—Sí —convino Wilson—, algo.
No pude comunicarme con el forense, de modo que le dejé un mensaje pidiéndole que me llamara. Hablé brevemente con Nolan acerca de la continuación de la historia. Él quería que relacionara en el artículo la escena de la calle con el estado de la investigación policial. Me quedé sentado ante el escritorio por un momento, con la mirada fija en el papel colocado en el rodillo de la máquina de escribir, aun cuando el plazo de entrega estaba a punto de cumplirse, a fin de ordenar las imágenes en mi mente. En rápida sucesión, recordé la casa cerrada al mundo, los niños en la calle, las voces y los gestos con que respondían a mis preguntas. Luego, visualicé a la madre que había salido y contribuido a la sensación de pánico con aquel dejo de temor y confusión en su voz. Escribí:
La casa de la calle 62 Suroeste, con las cortinas echadas para evitar las miradas de los curiosos, es un mudo testigo de la tragedia que se ha abatido sobre sus ocupantes.
Sin embargo, en las soleadas calles de esta exclusiva zona residencial impera una nueva sensación, un nuevo estado de ánimo. En estas calles, habitualmente invadidas por los niños con su alboroto y sus juegos, reina ahora el silencio.
La gente tiene miedo.
Es un clima generado por el asesinato de una vecina de dieciséis años, Amy Hooks, cometido la madrugada del martes. Mientras la policía continúa buscando pistas para esclarecer las causas de ese crimen, el temor ha unido al vecindario...
Nolan se acercó por detrás para echar un vistazo sobre mi hombro a las palabras que aparecían en la página. Me detuve por un momento y él continuó leyendo en silencio. Luego hizo un gesto de asentimiento.
—Bien, muy bien. Ahora cita algunas declaraciones y luego lo de la policía y la autopsia. Da un poco de información nueva a la gente y luego vuelve a la escena de la calle.
Se alejó para hablar con algunos de los demás periodistas que trabajaban en algún artículo, pero lo llamé.
—¡Eh, Nolan! ¿Tú no vives por ahí?
—No —respondió—. Vivo más hacia el sur, en Kendall. El miedo no ha llegado a mi calle —añadió, riendo—. Al menos por ahora.
Me concentré de nuevo en mi crónica. Recordé lo que había dicho Martínez y repasé mis notas. Decidí restar importancia a la incapacidad policial para hallar pistas concluyentes en el crimen y, en cambio, enfatizar el hecho de que estaban siguiendo varias líneas de investigación. Además, formularía alguna hipótesis para explicar la dificultad de este caso; a los detectives les gustaría eso. Por otro lado, tal vez conseguiría con ello que el asesino se relajase y bajase la guardia, lo cual era bueno, y que el público dejara de presionar tanto a la policía. Además, de este modo, si al final pillaban al tipo, quedarían como unos héroes.
Volví a evocar la imagen de la mujer frente a su casa, la expresión de sus ojos, el tono de su voz, la combinación de miedo y resignación. Me pregunté cuántos más habría como ella.
Bajé la vista a la página y mis dedos se movieron velozmente sobre el teclado. Las descripciones comenzaron a fluir una vez más y, un segundo después, yo había recuperado el ritmo de las palabras y de la historia.
Esa noche, Nolan quería salir a tomar una copa. Llamé a Christine para avisarle que llegaría tarde. Ella, acostumbrada a mis retrasos, no hizo comentarios al respecto.
—Estaré aquí. Tengo un buen libro para leer.
—¿Cuál es? —pregunté.
—La peste
, de Camus. Hoy, después de una operación, algunos de los médicos estaban discutiendo muy alterados. Uno de ellos se quejaba de que, con todos nuestros conocimientos y toda nuestra tecnología, a veces estamos tan indefensos como en el siglo XIV, cuando la peste asolaba las ciudades. Decía que tal vez deberíamos regresar a los remedios caseros... Después, al llegar aquí, me he puesto a examinar la biblioteca y he descubierto este libro, de cuando iba al colegio, creo... ¿Recuerdas el principio? El médico ve una rata muerta en el rellano del edificio donde vive, y entonces todo el mundo comienza a quejarse de las ratas moribundas que salen de todos los agujeros de la tierra y de las sombras para morir al sol. Las descripciones de la ciudad me recuerdan a Miami. Entonces la gente empieza a caer como moscas...
—¿Por qué estaban tan enfadados los médicos?
—Porque cuando hemos abierto a ese hombre de negocios, aquel del que te he hablado esta mañana, en la exploración, lo que hemos encontrado no era nada bueno. El cáncer se había extendido por todo el estómago. Han intentado extirpar el cáncer, pero estaba por todas partes. Lo tenía todo negro y rojo, horrible; es inconfundible. —Su voz sonaba cada vez más tensa.
—¿Y? —la interrumpí—. ¿Qué ocurrió?
—Murió.
—Oh —murmuré—, lo siento.
—Está bien —dijo—. He llorado antes, cuando se lo han comunicado a la familia. No sé por qué. Es sólo que a veces me afecta y quiero estar sola. Entonces me he encerrado en el almacén del laboratorio y me he desahogado un poco. Ahora estoy bien.
Cuando colgué el teléfono me sentí un poco culpable porque el no tener que consolarla me producía cierto alivio. «A veces —pensé—, ella se permite el lujo de ser demasiado sensible.» Pero no debía reprochárselo; tal vez eran sus sentimientos, junto con su eficiencia, los que la hacían una buena enfermera.
Alcé la mirada y vi a Nolan junto a la puerta, haciéndome señas levantando la mano con el pulgar y el meñique extendidos, en ademán de beber. Tomé mi chaqueta y salí tras él.
El bar estaba en Biscayne Boulevard. Era un lugar frecuentado por periodistas y hombres de prensa que se apretujaban ante la barra en una incómoda tregua.
Nolan y yo llevamos nuestras copas a un reservado y nos sentamos en los asientos tapizados de escay rojo. Un momento después, Porter se reunió con nosotros.
—Y bien, ¿qué pensáis? —preguntó Nolan—. ¿Qué vendrá después? ¿Qué otras historias relacionadas con el caso podemos publicar?
Porter se encogió de hombros.
—Tal vez detengan a alguien.
—Hoy he conseguido que nos concedan otra vez la primera plana —dijo Nolan—. Pero pasado mañana, a menos que descubramos algo, la historia volverá a la sección local. Después pasará a las páginas interiores y finalmente desaparecerá. ¿Qué os parece?
Medité por un instante.
—Tal vez sea lo mejor —dije. Miré a Porter, pero estaba ocupado bebiendo cerveza—. Sé que esto ha causado un gran revuelo, pero, por otro lado, eso sucede con casi todos los crímenes, especialmente cuando nos tocan de cerca. Es probable que éste sea uno de esos casos destinados al olvido, a menos que se practique una detención.
—Supongo que tienes razón —suspiró Nolan—. No me atrae la idea de enterrar el asunto tan rápidamente.
¿Por qué no intentas hablar mañana con algunos médicos, para ver si podemos trazar una especie de perfil psicológico del asesino?
—No lo sé. Los policías no parecen muy interesados en el aspecto psicológico. ¿Sabes? Esa familia debe de estar en muy buena posición. Tal vez haya sido un secuestro frustrado.
—No lo creo —repuso Porter—. Podría equivocarme, pero creo que no tiene mucho sentido. Si ése fuera el caso, habría sido más fácil para los secuestradores arrojar su cadáver a algún pantano de los Everglades; habrían pasado semanas antes de que lo hallaran. Tal vez nunca habría aparecido, habrían clasificado el caso como el de otra adolescente fugada. Fugada, pero no olvidada. Y es probable que los asesinos le pidieran un rescate a la familia, que no estaría al corriente de su muerte. No tendrían nada que perder.
—No está mal tu teoría —opinó Nolan—. Volvamos al aspecto psicológico. Eso mantendrá la historia en el periódico otro día, aunque no en primera plana. —Dirigiéndose a mí, agregó—: Trata de sonsacar información a Martínez y a Wilson. Yo conozco a esos tipos. Seguro que ocultan algo.
Porter se puso de pie para traer tres cervezas más. Lo seguí con la vista mientras se alejaba en la penumbra entre el rumor de la gente que bebía y el tintineo de la caja registradora. Oí una risa procedente de algún rincón del bar.
—¿Cómo van tus cosas? —preguntó Nolan.
—Bien —respondí—. Ah, Christine te manda saludos.
—Salúdala de mi parte. Me refería al funeral, tu familia, todo eso...
Nolan estaba inclinado sobre la mesa con los ojos fijos en los míos, como si pudiera leer en ellos.
—Gracias por tu interés —respondí—, pero en realidad no hay nada que decir.
—Está bien. Lo olvidaré. Sólo quería estar seguro. Cuando regresaste parecías afectado, y no esperaba verte de vuelta tan pronto.
—He dado con una buena historia, ¿no es así?
—Es verdad, una buena historia. Eso ayuda mucho a recuperarse de los males y los golpes de la vida. —Rió—. Hay muchas cosas que una buena historia puede curar.
—Muchos dolores —dije, levantando mi vaso.
Porter había regresado y se acomodaba en su asiento.
—Por los dolores —brindó.
—Por todos los males del mundo que nos mantienen ocupados —dije.
—Por la buena historia —agregó Nolan. Entonces, todos bebimos entre carcajadas.
Esa noche, en la cama, Christine dijo:
—Se me olvidaba: ha llamado tu padre. Ha dicho que intentaría hablar contigo mañana. Le he advertido que estás trabajando en una noticia importante, pero lo intentará de todas maneras.
Estábamos desnudos en la oscuridad. Yo había abierto las ventanas y oía el zumbido de los insectos nocturnos y, a lo lejos, el ulular lastimero de una sirena: sonaba muy distante, ajena a la noche inmediata que nos cubría. Christine se había destapado y, a la tenue luz de la luna, yo entreveía sus senos y su vello pubiano. Me acerqué y la acaricié. Ella se volvió hacia mí.
—Nunca sé qué decirle cuando llama —me confesó—. Parece bastante agradable, pero me intimida.
Mientras hablaba, sentí su mano sobre mi hombro y su aliento en mi rostro.
—Son sólo sus maneras de abogado —aseguré—. A veces pienso que nació ya adulto de la frente de su padre, como Atenea, recitando sentencias y dictámenes legales, precedentes y agravios, la esencia de su vida. —Oí la risa de Christine—. Desde que recuerdo, siempre ha sido abogado, siempre ha hablado como tal, actuado como tal. Así es en casa. Está la Ley, y luego la ley. Él las define a ambas.
Me vino a la mente la imagen de mi padre, alto, robusto, trabajando en su estudio los domingos, ante tacos de papeles amarillos llenos de notas garabateadas, libros abiertos dispersos en torno a él como cadáveres en un campo de batalla. Podía imaginado así, inalterable a lo largo de los años, ante mis ojos de niño, de adolescente y, finalmente, de adulto.
—¿Por qué no estudiaste derecho? —preguntó Christine.
—Se daba por sentado que eso era para el mayor. Le ha ido muy bien.
—¿Qué quería tu padre que estudiaras?
—Nada.
—No te entiendo.
—Para él sólo existen las leyes —contesté—. Aparte de eso, no hay nada. No fui yo quien estudió derecho, sino mi hermano, de modo que no me quedaban carreras importantes que elegir. Bueno, no quiero decir que él no respete mucho la profesión de periodista. Sólo que no es lo mismo que la abogacía.
—Debe de ser triste para ti.
Christine me daba masaje en los hombros. Me volví hacia ella.
—Es algo que ya no me afecta —mentí.
Entonces me atrajo hacia sí, acariciándome la espalda, arañándome ligeramente. Solté un quejido y ella dijo:
—¿Ves cuánto sabemos las enfermeras acerca del cuerpo?
Christine se fue por la mañana. Había recibido una llamada muy temprano, según escribió en el espejo del baño con carmín. Yo me lo tomé con calma: preparé café, tostadas y tocino, y leí el periódico. La noche anterior, los Red Sox habían derrotado a los Yankees. Luis Tiant había jugado como lanzador durante todo el juego, torciéndose, girando y levantando la pierna con su estilo inimitable, para lanzar finalmente hacia la base del bateador pelotas rápidas con efecto.
Pensé en lo mucho que me gustaba observar a los lanzadores, porque eran ellos quienes marcaban el ritmo del partido.
En la oficina, sobre mi máquina de escribir, me habían dejado el mensaje de que el forense había intentado comunicarse conmigo y que mi padre había telefoneado. Me olvidé de ambos por el momento y descolgué el auricular para llamar al psiquiatra. Era una eminencia, procedente de Nueva York, que trabajaba durante buena parte de su tiempo en los tribunales penales. Había colaborado conmigo en otros artículos como experto, así que pensé que le gustaría que le pidiese su opinión sobre este crimen. Sin embargo, estaba con un paciente, de modo que le dejé un mensaje. Luego me dispuse a leer el
Post
antes de entregarme a la rutina diaria de hacer llamadas y recabar información.
Advertí que ya habían trasladado la historia a una a página interior y que aportaban poca información nueva. Después de su derrota inicial, daba la impresión de que habían arrojado la toalla. Mejor así, pensé.
Mientras leía, sonó el teléfono en mi escritorio. Recuerdo que no contesté de inmediato, como lo hacía siempre. Supongo que pensé que sería mi padre. En cambio, consulté el reloj y vi que eran las diez de la mañana. Luego, mis ojos se fijaron en el mapa del huracán, al fondo de la habitación. Reparé en que la tormenta había desviado su curso —ahora se dirigía a América Central y contemplé por unos segundos la fotografía del árbol doblado por el viento. Al fin, levanté el auricular.
—Anderson, del
Journal
.
—Hola —dijo una voz—. Sólo quería que supiera que he estado leyendo sus artículos sobre el asesinato. Me gustan mucho.
—Gracias —respondí.
Mi interlocutor tenía una voz juvenil y hablaba pausadamente. Me formé la imagen mental de alguien de menos de treinta años, que rondaba mi propia edad.
—Quiero decir —prosiguió— que me parecen muy precisos. Y descriptivos.
—Bueno, gracias otra vez —dije. Ya era tiempo de cortar—. Oiga, le agradezco su llamada, pero en este momento estoy un poco ocupado...
El hombre me interrumpió sin abandonar su tono tranquilo, sereno, directo.
—Verá usted —dijo—, tengo un interés especial en sus notas.
Hablaba con un deje amistoso, despreocupado. En general, a quienes llaman para felicitar se les nota el entusiasmo o la vergüenza. Este hombre parecía tenaz y, al mismo tiempo, tranquilo.