Entramos en una armería, un local llamado el Gran Nivelador. Había media docena de personas esperando a que las atendieran. Cuando pregunté por el dueño, el vendedor señaló la trastienda. Encontré al dueño allí, sentado a una mesa cubierta de trapos que despedían un olor penetrante a líquido limpiador. Sobre la mesa había una automática de pequeño calibre desmontada. El hombre sonrió cuando me presenté y le expuse el motivo de mi visita.
—Estamos en una zona residencial —dijo—. Siempre que sucede algo inexplicable, la gente se pone nerviosa. Y siempre que la gente se pone nerviosa, va y compra un arma. Para responder a su pregunta, le diré que desde que ha salido la noticia esta mañana he vendido bastante. Creo que antes de cerrar por la noche habré vendido incluso más. Mañana será aún mejor. Y si ese tipo va y mata a alguien más, bueno... —El dueño hizo una pausa y. sonrió—. Sé que esto suena fatal, pero haré un negocio tremendo.
Era un hombre delgado con enormes patillas y el cabello engominado; un nostálgico de los años cincuenta.
—Casi todos se quejan de la regla de los tres días; ya sabe a qué me refiero: uno compra una pistola el lunes y tiene que esperar hasta el miércoles para llevársela. Mucha gente dice: «Pero ¿y si ese tipo viene esta noche?», y yo les contesto: «No, ésa no es su forma de actuar. Puede usted estar tranquilo.» En general, eso parece aliviarlos, aunque no comprendo por qué creen que yo sé algo al respecto.
El armero hizo una pausa y echó un vistazo a la gente que esperaba. Se oían continuamente chasquidos metálicos, causados por los clientes al inspeccionar e! mecanismo de las armas que les mostraban. El hombre agarró la automática y comenzó a frotarla cuidadosamente con un paño humedecido.
—Vi muchas cosas extrañas cuando serví en el ejército. Conocí a muchos tipos que estaban un poco tocados; ya me entiende, les faltaba un tornillo. Recuerdo a un tipo que realizó conmigo la instrucción básica, en Fort Dix, Nueva Jersey. ¡Joder, qué frío hacía! Todo e! maldito tiempo; llegué a pensar que jamás volvería a sentir calor.
»Bueno, desde el principio el sargento instructor nos ordenaba: "¡En voz alta! ¡Griten! ¡Quiero oír la voz bien clara!" Y allí estaba ese chico, de diecisiete o dieciocho años, flacucho, que jamás había salido de su casa, supongo. Durante la primera semana e! sargento la tomó con a él. Entonces e! chico comenzó a levantar la voz. Gritaba: "¡Sí, señor! ¡Sí, señor!", más y más fuerte. Y empezó a desgañitarse también en los barracones. No se podía hablar con él: respondía a voz en cuello. Finalmente, después de un par de días, e! sargento cayó en la cuenta. Para entonces, el chico andaba siempre marcando e! paso con la vista al frente, aunque no creo que viese nada en realidad. Se lo llevaron y nunca volví a verlo. Pero el otro día me puse a pensar en ese chico, después del primer asesinato. Pensé que, bueno, si se envía a un chico así a un lugar como Vietnam... ¿Sabe? Mi hermano menor estuvo allí, dice que era terrible... Bueno, quién sabe qué puede ocurrir, ¿no cree?
El hombre se quedó callado por un momento para escuchar e! sonido de las armas.
—Por eso todos quieren sentirse protegidos —continuó—. Venir a mi tienda es sólo una de tantas soluciones. Estoy seguro de que si fuera usted a la perrera municipal le dirían que han vendido todos los perros grandes que tenían. Llame a las empresas de seguridad. Apuesto a que también están haciendo negocio. Comprarse una pistola no es la peor solución. Y le diré algo: la que tiene ese tipo es una pieza magnífica. Tal vez de las automáticas calibre 45 que usan en e! ejército. ¿Sabe por qué se inventó esa pistola? Fue a principios de siglo, cuando enviamos a los marines a las Filipinas para aplastar una revuelta de nativos. Bueno, los soldados llevaban fusiles y bayonetas y, cuando algún salvaje saltaba de entre los arbustos, se las arreglaban bastante bien; ya sabe, a tiros y golpes de bayoneta.
»Pero todos los oficiales llevaban Colt 38, los viejos revólveres que usaban los vaqueros. Bueno, demonios, la mitad de ellos moría porque algún nativo se abalanzaba sobre ellos desde la espesura con una espada; podían pegarle tres tiros en el pecho y matar al tipo, pero éste no se detenía, porque con el impulso que llevaba, la espada acababa por cortar al soldado en pedacitos. Entonces tuvieron que diseñar enseguida una pistola que los parase en seco, que los dejara tiesos. Y ésa fue la Colt 45 automática. Joder, todavía la usan en e! ejército. Es lo mejor que se ha inventado. Bueno, ahora una Magnum, una 357? una 44 es igual de eficaz, y por eso las usan los policías, pero esa automática es algo especial. Los policías jamás podrán localizar esa arma ni las municiones. Debe de haber miles iguales por allí. Diablos, es probable que la mitad de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial de esta ciudad tenga una guardada en algún cajón olvidado. —El hombre me observó mientras yo tomaba notas en la libreta—. ¿Alguna vez ha disparado con una de ésas?
Negué con la cabeza.
—Bien —dijo, sonriendo—, pues ésta es su oportunidad.
Nos guió a un cobertizo contiguo. Allí había una diana rodeada de sacos de arena y las paredes estaban insonorizadas. Abrió un baúl.
—Tome esto —dijo, alargándome un par de protectores auditivos—. Y aquí está el objeto de tanta atención.
Entonces sacó la automática. Por un segundo, la luz fluorescente del lugar se reflejó en los costados del arma; luego la vi de frente, negra, amenazadora. Me la entregó y apoyó las manos en mis hombros para situarme frente al blanco. Era una silueta humana, como aquellas que utilizan los policías en sus prácticas. La pistola me pareció extraordinariamente pesada y, por un momento, no estuve seguro de poder sostenerla. El armero me enseñó la postura adecuada, que consistía en sujetar el arma con ambas manos. Ensayé una vez, apuntando con el cañón corto. Entonces me pareció que mi campo visual se reducía hasta abarcar únicamente la diana. El comerciante me entregó el cargador con las balas y sonrió. Lo inserté en el arma y noté que el peso de ésta aumentaba; me produjo cierto placer oír el chasquido que emitió el cargador al encajar en la culata.
—Muy bien —dijo el hombre, junto a mi codo—. Dispare. Apriete con suavidad, ¿entiende?
Afiancé los pies en el suelo y disparé.
El estampido retumbó en la habitación y percibí el olor a pólvora. Era como si alguien me hubiese golpeado la mano con un martillo; los dedos me hormigueaban, como electrizados. Dejé caer la mano que empuñaba la pistola a un costado y me quité los protectores.
—No está mal para un principiante —comentó el armero.
Tomó la pistola y le quitó el cargador. Volvió a guardarla en la caja y luego señaló el blanco.
—¿Qué le parece?
Mi disparo le había volado la parte superior de la cabeza a la figura. La contemplé por un momento; luego di media vuelta y seguí al hombre al interior de la tienda.
—¿Ve a qué me refiero? —dijo—. Ésa es un arma seria, no como esas pistolas para mujeres, una 25 automática o alguna de esas armas baratas que se consiguen en cualquier parte. Una 45 sólo sirve para una cosa: para matar a la gente con rapidez y eficiencia.
El hombre nos acompañó casi hasta la puerta de la tienda. Se detuvo junto a la caja registradora para hablar con un hombre de traje que examinaba una pistola grande.
—Ésa, señor, es el Cadillac de las armas —aseveró—. Una Colt Python, de cañón largo. Es lo máximo en precisión y control, y su impacto es más fuerte que el puñetazo de un peso pesado. Casi todos los policías que se pasan por aquí compran esa pistola, en su versión de cañón corto. La equipan con cartuchos Magnum o con balas comunes del calibre 38 para las prácticas. Supongo, señor, que esta pistola es para usted, ¿verdad?
El hombre de negocios negó con la cabeza.
—No —respondió—. En realidad, buscaba algo para mi esposa.
El dueño lanzó una mirada fría al vendedor, que estaba tras la caja registradora.
—Entonces, señor, usted necesita algo que la dama pueda manejar. Supongo que ella no es particularmente corpulenta.
—Es verdad —dijo el hombre—, es más bien menuda. Tiene miedo, y quiero comprarle algo que la haga sentirse más tranquila. —El hombre de negocios se volvió hacia mí y hacia algunas de las demás personas que esperaban ser atendidas—. Creo que está preocupada por estos asesinatos.
—Y no le falta razón —observó una mujer.
—Todos lo estamos —añadió un hombre con camisa de sport.
—Pero no es sólo este asesino —dijo la misma mujer—. Hay demasiados delitos. Y la policía no parece capaz de hacer nada al respecto. Sólo vienen y toman declaración. Eso es lo que hicieron cuando alguien entró a robar en casa. —Me miró y reparó en que tomaba notas—. ¿Es usted periodista?
—Así es.
—Bueno, puede citarme, pero no quiero que publiquen mi nombre..
El hombre de negocios intervino otra vez en la conversación.
—Lo que me preocupa es que cualquier sinvergüenza que venga aquí en busca del sol y de la vida fácil vea las noticias y decida aprovecharse de la situación. Es decir, ¿quién le impide hacer una de las suyas y luego cargarle el muerto a este asesino? La policía no sabrá qué diablos pensar.
Hubo un coro de asentimientos. El hombre de la camisa de sport nos enseñó un 38 especial.
—Bueno —dijo—, quizás esto ayude a disuadirlo. Y pienso luchar porque eso no cambie. Recuerden que la Constitución dice que todos tenemos derecho a adquirir y portar armas. Bueno, maldición, no pienso dejar que cualquier loco asesine a mi familia sin plantarle cara.
Se oyeron más expresiones de aprobación. El dueño los interrumpió para recuperar la atención del hombre de negocios.
—Si lo desea, señor, puedo mostrarle alguna automática ligera.
El hombre se volvió de nuevo hacia él.
—Sí, está bien. Pero también me llevaré esta Python. Y un poco de munición. ¿Adónde puedo ir para practicar? No he disparado un tiro desde que cumplí el servicio militar.
—Bien, señor. —El dueño me miró—. Tenemos un campo de tiro, puede probarla allí. Si lo desea, le reservaré hora en una galería de tiro. Ahora bien —dijo, acercándose a la vitrina—, aquí hay algo para su esposa. —Era una nueve milímetros niquelada—. Pesa un poco más que las que suelo recomendar —prosiguió el armero sin abandonar su tono sereno y servicial—. Pero, por otra parte, corren tiempos especiales. Quizá quiera compararla con ésta.
Le tendió al hombre una automática del calibre 25 con un acabado negro, pulido, brillante.
—Bien —dijo el hombre de negocios. Luego se volvió hacia a mujer que esperaba—. Tal vez usted pueda ayudarme: mi esposa es apenas un poco más menuda que usted.
—Con gusto —respondió la mujer; dio un paso al frente y empuñó las armas.
Supongo que las reacciones que vi en la tienda de armas eran predecibles. También lo era la escena en el parque Morningside, cerca de los columpios donde jugaban los niños. Sus voces parecían elevarse hasta el cielo, transportadas por la brisa que se colaba entre los grandes árboles de la bahía. Había un grupo de mujeres sentadas en bancos cerca de los cajones de arena. Tenían un aire vigilante, receloso, expectante.
—Los niños tienen que jugar —dijo una de ellas, sin quitar ojo a los chiquillos de los columpios—. Ellos no comprenden el peligro como nosotros. Y uno no puede mantenerlos encerrados en casa: eso sólo les provocaría pesadillas. No se les puede explicar, porque esos crímenes son inexplicables, especialmente para un niño. Por eso... —Hizo una pausa y se volvió hacia las otras mujeres, que movían la cabeza en señal de asentimiento—. Por eso traemos aquí a los niños para que jueguen como cualquier día de verano, como si no ocurriera nada malo. Pero la realidad es otra, se respira en el ambiente.
Otra mujer se unió a nosotros, estirándose la manga de la camisa, con ansiedad.
—¿Qué se puede hacer si una tiene hijos mayores? De once, doce años o adolescentes. ¿Cómo hacer que se queden en casa? ¿Cómo protegerlos?
Se apartó de la sien un mechón de cabello entrecano y dirigió la mirada por un momento hacia el agua, más allá de los troncos marrones de los árboles y de las sombras que éstos proyectaban sobre el césped.
—Estoy muy preocupada —prosiguió—. Les advierto a mis hijos que no deben ir solos a ninguna parte. Les digo que regresen antes del anochecer. Les digo que, si no las tienen todas consigo, llamen a casa o a los vecinos y, si ven algo sospechoso, telefoneen a la policía o pidan ayuda o hagan
algo.
Pero usted sabe que todos los consejos
.,
las órdenes y la protección del mundo no bastan para mantener a salvo a un chico de esa edad. Ellos no conocen el miedo. Dios mío, esa pobre muchacha iba caminando sola de noche y subió al coche de ese hombre. ¿Cómo se les enseña a tener miedo?
—Es como una enfermedad —agregó la primera mujer—. Como... como si todos los males que han permanecido ocultos durante los últimos años de pronto se hubiesen desatado aquí. Nada menos que en Miami. Uno pensaría que estas cosas sólo pasan en Washington, en Chicago o en Nueva York, o tal vez en San Francisco... pero Miami parece un lugar tan inocente... —Levantó la vista hacia el sol—. ¿Cómo puede ser capaz un hombre de hacer algo así? —preguntó—. Y ¿cuántas veces lo repetirá?
Porter alzó la mirada de sus cámaras y lentes.
—¿Por qué iba a detenerse?
—¿Cómo dice? —inquirió la primera mujer.
—Él quiere que tengamos miedo. Quiere que todo el mundo tenga pesadillas. Por eso hace lo que hace. Mientras usted y yo y todos en esta ciudad reaccionemos como personas normales, con temor y aprensión, con... oh, maldición, con miedo, usted me entiende. Él cuenta con eso. —Se volvió hacia mí—. ¡Y no hay más que ver cómo lo ayudamos!
En el trayecto de regreso, en el coche, le pregunté qué lo había movido a cambiar de actitud.
—Creía que esto no era más que una noticia para ti. ¿Qué ocurre?
—Me estoy volviendo cínico —respondió—. Más de lo que jamás pensé que podría llegar a ser.
—Eso fue lo que me llamó Nolan —dije—. Cínico.
—Tiene razón. Todos lo somos. Pero no tengo por qué sentirme orgulloso.
—Te volverás loco —señalé.
Aferró el volante con fuerza y viró a la derecha para adelantar a otro automóvil, luego aceleró y regresó al carril izquierdo. Circulábamos a toda velocidad por Biscayne Boulevard entre los edificios de oficinas, los árboles de las urbanizaciones exclusivas. Era una zona de contrastes: un centro financiero por el que iban y venían hombres atildados y mujeres con ropa de diseño daba paso a un conjunto de moteles con letreros que proclamaban que disponían de camas de agua y un circuito cerrado de televisión en el que emitían películas porno. Me fijé en una prostituta que estaba en una esquina. Llevaba una peluca con un moño algo deshecho, cuyos rizos le caían como una cascada oscura sobre los hombros. Llevaba una blusa rosa con un escote por el que prácticamente se le salían los pechos y pantalones cortos rojos que dejaban al descubierto parte de las nalgas. Se percató de que la miraban justo en el instante en que el semáforo cambiaba de color. Me sonrió y me hizo señas con el dedo para que me acercara. Sacudí la cabeza y ella frunció los labios.