—Pase la voz de que el fogón debe ser encendido —dijo—; debemos darles comida caliente inmediatamente —miró hacia arriba cuando un rayo de sol rozó las vergas superiores, de modo que brillaron como un triple crucifijo sobre la oscuridad que se retiraba—. Pronto subirá la temperatura. Señor Tyrrell, arranche las velas sobre cada escotilla y abra las portas de los cañones de barlovento —dejó que sus labios agrietados por la sal se desgarraran en una sonrisa—. Le sugiero que se olvide de su habitual preocupación por la apariencia del barco y haga que los hombres tiendan su ropa en la arboladura para que se seque.
Graves se acercó a la popa y tocó su sombrero.
—Falta el marinero de primera Marsh —se detuvo y añadió débilmente—: Era gaviero en el palo de proa, señor.
Bolitho dejó que sus ojos recorrieran la cubierta de estribor. El marinero debía de haberse caído por la borda durante la noche y ni siquiera habían escuchado un grito, lo que hubiera sido igual, porque no habrían podido hacer nada para salvarle.
—Gracias, señor Graves. Anótelo en el diario de a bordo, si le parece.
Aún contemplaba el mar, el modo como la noche parecía retirarse ante los primeros rayos dorados, como un asesino en retirada. El marinero estaba allí, en algún lugar, muerto y recordado sólo por unos pocos: sus compañeros en el barco y aquellos que había dejado en casa hacía tanto tiempo. Se obligó a regresar a la realidad y se volvió al piloto.
—Señor Buckle, espero que podamos fijar nuestra situación hoy. Estoy seguro de que debemos andar por el sudeste de las Bermudas —sonrió con amabilidad ante la lóbrega expresión de Buckle—, pero no estoy muy seguro de si a cincuenta millas o a quinientas.
Bolitho esperó otra hora hasta que el barco inició una nueva ruta; su bauprés apuntaba hacia el horizonte en el sur, y sus cubiertas brillaban a la temprana luz, como si estuviera ardiendo lentamente. Entonces asintió ante Tyrrell.
—Tomaré algo para desayunar —olfateó el grasiento aroma que ascendía por la chimenea del fogón—. Incluso ese olor me abre el apetito.
Con la puerta de la cabina firmemente cerrada y Stockdale caminando en torno a la mesa con café recién hecho y un plato con cerdo frito, Bolitho fue capaz de relajarse y de sopesar el valor y el coste de la noche de trabajo. Se había enfrentado a la primera tormenta como comandante. Un hombre había muerto, pero muchos otros permanecían vivos. Y el
Sparrow
crujía y flotaba como si nada fuera de lo normal hubiera ocurrido.
Stockdale sirvió un plato con media rodaja de pan reseco y una vasija con mantequilla amarilla. El pan era el último que quedaba del que fue llevado a bordo en Nueva York. La mantequilla posiblemente se hubiera enranciado en el tonel, pero cuando Bolitho se reclinó en la silla se sintió como un rey, y el magro desayuno le pareció no menos que un banquete. Paseó una mirada perezosa en torno a la cámara. Había sobrevivido a muchas penalidades en muy poco tiempo. Era afortunado, más de lo que se merecía.
—¿Dónde está Fitch? —preguntó.
Stockdale le enseñó sus dientes.
—Secando su equipo de dormir, señor —raras veces hablaba cuando Bolitho comía y pensaba. Había aprendido todo acerca de los peculiares hábitos de Bolitho mucho tiempo antes. Añadió—: Trabajo de mujeres.
Bolitho rió, y el sonido ascendió a través de la lumbrera abierta, hasta donde Tyrrell sostenía el reloj y Buckle garabateaba en su pizarra junto a la bitácora. Buckle sacudió la cabeza.
—¿Qué te había dicho yo? ¡No hay nada capaz de preocuparle!
—¡Los de cubierta! —Tyrrell miró hacia el calcés de donde provenía el grito— ¡Una vela! ¡En la aleta de estribor!
Los pies se apresuraron sobre la escalera y Bolitho se apresuró tras él, con la mandíbula aún masticando algo de pan con mantequilla.
—Tengo una intuición acerca de esta mañana —dijo. Vio al segundo del piloto junto al palo de mayor—. ¡Señor Raven, suba a la arboladura! —tendió su mano, deteniendo al hombre que ya subía hacia los obenques—. Recuerde su lección, como lo haré yo.
Graves también estaba en la popa, a medio afeitar y desnudo de cintura para arriba. Bolitho miró alrededor a los hombres que aguardaban, estudiando a cada uno sólo para contener su impaciencia mientras Raven se habría camino hasta el calcés. Parecían diferentes. Todos habían cambiado en alguna manera; se habían endurecido, quizás mostraban mayor confianza, como piratas bronceados, unidos por su oficio, o, dudó, tras un momento, por su lealtad.
—¡Los de cubierta! —otra enloquecedora espera y Raven aulló—: ¡Estoy seguro de ello! ¡El
Bonaventure
!
Algo similar a un rugido escapó de los marineros que esperaban.
—El maldito
Bonaventure
, ¿no? —gritó un hombre— ¡Le daremos su merecido a ese bastardo, lo juro!
Muchos otros vitorearon e incluso Bethune gritó excitado.
—¡Hurra, muchachos!
Bolitho se volvió para mirarles de nuevo, con el corazón súbitamente muy pesado y la promesa de la mañana enturbiada y estropeada.
—Larguen los juanetes, señor Tyrrell, y también los sobrejuanetes, si el viento continúa a nuestro favor.
Vio los ojos de Tyrrell preocupados, incluso tristes, y dio un puñetazo.
—Tenemos órdenes. Hemos de llevar los despachos a nuestro almirante —gesticuló furioso hacia la regala—. ¿Quiere medirse con sus cañones? —se volvió añadiendo vehementemente—: ¡Por Dios! ¿Qué más querría yo que destrozarlo?
Tyrrell tomó su megáfono.
—¡Llamad a todos los hombres! —gritó— ¡Todos los hombres, larguen vela!
Echó una rápida ojeada a Bolitho, que miraba fijamente hacia la popa. El buque corsario no era visible salvo para el vigía, ni lo sería, pero Bolitho continuaba con la vista al frente fijamente, como si pudiera ver cada cañón, cada boca de cañón, como el día en que había destrozado las defensas del
Miranda
sin ni siquiera inmutarse. Graves avanzó hasta su lado, con los ojos fijos en los marineros que se apuraban hacia sus puestos, algunos aún atónitos por sus órdenes.
—No es fácil correr ante el enemigo —dijo Tyrrell suavemente.
Graves se encogió de hombros.
—¡Y a ti que te importa! Siempre pensé que te sentirías tranquilizado por ello —retrocedió ante la mirada helada de Tyrrell, pero añadió suavemente—. Sería menos fácil para ti luchar con un yanqui, ¿no? —entonces corrió escalera abajo hacia sus hombres en el palo del trinquete.
Tyrrell le siguió con los ojos.
—Bastardo —lo dijo sólo para sí y se sorprendió al encontrarse tan calmado—. Bastardo.
Cuando volvió la cabeza vio que Bolitho había dejado la cubierta. Buckle señaló con su pulgar hacia la lumbrera.
—Ya no se ríe, señor Tyrrell —sonaba serio—. No quisiera su puesto ni por todas las rameras de Plymouth.
Tyrrell volvió el reloj de las medias horas y no dijo nada. Pensó que era muy diferente del capitán Ransome. Él no hubiera compartido ni sus esperanzas ni sus miedos con ninguno de ellos, y los mismos marineros que ahora trepaban a los flechastes en cada palo no hubieran demostrado sorpresa si hubiera tomado una decisión similar a la de Bolitho. Como parecían pensar que Bolitho les podría dirigir a cualquier lugar, aún con todo en contra, les había sorprendido su acción. Su súbita revelación le preocupó, en parte porque Bolitho no lo comprendía, pero sobre todo porque él debería haber sido el que hiciera comprender a Bolitho lo que sentían por él.
Ransome siempre les había utilizado y jamás les había acaudillado. En lugar de dar ejemplo les había dado normas. Mientras que él… Tyrrell echó una ojeada a la lumbrera de la cámara ahora cerrada e imaginó que podía escuchar una voz de mujer. Graves caminó hasta la popa y tocó su sombrero, empleando un tono formal frente a los ojos que le observaban.
—¿Da su permiso para relevar la guardia, señor?
—Si, hágalo, señor Graves —los dos se mantuvieron la mirada y Tyrrell le volvió la espalda. Caminó hasta la batayola y contempló las velas recién largadas, los marineros en las vergas superiores, con la piel bronceada al sol. El buque corsario no les atraparía ahora, aunque lo intentara. Le tocaría a otro barco, a un gran mercante, o a algún despreocupado transporte de las Bahamas. Vio al timonel del capitán bajo las redes.
—¿Cómo está, Stockdale? —preguntó.
Stockdale le miró con fiereza, como si fuera un perro de guardia examinando a un posible intruso. Luego se relajó ligeramente, y sus grandes manos cayeron a los costados.
—Está furioso en este momento, señor —contempló irritado al agua azul—, pero hemos pasado cosas peores antes. Bastante peores.
Tyrrell asintió, y vio la certeza en los ojos de Stockdale como algo escrito.
—Tiene en usted a un buen amigo, Stockdale.
El timonel desvió la mirada.
—Sí, podría contarle cosas que le he visto hacer que harían que algunos de estos mocosos corrieran a las faldas de su mamá y se pusieran a rezar.
Tyrrell calló y permaneció inmóvil, observando el perfil del hombre mientras recordaba algunos hechos, un incidente tan vivido como si hubiera ocurrido el día anterior.
—He cuidado de él como de un niño —dijo Stockdale con voz ronca—, y le he visto tan fuera de sí por la furia que nadie osaba acercársele. Otras veces le he visto mantener a un hombre en sus brazos hasta que expiró aunque nadie podía hacer ya nada por el pobre tipo —se volvió, con ojos fieros—.
Porque no sé cómo decirlo, que si no, les haría que me escucharan.
Tyrrell se acercó y tocó su inmenso brazo.
—Se equivoca. Sabe muy bien cómo decirlo. Y gracias por contármelo a mí.
Stockdale gruñó y caminó pesadamente hacia la escotilla. Nunca había hablado así antes, pero por alguna razón confiaba en Tyrrell. Como Bolitho, era un hombre, y para él eso era más que suficiente.
Durante todo ese día el
Sparrow
corrió libremente hacia un horizonte desierto. Las guardias cambiaron, se llevaron a cabo las maniobras, y un hombre fue azotado por sacar su cuchillo durante una pelea con un compañero, pero no hubo luchas en cubierta, y cuando Heyward apareció con sus espadas para iniciar otro período de instrucción, no encontró a sus alumnos, ni tampoco Dalkeith dejó la enfermería para disparar.
En su cabina, Bolitho permaneció solo con sus pensamientos, preguntándose por qué una acción tan simple era tan difícil de soportar, sobre todo porque él había sido quien la había dictado. El mando, el liderazgo, la autoridad no eran simples palabras. No podía expresar en ningún momento sus auténticos sentimientos, ni dejar entrever sus dudas internas. Como había dicho el contraalmirante Christie, el camino correcto no era siempre el más popular, ni el más fácil de aceptar. Cuando la campana avisó para la primera guardia, escuchó otro grito desde el calcés.
—¡Los de cubierta! ¡Barco por amura de sotavento!
Se obligó a permanecer sentado a la mesa hasta que el guardiamarina Bethune bajó a informarle que el barco apenas se movía y que posiblemente estuviera al pairo. Incluso entonces tardó en subir a cubierta. Otra desilusión, la necesidad de evitar una acción de un enemigo más… sólo el tiempo y la distancia le desvelarían esas cosas.
—Si es una de nuestras fragatas podemos volver y encontrarnos con el
Bonaventure
—dijo Graves, que estaba de guardia.
—Quizá podamos apresarla —añadió Heyward.
Bolitho se encaró a ellos fríamente.
—¿Y si es una fragata francesa, qué? —les vio encogerse ante su mirada—. Les sugiero que contengan sus suposiciones hasta más tarde.
Pero no era ni un buque corsario, ni un barco de guerra en una patrulla. Cuando el
Sparrow
se acercó, Bolitho vio el otro barco a través del catalejo, y vio también un hueco en su silueta; su palo mayor había sido arrancado como la rama de un árbol, y mostraba grandes cicatrices a lo largo de los palos caídos, huella clara de la paliza que había recibido del viento y del mar.
—Por Dios, ha debido tener la tormenta encima —dijo en voz baja Buckle—. Creo que está muy afectado.
Tyrrell, que había trepado a la verga del juanete, descendió por un obenque.
—Yo lo conozco, señor —informó—. Es el
Royal Anne
, un
indiaman
del oeste.
Buckle estuvo de acuerdo.
—Sí, ése es. Partió de Sandy Hook tres días antes que nosotros, con dirección a Bristol, o eso oí.
—Ice la bandera.
Bolitho ajustó el catalejo cuidadosamente, observando las figuritas que se agitaban en las cubiertas del otro barco, la pasarela rota donde el mar furioso había golpeado como contra un acantilado. Tenía un aspecto penoso. Faltaban vergas, y las velas estaban hechas jirones. Debía haber sido azotado por la misma tormenta que les había alcanzado la noche anterior.
—Lo tengo en mi libro, señor —exclamó Bethune—. Está autorizado por el comandante en jefe.
Pero Bolitho apenas le escuchó. Vio que las figuras a lo largo de la cubierta superior del velero se paraban a mirar la corbeta que se aproximaba, mientras que aquí y allá un hombre ondulaba el brazo, quizás feliz por ver una bandera amiga.
Se puso rígido.
—Hay mujeres a bordo —dijo entonces. Bajó el catalejo y miró a Tyrrell como haciéndole una pregunta—. Autorizado, ¿eh?
Tyrrell asintió despacio.
—Los
indiaman
suelen llevar cartas del gobierno de vez en cuando, señor —dijo. Desvió la mirada—. El
Royal Anne
llevará gente de Nueva York a Inglaterra, sin duda para alejarles de la guerra.
Bolitho elevó de nuevo el catalejo mientras su mente daba vueltas a las palabras de Tyrrell.
—Nos acercaremos a ella ahora, señor Tyrrell —dijo—, y la mantendremos a sotavento. Haga que bajen el esquife de estribor. El cirujano me acompañará a bordo —miró a Bethune—. Haga señales para informarles. Si no nos comprenden, grítelo cuando nos acerquemos.
Se alejó de la batayola mientras las banderas subían por la arboladura sujetas a sus drizas. Tyrrell le siguió.
—Ese barco no sería capaz de dejar atrás al
Bonaventure
, señor, incluso aunque no hubiera sufrido daños.
Bolitho se le encaró.
—Lo sé.
Intentó parecer calmado aunque su mente estaba en ebullición. Debía virar y enfrentarse al gran corsario. Los hechos no habían variado. El
Bonaventure
superaba al
Sparrow
en cañones, y lo hundiría sin demasiada dificultad. El
Royal Anne
estaba en tal mal estado que el respiro que podría darle sacrificando su barco y toda su tripulación no serviría de nada. Pero huir una vez más, dejarlo indefenso y permitir que el enemigo lo tomará a placer, era demasiado cruel incluso para pararse a pensarlo.