Al calor del verano (15 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

BOOK: Al calor del verano
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»El muchacho pasó la noche correteando por todo el pabellón. La enfermera nocturna me ha contado que, incluso sedado, se pasó casi toda la noche despierto y hablando. Ella le hizo compañía durante un par de horas. Le interesaba el béisbol, según me ha dicho ella; él quería hablar de los Yankees y los Red Sox. Ojalá hubieras estado allí. Podrías haberle dado conversación.

»Bueno, por la mañana ya estaba preparado. La enfermera de turno lo ha llevado al quirófano en silla de ruedas. Él se ha quedado mirando al médico y le ha dicho: "Confío en usted, pero no se emocione demasiado." Entonces se ha echado a reír y todos nos hemos reído con él. Yo estaba de pie detrás de su cabeza para evitar que se pusiera nervioso, pero el chico estaba más tranquilo que yo. Se ha dormido enseguida, en cuanto le ha hecho efecto el pentotal. Recuerdo que en el momento en que le extirparon una sección del tumor para realizar la biopsia, he rezado por que el resultado fuese negativo.

»Este trabajo me está convirtiendo en una fanática religiosa. Continuamente mantengo conversaciones en mi mente, y pienso cosas como: "Oye, Dios, éste es un buen chico. Dale una oportunidad, ¿vale?" Sea como fuere, esta vez ha funcionado: el tumor era benigno. El patólogo ha vuelto al quirófano con una sonrisa de oreja a oreja, y todos hemos sonreído al conocer el resultado. Es gracioso ver sonreír a los médicos detrás de la mascarilla; sólo se intuye la forma de la sonrisa.

»Pero la mala noticia es que, para extirparlo todo, hemos tenido que fracturarle la pierna. El cirujano se ha esforzado durante una hora por extirparlo antes de recurrir a eso. Maldecía y se quejaba; él tiene un hijo de la misma edad.

»Al chico le ha costado mucho comprenderlo. Al despertar parecía muy decepcionado; no hablaba más que de su equipo de la liga juvenil y de que se iba a perder la temporada. Estaba confundido porque no acababa de entender por qué todos estábamos tan contentos. Lo estábamos porque el tumor era benigno y él no había perdido toda la maldita pierna. Lo único que entendía era que tenía una pierna rota, y ni siquiera podía jactarse de habérsela roto robando una base o completando una carrera.

Christine apuró la copa y volvió a llenarla. Me miró desde el otro extremo de la habitación.

—¿Recuerdas tu pubertad? No logro imaginarte a esa edad.

Reflexioné por un momento. En lugar de una imagen de mí mismo, visualicé a un chico delgaducho en un camino de macadán, andando entre las sombras una tarde de primavera. No podía concentrarme en el rostro del asesino, pero vi una habitación pequeña y una tabla, y oí la respiración agitada del padre mientras le propinaba a su hijo golpes en el trasero hasta dejárselo ensangrentado.

—¿Jugabas al béisbol? —preguntó Christine.

—En el campo corto —respondí—. Mi hermano era receptor. —Me vino a la mente un sol brillante. Verano. Reí en voz alta—. Una vez estábamos en un partido muy reñido y uno de los tipos del otro equipo bateó con mucha fuerza y la pelota salió disparada hacia mi derecha, entre la tercera base y yo. Ellos tenían un tipo en la tercera. El chico arrancó a correr hacia la base del bateador. Habían puesto fuera ya a dos jugadores, ¿sabes? La consigna era correr cuando se presentase la ocasión. Yo pegué un buen salto, tal vez no muy alto, pero a esa edad todo parece más grande y acelerado, y atrapé la pelota. Lo más probable es que la pelota cayese en mi guante por casualidad. De todos modos, cuando se es un chaval se tienen instintos casi perfectos para el béisbol. Sólo después, con el entrenamiento, se echan a perder. Me puse de pie y lancé la pelota hacia la base del bateador. En la actualidad no podría hacer un lanzamiento más perfecto. A la altura de la cintura, con mucha fuerza. Llegó casi tres metros por delante del chico del equipo contrario que estaba corriendo. Y mi hermano la dejó caer. No le hablé durante una semana.

Sonreí, pero Christine frunció el ceño.

—Eso parece cruel —comentó.

—La pubertad es cruel.

Pensé de nuevo en el asesino. No tan cruel, decidí.

Sonó el teléfono y fui a contestar.

—Tal vez sea tu padre —señaló Christine.

Se dirigió a la cocina y comenzó a preparar un sándwich.

—Te he visto en las noticias —dijo mi padre y soltó una carcajada—. Parecía que te sacaba de quicio el ver que se había vuelto la tortilla.

—Bueno, creo que al principio, sí.

—Seguro que te ha pillado por sorpresa. ¿Ha vuelto a llamarte el asesino?

—Aún no —respondí—, pero sospecho que lo hará.

—Debe de ser emocionante. Me pregunto si saldrá algo en el
Times
mañana.

—Bueno, uno de sus periodistas me ha telefoneado.

—¿Y bien? —inquirió—. ¿Cómo sienta esta fama repentina?

Varias respuestas cruzaron mi mente. Pensé en decirle que no me afectaba, que seguía siendo el mismo periodista objetivo a pesar de lo sensacional de la noticia y la atención que estaba recibiendo. O que era sólo una crónica más y que en realidad no creía que a la larga tuviese grandes repercusiones. Sin embargo, habría sido una mentira descarada. Por eso opté por contestar que en efecto era emocionante y que disfrutaba el hecho de haberme convertido en el centro de todas las miradas.

—No es distinto de lo que te sucede a ti —dije—, cuando intervienes como abogado defensor en un caso muy sonado. De pronto te encuentras en medio de la sala y todo el mundo está pendiente de tus palabras. Supongo que lo que me ocurre a mí es parecido; por primera vez noto que lo que he escrito realmente produce efecto en la gente. El asesino dijo un par de veces que pretende montar una obra, un teatro; creo que es más que evidente que ahora yo represento un papel en ella.

—Ah —murmuró mi padre—. Así que lo disfrutas.

—A decir verdad —admití—, sí.

Meditó por un momento.

—En cierto modo, esto me trae a la memoria una época en que yo era más joven y trabajaba para aquella gran empresa de Wall Street; tú la recuerdas: Clay, Michaels y Black. Habitualmente, la firma prestaba servicios gratuitamente a organizaciones sociales; en general, demandas colectivas y cosas por el estilo. Eso era a principios de los cincuenta, la época en que el viejo Joe McCarthy acaparaba todos los titulares. Bueno, nos pidieron que representáramos a un joven acusado de homicidio y me asignaron el caso. Era un trabajador portuario desempleado, un tipo rudo, miembro del Partido Comunista. Recuerdo que me contó que su hermano mayor había muerto luchando con la brigada Lincoln en España. A él lo habían acusado de matar a otro hombre en una pelea, de un puñetazo en la mandíbula. El problema era que el otro hombre era hermano de un policía, de modo que los fiscales estaban presionados para conseguir una condena muy severa. Nada de acuerdos. Tuve que salir solo a la arena; los periódicos daban mucha publicidad al caso. Decidimos alegar defensa propia. Recuerdo lo que sentí en la sala. Era apenas mayor de lo que eres tú ahora. El caso, el juicio, el alegato, todo parecía secundario en comparación con la atención pública. Era una sensación electrizante, emocionante, como la que uno tiene después de estar con una mujer hermosa. —Rió al recordarlo.

—¿Y qué sucedió?

—Oh, ganadores y perdedores. El jurado lo absolvió del cargo de asesinato pero pidió para él una condena por homicidio sin premeditación.

—¿Y?

—Fue triste. —La voz de mi padre se alteró ligeramente—. El juez cedió ante tanta presión y condenó al chico. Murió en una pelea en el patio de Sing Sing un año después. —Guardó silencio por unos instantes—. Te diré algo: no quisiera estar en la piel del fiscal del caso ni del defensor si llegan a atrapar a este tipo. Aunque... —hizo una pausa— no creo que lo pillen.

—¿Por qué no?

—Parece demasiado desequilibrado, demasiado astuto. Una mala combinación. Deberías ir con cuidado. —Hizo otra pausa—. La notoriedad no significa nada —aseveró—. Yo lo lamenté más tarde. Tú también lo harás.

—Tal vez —dije.

Pero no estaba seguro. Me imaginé a mi padre ante su escritorio, en su estudio, en casa. Estaría bebiendo un martini; habría libros de derecho apilados frente a él, papeles llenos de notas y reflexiones suyas. Era un hombre dedicado a las complejidades de la ley. Su enfoque de los códigos y reglamentos era similar al de un cirujano que trabaja con tejidos vivos. Era un mundo que yo conocía sólo indirectamente; había visto a menudo los libros y a mi padre trabajando. Una vez intenté leer un alegato suyo. Yo era pequeño y pensé que, puesto que lo había escrito él, seguramente versaba sobre sus inquietudes e intereses, y que leerlo me permitiría conocer un poco mejor a aquel hombre tan reservado. Durante días batallé con cada página, cada cita, cada nota al pie, buscando a mi padre en el texto. En cierto modo, como descubrí más tarde, lo encontré, aunque en ese momento no era consciente de ello. Él era el motivo por el que yo me había hecho periodista. Había aprobado todos los cursos sin mucho esfuerzo gracias a mi habilidad para escribir. Un día, él me preguntó: «¿Qué has aprendido?» «No gran cosa», respondí. «Escribes bien», dijo. «Es verdad», asentí. «Pues dedícate a una profesión en la que tengas que escribir mucho», me recomendó. Una semana después, él regresó de la oficina después de pasar por la biblioteca local. Traía consigo un ejemplar del Anuario de Editores, que contenía listas completas de periódicos y ejecutivos del mundo de la información de todo el país.

—Otra cosa —dijo ahora—. No me acabo de creer toda esa historia de Vietnam.

—¿Cómo es eso?

—Es una excusa demasiado manida. Parece que todo el mundo quiere culpar a esa maldita guerra de todo: la economía, la recesión, la inflación. Todo es culpa de Vietnam. El Watergate, el maldito presidente. Vietnam, dicen. Ahora este tipo piensa que puede ir por ahí matando gente y achacarle sus crímenes a la guerra. No lo veo lógico. Tu tío pasó momentos muy duros en la guerra. Fueron tiempos muy difíciles. Y cuando regresó, no se puso a matar gente.

—Excepto a sí mismo.

Las palabras brotaron de mi boca antes de que pudiera contenerlas. Mi padre vaciló.

—Sí, tal vez sea verdad.

Entonces le pregunté por mi madre, mi hermano y mi hermana, y conversamos durante un rato. Antes de colgar me aconsejó:

—No te vuelvas demasiado dependiente de ese tipo, y ten mucho cuidado.

Comprendí la segunda parte del mensaje, pero no la primera.

Esa noche, en la cama, Christine intentó disculparse por no mostrarse muy comprensiva conmigo los últimos días. Me explicó que la proximidad del asesino la preocupaba demasiado. Luego apoyó las manos sobre mi pecho y comenzó a acariciarme lenta, hábilmente. Finalmente me atrajo sobre sí y, con el mismo movimiento, dentro de sí, tomando el control de la relación sexual. Después se durmió, pero yo me quedé inquieto. Recordé las conversaciones con el psiquiatra, con el hermano de la víctima, con mi padre. Me acerqué a la ventana y miré al exterior. Más allá de los árboles, entreví la calle vacía. A lo lejos oí una sirena, cuyo aullido lastimero ahogaba el zumbido de los insectos nocturnos. Las luces callejeras brillaban débilmente, y la de la luna, más intensa, lo bañaba todo en un resplandor pálido. Pensé en la ciudad iluminada por la luna, y me pregunté si el asesino también estaría despierto.

Vislumbré a un hombre que caminaba lentamente por la calle. Observé su silueta en la oscuridad. Parecía estar buscando una dirección y se detuvo cerca de la fachada de mi edificio. Alzó la mirada, pero nuestros ojos no se encontraron. Luego se alejó despacio) sin dejar de mirar. Lo seguí con la vista hasta que desapareció tras el brillo amarillento de una farola. Pensé en el teléfono de mi escritorio, en la oficina, y me pregunté si volvería a sonar.

Entonces comprendí que quería que el asesino llamara. Imaginé la serie de artículos, los destellos de las cámaras frente a mis ojos, los micrófonos ante mi boca. Reí en voz alta ante la novedad de todo aquello.

Llama, maldito seas, pensé.

Haz lo que tengas que hacer, pero llama.

Pero no llamó. Durante tres días, el teléfono permaneció mudo. Escribí dos artículos: uno sobre la investigación policial, con un perfil de Martínez y Wilson; el otro sobre las reacciones de gente de la calle. Al tercer día, Nolan se acercó y dijo:

—Diablos, creo que el asesino no aguantaba el calor y se ha ido de viaje. —Miró la grabadora, aún conectada a mi teléfono—. Veremos.

El timbre del teléfono me sobresaltó.

Aguardé un instante; dejé que sonara una, dos veces, lo levanté en mitad de la tercera.

—Anderson,
Journal.

Silencio.

Me puse tenso y comprobé que la grabadora estuviese funcionando bien. Tomé aliento y repetí el saludo. Oía una respiración. Agarré un lápiz y una hoja de papel.

—¿Quién es? —pregunté.

Y entonces oí una risita aguda.

—¡Christine!

—Lo has adivinado —dijo.

—¡Maldición! ¿Qué pasa contigo? —Apagué la grabadora—. ¿Por qué haces esto?

—Oh, trata de calmarte un poco, ¿quieres?

—Joder, Christine, esto es algo serio.

Estaba furioso. Mientras hablaba descargué varios golpes sobre el escritorio con el puño apretado para subrayar mis palabras.

—Lo sé, lo sé —respondió—. Lo siento. Es sólo que... bueno, estás tan inmerso en todo esto... Sólo quería que... no lo sé... que no te lo tomaras tan en serio.

—¡Es que es un asunto muy serio! Maldición, llevas días con la misma cantinela.

—Lo sé —dijo—. Pero eso no es lo único que te importa, ¿verdad?

—En estos momentos, no hay mucho más.

—No digas eso. —Su voz se había apagado un poco—. Oh, Malcolm, no es el fin del mundo. Es sólo otra noticia. Tú mismo lo dijiste.

—Pues entonces me equivoqué.

—Hipócrita.

No era un exabrupto, sino, más bien, la constatación de un hecho. Sentí que los músculos de mi cuello y mi espalda se relajaban.

—Lo soy —admití—. Tienes razón.

—Lo siento —se disculpó—. No debería haberte llamado así. Pero parece que no puedes apartar la mente de eso, ni siquiera por un momento.

Había tristeza en cada palabra.

—No pasa nada —dije.

Entonces colgó y yo me concentré de nuevo en mi trabajo. Estaba nervioso, sudando. El teléfono sonó varias veces más. En cada ocasión, yo extendía la mano, como alguien que se ahoga e intenta agarrarse a una cuerda. Apenas podía disimular la decepción cuando comprobaba que no se trataba del asesino. Esa noche, en casa, Christine me observó mientras yo atendía una llamada telefónica; en un instante, mi cuerpo se tensó; momentos después, frustrado, colgué el auricular de un golpe.

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