado una vela solitaria, y las últimas gaviotas les habían abandonado hacía dos días.
La rutina a bordo de un barco de guerra tan pequeño era metódica y estaba cuidadosamente planeada, de modo que las condiciones de superpoblación pudieran resultar tan confortables como fuera posible. Cuando no trabajaban en la arboladura, en las velas, o en las jarcias, los hombres pasaban el tiempo en maniobras de tiro, o en competiciones inofensivas de lucha y peleas con palos bajo la mirada profesional de Stockdale.
En la cubierta también solía haber alguna diversión que rompiera la monotonía del horizonte desierto, y Bolitho pudo así conocer más a sus oficiales. El guardiamarina Heyward demostró ser un hábil y consumado espadachín, y pasó parte de las guardias instruyendo a Bethune y a los segundos de piloto en el arte de la defensa. La mayor sorpresa fue Robert Dalkeith. El orondo cirujano se plantó en cubierta con el mejor par de pistolas que Bolitho hubiera visto jamás. Formaban una pareja perfecta, y habían sido fabricadas por Dodson en Londres; debían de haberle costado una pequeña fortuna. Mientras uno de los grumetes arrojaba desde una pasarela trocitos de madera, Dalkeith había aguardado junto a las redes y cuando habían caído en un remolino las había despachado sin ni siquiera apuntar. Esa habilidad resultaba extraña en cualquier cirujano de un barco, y, junto con el precio de las pistolas, hizo que Bolitho se preguntara con mayor interés acerca del pasado de Dalkeith.
Hacia el final del séptimo día, Bolitho recibió la primera advertencia de que el tiempo estaba cambiando. El cielo, despejado y de un azul pálido durante tanto tiempo, se vio enturbiado por largas lenguas de nubes, y el barco se movió con mayor fuerza en un balanceo profundo. El barómetro parecía inquieto, pero sobre todo un sentimiento general le anunciaba que se avecinaba una tormenta. El viento había rolado hacia el noroeste, y mostraba signos de aumentar, y cuando le plantó cara en la regala sintió su poder creciente, y su empuje contra la piel.
—¡Otro huracán, supongo! —observó Buckle.
—Quizá —Bolitho se acercó a la aguja magnética—. Haga que el barco arribe un punto —dejó a Buckle y a sus timoneles y se unió a Tyrrell en la batayola del alcázar—. Quizá sea el aviso de una tormenta; de cualquier modo hubiéramos tenido que rizar antes de que oscureciera, incluso mucho antes.
Tyrrell asintió, con los ojos fijos en las hinchadas lonas.
—La vela de juanete del mayor parece que va bien. Se hizo un buen trabajo en la arboladura mientras estábamos en el puerto —observó el movimiento del gallardete del calcés y vio cómo de pronto se puso rígido orientándose hacia la amura de babor—. Que el demonio se lleve este viento, a lo que parece va a peor.
Buckle sonrió sombríamente.
—Rumbo sur sureste —maldijo cuando la cubierta se inclinó bruscamente y un inmenso fantasma de espuma rompió contra las redes.
Bolitho reconsideró la situación. Hasta entonces habían hecho un buen viaje. No merecía la pena que se desgarraran las velas por el viento. Suspiró. Quizá amainara pronto.
—Que recojan los juanetes, señor Tyrrell. El temporal se cierne sobre nosotros.
Se mantuvo allí mientras Tyrrell corría a por su megáfono. Fuera del bamboleante casco vio la reveladora nube de lluvia avanzando hacia el irregular oleaje; cubría el horizonte como un muro de cota de malla.
En una hora el viento había cambiado aún más, y se había convertido en una galerna, y el mar y el cielo se habían unido en una tormenta de lluvia torrencial y de olas arrolladuras. Era inútil luchar contra ello, y cuando las nubes se agruparon y parecieron acumularse sobre el oscilante calcés, el
Sparrow
dio la vuelta y corrió ante él, con sus gavieros luchando y disponiendo las lonas empapadas, mientras tomaban rápidamente otro rizo.
Medio cegados por la lluvia y la espuma, se aferraban a los marchapiés, mientras con maldiciones y aullidos usaban la fuerza bruta para controlar las velas.
La noche llegó prematuramente, y bajo los juanetes fuertemente rizados se sumergieron en la oscuridad; su mundo se encontraba rodeado por inmensas olas, sus vidas amenazadas a cada paso por el mar, que se desbordaba sobre las pasarelas y corría a lo largo de las cubiertas como un río fuera de cauce. Incluso cuando los hombres fueron relevados de las guardias para encontrar un momento de descanso y abrigo bajo la cubierta había poco con que reponer fuerzas. Todo estaba empapado y el cocinero había desechado hacía tiempo la idea de conseguir una comida caliente.
Bolitho continuó en la toldilla; su casaca encerada se pegaba a su cuerpo como una lapa mientras el viento aullaba y gritaba en torno a él. Los obenques y la jarcia vibraban como las cuerdas de una orquesta enloquecida, y sobre la cubierta, ocultas en la oscuridad, los crujidos y los sonidos de las lonas contaban su propia historia. En breves momentos el viento parecía cesar, conteniendo el aliento como si se replanteara los esfuerzos contra la corbeta que le plantaba cara. En esos momentos Bolitho podía sentir la sal templando su rostro, cruda al tacto. Podía escuchar los ruidos de las bombas, los gritos ahogados bajo la cubierta y en el escondido castillo de proa, mientras hombres invisibles luchaban por achicar el agua rápidamente, buscar cordaje averiado, o sencillamente, comprobar que seguían vivos.
Durante toda la noche el viento les azotó, conduciéndoles cada vez más lejos, hacia el sureste. Hora tras hora, mientras Bolitho observaba el compás, no había ni descanso ni alivio para sus golpes. Bolitho se sentía agotado y enfermo, como si estuviera librando una batalla, o yaciera medio ahogado en el mar. Pese a su mente extenuada, agradeció a Dios no haber decidido ponerse a la capa y enfrentarse a la tormenta con un solitario juanete rizado. Con la fuerza del viento y el mar, el
Sparrow
podría no haberse recuperado jamás, y los mástiles podrían haber volado por sorpresa antes de que nadie hubiera comprendido lo que ocurría.
Incluso encontró un momento para maravillarse por el comportamiento del
Sparrow
. Era poco confortable para los hombres a bordo. Luchaban contra las lonas al viento, o trabajaban en las bombas con el agua de las sentinas envolviéndolos como si fueran ratas en una alcantarilla, y sus vidas peligraban por el movimiento: arriba, aún más arriba y, entonces, abajo, con el sonido de un trueno que recorría una gran ola, y con las vergas y las cuadernas temblando como si se desgajaran del casco. La comida, sus preciadas pertenencias, la ropa, todo se amontonaba en las cubiertas en un salvaje abandono, pero ni un solo cañón se deslizó de sus muescas, ni un solo tornillo saltó, ninguna escotilla cedió al empuje del mar. El
Sparrow
lo soportó todo y resistió cada asalto con la beligerancia intranquila de un marinero borracho.
Cuando vieron la primera señal de gris en el cielo, el mar comenzó a calmarse, y cuando el sol asomó lánguidamente sobre el horizonte parecía imposible de creer que continuaran en el mismo océano. El viento había variado de nuevo hacia el noroeste, y mientras contemplaban con ojos salpicados de sal los parches azules entre las nubes, supieron que se encontraban en una paz relativa.
Bolitho comprendió que si permitía que los hombres descansaran ahora no serían capaces de moverse de nuevo en varias horas. Miró hacia abajo, a la cubierta de artillería y a las pasarelas, y vio sus rostros cansados y sus ropas desgarradas, cómo las manos embreadas de los gavieros colgaban como garras después de sus repetidos viajes a las traicioneras vergas para batallar con las velas.