—Me da asco —dijo Christine cuando salí.
—¿El qué?
—Esa clase de crímenes. ¿Sabes? Se me ocurre un montón de explicaciones posibles para ello: celos, perversión, robo, cualquier cosa. Pero ninguna me parece razón suficiente para arrebatarle la vida a esa pobre chica. Me pongo enferma sólo de pensado. ¿A ti no te afecta?
—Trato de no enfocarlo así.
—Entonces, ¿cómo lo enfocas?
Christine estaba untando un panecillo con mantequilla y mermelada. El sol que entraba por las ventanas de la cocina arrancó un destello al mango del cuchillo cuando ella lo dejó sobre la mesa. Christine tenía una cabellera de color caoba que le enmarcaba el rostro y caía sobre sus hombros. La luz que bañaba la habitación hacía resaltar su tono rojizo, de tal manera que ella parecía envuelta en un halo de color.
—¿Y bien? —dijo.
—Es sólo un artículo —contesté—. Es a lo que me dedico. Mira, el periódico es sobre todo una crónica de la tragedia, ¿verdad? Ayer me tocó a mí ahondar en una tragedia en particular y luego darle forma escrita para que todos los lectores ávidos de noticias trágicas del mundo, o al menos de nuestra zona de distribución, se compadezcan de la chica. Es probable que tu reacción haya sido la de todos los que han leído la noticia mientras desayunaban en el área del Gran Miami. Pero todos los que la lean dirán: «Menos mal que no me pasó a mí», y ésa es en parte la razón por la que está escrita. Oye, tal vez ocurra lo mismo en tu trabajo. Cuando asistes a una operación, ¿no lo miras todo desde cierta distancia? ¿No te alegras en cierto modo de no ser la persona afectada?
—No —respondió ella—. No exactamente.
Bebí un poco de zumo de naranja y tomé la sección deportiva. Los Yankees habían consolidado su liderato en el Este al derrotar a Baltimore y a los Red Sox. En la Liga Nacional sólo parecía estar Cincinnati. Tom Seaver había jugado como lanzador para los Mets. Me gustaba ver lanzar a Seaver; era como si utilizase todo su cuerpo con absoluta precisión para arrojar la pelota. Se inclinaba hacia atrás muy ligeramente y luego impulsaba el brazo y el cuerpo hacia delante. Bajaba la rodilla hasta rozar el montículo, y su brazo, como una bala, pasaba zumbando junto a su oreja a toda velocidad y soltaba la bola en el momento justo. Daba la impresión de que la pelota aparecía instantáneamente en la base del bateador, como si Seaver tuviese el don devolverla invisible durante una fracción de segundo. Me gustaba verlo lanzarla a noventa o noventa y cinco kilómetros por hora, de modo que cuando la pelota se materializaba sobre la base comenzaba a descender y a desviarse, como si ya no fuese un objeto inanimado sino dotado de vida propia.
Al entrar en la redacción advertí que la mayoría de los periodistas ya estaba por allí, bebiendo café y hojeando el periódico. Siempre había una pila de los periódicos del día junto a la entrada. Recogí uno y eché un vistazo a los titulares, sin prestarles mucha atención. Quería sentarme a mi escritorio para saborear la crónica con calma. También tomé la primera edición vespertina del
Post
pues tenía curiosidad por ver cómo habían tratado la noticia. No recordaba haberme topado con periodistas del
Post
durante el día anterior, pero eso no significaba que no hubiesen estado allí. Cuando me dirigía a mi escritorio, algunos de los demás me llamaron. Uno dijo: «Buen artículo», y otro bromeó: «¡Otro, otro!» Sucedía lo mismo cada vez que alguien traía entre manos una tarea importante, una historia que había dado un salto desde la rutina a la primera plana. Asentí con la cabeza fingiendo agradecer sus elogios y tomé asiento ante el escritorio.
La crónica había sido publicada en la parte superior, encima del artículo principal de la sección nacional. El titular rezaba:
HALLAN UNA ADOLESCENTE ASESINADA;
LA POLICÍA BUSCA AL ASESINO.
El texto estaba distribuido en las seis columnas. Observé la fotografía de la muchacha: incluso en la reproducción en blanco y negro del periódico tenía un aspecto hermoso, casi angelical. El artículo complementario también comenzaba en la primera página, insertado en el texto del reportaje, con un título en cuerpo más pequeño: UNA LLAMADA TELEFÓNICA... Y LA TRAGEDIA. Me pareció un poco exagerado pero, por otro lado, había que recordar que los periódicos no se caracterizaban por su sutileza. Examiné ambos escritos con una satisfacción interior. Me producían una sensación de familiaridad. Era como si los recuerdos del día anterior se hubiesen desvanecido y hubiesen sido reemplazados por las palabras impresas, como si las descripciones del reportaje hubiesen reemplazado a las personas.
Mientras leía, sonó el teléfono en mi escritorio. Era Christine.
—No era mi intención provocar una discusión —dijo.
—¿Acaso hemos discutido? —pregunté, riendo.
—No. Pero no pretendía acusarte de ser un cínico.
—Lo soy. Deformación profesional, como se dice.
—Bueno... en realidad no eres así.
—Sí lo soy —repuse, un tanto exasperado—. ¿Dónde estás?
—En el hospital. Sólo tengo unos minutos. Los cirujanos bajarán a lavarse en un momento y tengo que verificar los instrumentos. Sólo quería llamarte porque... No sé, pareces tan indiferente...
—Es verdad. Me volvería loco si permitiera que todo me afectara. Cualquiera se volvería loco. Es mi mecanismo de defensa contra tanta locura.
—Bueno —replicó—, creo que no deberías actuar así.
—Oye —solté—, di me una cosa: ¿a quién abrirán hoy?
—A un hombre de negocios. O un abogado, no lo recuerdo. De mediana edad.
—¿Tiene familia?
—Claro.
—¿Probabilidades de salir con vida?
—No lo sé. Es una exploración del estómago. En realidad no creo que sepan qué encontrarán, pero lo que sí sé es que no será nada bueno.
—¿Has hablado con él? ¿Lo has visto con su familia?
—Un poco. Lo vi ayer, con una mujer y un hijo adolescente. Todos parecían muy enfermos, especialmente los dos que no lo estaban.
—Y dime, ¿qué sentiste en ese momento?
—No lo sé. Tristeza. Una especie de desesperanza. Quería acercarme a ellos y asegurarles que no tenían por qué preocuparse, que los cirujanos eran muy competentes y que él empezaba a recuperarse. Quería decirles que podían estar tranquilos y disfrutar de su tiempo juntos porque tenían un futuro por delante.
—Entonces, ¿por qué no lo hiciste?
—Porque habría sido una mentira. —Hizo una pausa. Oí voces al fondo—. He de irme.
—Bien —dije—, ése es mi punto de vista. No soporto la idea de mentir.
—¿Te resulta así de simple?
—Sí. Me limito a observar y a dejar constancia de lo que veo. A veces pienso en mí mismo como en una cámara fotográfica. Mis ojos son el objetivo, las palabras son los positivos. ¿Eso tiene sentido para ti?
—Tengo que irme.
—Te veré esta noche —me despedí.
—Hasta entonces.
Al colgar el auricular, imaginé a Christine vestida con la holgada ropa de quirófano, el cabello recogido en una severa cola oculta bajo el gorro sanitario y la mascarilla colgando de su cuello igual que un adorno. Era una mujer delgada; se le notaba incluso cuando llevaba la camisa y los pantalones embolsados del quirófano. Con la mascarilla puesta, lo único visible serían sus ojos.
A mí no me parecía demasiado bonita, pero tenía unos ojos extraordinarios: eran vivaces, brillantes y expresivos. A veces, me daba la impresión de que hablaban antes de que las palabras salieran de su boca. A menudo yo los observaba con atención, para anticipar sus cambios de humor. Hacía ya algún tiempo que vivíamos juntos, aunque ella tenía un apartamento de una habitación cerca del hospital. Se alojaba allí cuando yo me ausentaba de la ciudad por cuestiones de trabajo o bien por asuntos familiares, como el funeral de mi tío.
Cuando nos vimos, Christine me interrogó al respecto. Yo prefería hablar del artículo, pero ella insistió en que describiera la reacción de mi familia.
—La de mi padre fue la única interesante —dije.
—¿Por qué?
—Porque era el que más sufría y el que menos lo demostraba.
—¿Cómo es eso? ¿Quería mucho a su hermano?
—Todos los hermanos se quieren —respondí—, a pesar de las diferencias que puedan haber tenido. Aunque se odien, se profesan una especie de odio cariñoso. Los vínculos entre hermanos nunca se rompen del todo.
Christine asintió y no formuló más preguntas.
Ella y yo nos habíamos conocido un año atrás. Yo sustituía al periodista encargado de la escucha nocturna de las frecuencias de la policía, que estaba de vacaciones, había captado la transmisión confusa de una persecución en la carretera 95, que atravesaba el centro de Miami. No tenía mucho que hacer, de modo que me fui a ver qué ocurriría cuando alcanzaran al automovilista en fuga.
Resultó ser un muchacho de dieciocho años, hijo de un comisario del distrito. Mientras una docena de coches patrulla lo perseguía por toda la ciudad, se las arregló para ocasionar que otros dos conductores se salieran de la calzada, dejar inservibles varios de los vehículos policiales que lo perseguían y, finalmente, estrellarse contra un poste telefónico.
En el complejo médico del centro de la ciudad, seguí de cerca el desfile de heridos y furiosos. Vi a un agente uniformado que, mientras se sostenía una gasa ensangrentada contra la frente, observaba al muchacho, que entraba transportado en una camilla.
—Espero que ese atolondrado haya aprendido la lección —comentó el policía.
Anoté sus palabras, pensando: «Ahí está, la primera perla de la noche.» En ese momento una enfermera me apartó de un empujón.
—Por favor —dijo—, no obstruya el paso.
—Es mi trabajo —repliqué.
Me miró de una manera extraña y luego soltó una risita.
—Supongo que sí.
Contemplé su figura estilizada, la serenidad con que manejaba a tantas personas accidentadas y asustadas que se apiñaban en la sala de urgencias. La seguí con la mirada mientras ella pasaba rápidamente de las camas a las camillas, deteniéndose para controlar signos vitales. Al principio me quedé admirado de su eficiencia; luego, de su serenidad. «Como una roca en una tormenta», pensé, y luego me sonreí ante el lugar común. Ella lo advirtió y sonrió también.
—¿Se divierte? —preguntó—. Por favor comparta el chiste conmigo.
No era un reproche.
—Estaba observándola —contesté.
—Ah —dijo, y me dedicó otra sonrisa. Recuerdo que ese gesto se me antojó totalmente fuera de lugar; parecía elevarse por encima de aquella escena de dolor—. Más vale no perder el sentido del humor —agregó.
—Estoy de acuerdo —asentí.
Entonces ella se volvió hacia uno de los pacientes. Mi plazo estaba a punto de cumplirse; necesitaba un teléfono y luego una máquina de escribir. Sin embargo, antes de salir, me detuve en la cabina de las enfermeras y encontré el nombre de ella en un registro. Anoté el número de teléfono que figuraba junto a él. A la tarde siguiente la llamé.
Mis ojos se posaron de nuevo en el periódico que estaba sobre mi escritorio. Lo abrí directamente por la página donde continuaba la crónica y vi que estaba llena de fotografías del hombre que había descubierto el cadáver de la muchacha y de los padres de ésta, en distintas poses. Había una del padre mientras subía al coche patrulla, frente a la jefatura de policía. Tenía el semblante tenso y sombrío. En otra, se veía a la madre colgando el teléfono, con una expresión de desconcierto que, justo en ese mismo instante, se teñía de angustia. Eran imágenes impactantes.
Tomé el teléfono y marqué el número del estudio fotográfico. Pedí hablar con Porter y, momentos después, éste se puso al aparato.
—Muy buenas fotos —lo felicité.
—Gracias. Tenía mucho material bueno. No utilizaron la del cadáver en la bolsa, como yo pensaba. Pero estuvieron a punto. Pensaban aprovecharla hasta que vieron el retrato que nos dio la madre. De todos modos, el tema se prestaba para sacar buenas fotos, y también para escribir una buena crónica.
—Es verdad.
—Y bien —dijo—, ¿qué vendrá ahora? ¿Tienes alguna continuación en mente?
—Aún no lo sé. Hablaré con Nolan.
—Bueno, si necesitas fotografías, llámame. Me gustaría seguir en este caso, de ser posible.
—Te avisaré —le aseguré y colgué el auricular.
A continuación eché un vistazo al
Post
. Ellos también habían publicado la noticia en primera página, pero con menos detalles que nosotros. Habían hablado con uno de los vecinos adolescentes que habían visto a la muchacha esa noche. El chico declaró que ella estaba caminando sola por la calle. En realidad, eso no significaba gran cosa, pero la manera en que lo habían escrito daba a entender que nadie la había visto después de eso y que por tanto la habían raptado durante ese paseo nocturno. Era un texto hábilmente redactado que creaba una ilusión de conocimiento donde no lo había. Advertí asimismo que no habían incluido ninguna fotografía de la muchacha; sólo una del personal de rescate transportando el cadáver en la bolsa. Además, se habían visto obligados a entrevistar a los Allen, los vecinos a quienes habíamos llamado.
Cerré el periódico con una sonrisa de satisfacción. Quienes nos dedicamos al negocio de la información experimentamos cierto placer, mezcla de perversidad y orgullo, cuando le sacamos ventaja a la competencia. Los resultados son muy claros e inmediatos.
Volví a descolgar el auricular para poner manos a la obra. Valdría la pena hablar con los detectives antes que con Nolan, al menos para tener alguna idea de qué hacer. Una voz respondió:
—Homicidios.
—Quiero hablar con Martínez —dije—. Soy Anderson, del
Journal.
Oí el tono que indicaba que la llamada había sido transferida y luego la voz de Martínez.
—Es un gran día para el mundo de la prensa —dijo—. Ya puedo ver los titulares: «Periodista del
Journal
salta a la fama y consigue empleo en el New York Times.» —Se rió.
—Yo jamás os abandonaría, muchachos —repuse—. Si no fuera por todos vosotros, ¿de dónde sacaría la información?
—La inventarías. Ya lo haces. —Soltó otra carcajada.
—
Touché.
—Y bien, ¿qué puedo hacer por ti? Oye, creo que has hecho un buen trabajo. Hasta Wilson lo cree, aunque no lo admita. Todavía está bastante furioso por todo esto.
—¿Qué novedades hay? —pregunté—. Necesito una continuación.