¿Nada?, le pregunté. Negarse a trabajar en ordenadores, dijo ella, le ha salido caro al final a tu padre. Es lo que pasa cuando se trabaja con máquina eléctrica y se cuenta con una sola copia del libro. Lo tiré todo. Después, volví a llorar por tu padre, irremediablemente, gimoteé otra vez, ya sin parar hasta el día siguiente. Qué pérdida de tiempo la suya.
Se abandonó sobre el sillón y miró al techo, a la lámpara de lágrimas.
—Pobre estúpido, toda la vida trabajando, hay que ser desgraciado —concluyó.
Bueno, entendí que había concluido. No quise oír más. Salí de aquella casa con falsa calma. En realidad salí aterrado, había visto la peor visión de mi madre en toda su vida. Ojalá fuera todo falso y no hubiera quemado ese manuscrito incompleto y la historia de la destrucción de esos papeles fuera producto sólo del alcohol. La vida es rara. Nada hacía prever que un día yo querría conservar lo que mi padre escribió. Volubilidad del odio. Volubilidad del amor.
En la portería, al salir del ascensor, mientras trataba de vengarme de mi madre a base de recuperar con fuerza el ánimo evocando la melodía de
Under The Mango Tree
, me pareció ver que Claudio Arístides Maxwell era la persona que, medio zafándose de mi mirada, acababa de entrar rápidamente en el ascensor de al lado, en el viejo montacargas. Pero no podía afirmarlo con seguridad, pues sólo había visto fugazmente una silueta de un hombre alto y corpulento y era, además, demasiada casualidad que ese hombre fuera Max.
Quizás sólo se tratara de una alucinación, empezaba a estar muy cansado, cansado de muchas cosas, aunque tal vez sólo cansado de aquel largo día. Cansado también de que llevar luto por mi padre significara llevarle a él de vez en cuando al lado, conspirando, intentando legarme obstinadamente su herencia mental, estorbando, pero al mismo tiempo abriéndome a nuevos panoramas vitales, aunque obligándome también a la agotadora labor de rechazar sus ráfagas agresivas, todas esas repentinas inyecciones suicidas de memoria que no me convenían nada si quería mantener en pie aquello de lo que precisamente más orgulloso me sentía frente a mi padre y que no era otra cosa que, a pesar de todo, haber logrado ser totalmente auténtico y tener una personalidad
única
.
—¿Hamlet?
Había alcanzado ya la calle cuando a mi espalda «algo» pronunció ese nombre, aunque quizás lo pronunció alguien. Muy bien. Fuera como fuese, tuve bien claro que ni loco iba a darme la vuelta. Tal como me habían ido las cosas en las últimas horas, sólo me quedaba esperar que no se me complicara todo más y que la noche se dirigiera a un final sencillo. Así que, en previsión de cualquier sorpresa, no me di la vuelta. Con todo, lo más inquietante era pensar que la voz no era exterior y ese «algo» o alguien estaban en mí, no en la calle. Pasó un taxi y lo paré, y regresé al Littré. El taxista me dio conversación y acabó explicándome que antes de la crisis no era taxista sino marinero. La gente en el mar, me dijo con un tono de voz brutal, fabula ideas raras, piensa en sirenas y monstruos.
11
Estaba admirando cada vez más la capacidad de Vilnius para teatralizar los diálogos y dar perfectos matices a las diferentes voces (la nasal de su madre, la voz de celuloide de Max, el tono bestial del taxista…) cuando el anunciado cierre de la sala dio un vuelco inesperado. Los organizadores habían logrado resolver los problemas de sonido, los problemas en general con la traducción simultánea y, como les parecía que ya funcionaba todo perfecto, deseaban cuanto antes hacer una prueba y dejarlo bien comprobado. Detuvieron por momentos el
Teatro de realidad
de Vilnius y se dedicaron a los efectos de sonido. Pronto se vio que el problema había quedado atrás. Entonces le comunicaron a Vilnius que le daban más tiempo, aunque sólo fuera para compensarle por los daños y perjuicios causados hasta aquel momento. Podía seguir hablando subido allí en aquel mínimo podio y no era necesario, pues, que se desplazara a la cervecería Stille para acabar la lectura de su cuento.
Lo que el joven Vilnius no esperaba y yo tampoco fue que, como consecuencia de aquella mejora técnica, empezaron a entrar en el recinto muchas personas nuevas a escucharle. La cara inicial de contrariedad y de fastidio de Vilnius fue cambiando y a mí me faltaban datos que hoy poseo y me fue imposible leer bien lo que estaba pasando por su cabeza. Hoy sé que fue viajando de la contrariedad a la alegría porque se dio cuenta de que por fin, gracias a que no entenderían nada de por qué, por ejemplo, narraba y en cambio no conferenciaba y encima contaba una historia ya empezada, podría dedicarse a la sana labor de ir decepcionando a su público y terminar completamente solo en el estrado, tan exactamente solo y tan brutalmente sin compañía como se veía él mismo al final de la narración de su drama personal de los seis días que cambiaron su mundo.
A la alegría de esta nueva perspectiva contribuyó en buena medida el hecho de que cinco de los ocho —digamos que mohicanos— que le estábamos escuchando con fidelidad desde el principio de la sesión se largaron de la sala. Con un poco de suerte, debió de pensar Vilnius, acabaré con la paciencia de esos tres últimos muermos que resisten con tozudez y echaré a todos los recién llegados y alcanzaré lo que hace poco parecía imposible, el gran fracaso tan anhelado, la demostración de que todavía en un congreso sobre el fracaso se puede fracasar
de verdad
.
Pero no podía Vilnius saber que, pasara lo que pasara, yo seguro que no me movería de allí hasta el final de su texto, porque sentía que de algún modo esa historia que estaba leyéndonos me afectaba directamente. Es más, le veía ciertos puntos de contacto con mi secreta tragedia personal, basada en la impresión de que, al igual que Lancastre, había trabajado siempre como un idiota y había perdido la vida al ponerla entera al servicio de la literatura y de una poética que en realidad no había importado nunca a nadie, quizás ni a mí mismo.
12
Ya de vuelta a mi habitación del Littré (siguió Vilnius leyendo), después de haber saludado con alegría al infatigable Shekhar, que esa noche sustituyó al portero nocturno que había caído enfermo, me sentí satisfecho al comprobar que seguía llevando conmigo, en el bolsillo, las catorce páginas arrancadas del libro sobre Fitzgerald en Hollywood. En mi cuarto, me adentré pronto en la lectura de las páginas arrancadas, robadas. Leí, viéndolo todo algo borroso, mermado por el cansancio y sobre todo —hay que comprenderme, soy hijo de padres alcohólicos— por las variadas copas tomadas en dos animados bares nocturnos a los que fui antes de retirarme a dormir, lugares a los que fui a buscar a la mujer de mi vida y, como siempre, fracasé en el intento.
Borroso o no, leí lo que había en aquellas páginas. Y así me enteré de que
Tres camaradas
fue una película aplaudida por la crítica exigente, pero Scott Fitzgerald no pudo perdonarle de ningún modo a Mankiewicz que hubiera recurrido a ocho guionistas más y que encima le hubiera recortado de aquella forma tan escandalosa su guión original. En una de las historias de la serie de Pat Hobby se vengó del productor e hizo que un escritor muy brillante y de gran instinto creador, en definitiva muy parecido a él mismo, amenazara a un productor idéntico a Mankiewicz alias
Monkeybitch
: «Cuando
yo
escriba un libro te convertiré en el ser más ridículo de este país.»
Hice una pausa, lo recuerdo muy bien, porque me encantó la clase de amenaza que contenía esa carta. No podía ser mejor esa idea de convertir a tu máximo enemigo en el ser más ridículo de tu país. ¿No había sido esa mala jugada la que siempre había soñado hacerle a mi padre? Durante un tiempo, conviví con la sórdida esperanza de vengarme de él con un libro que le ridiculizara delante de todos sus admiradores. Era una carta secreta que tenía guardada por si me iba mal todo lo demás, una buena bomba preparada. Decirle, por ejemplo, al mundo: mirad, mi padre era un zoquete de mucho cuidado y, de no haber sido por su obstinación en trabajar sin tregua, no habría sido nada ni nadie.
13
Al día siguiente, en el ático de la calle Bailén, Max, al abrirme la puerta a las doce en punto del mediodía, tenía en la mano el libreto de
Tres camaradas
, el guión original escrito por Scott Fitzgerald y editado en la Southern Illinois University Press. Seguramente no había nadie más en la ciudad que tuviera aquel libreto.
Me hizo pasar a la sala de estar, que tenía mucho de interior hollywoodiense. Los muebles, la alfombra de piel de leopardo, un halcón maltés sobre una repisa de mármol, un mueble-bar, se diría que todo evocaba una atmósfera de película de serie negra. Ya casi sólo faltaba que apareciera por allí Débora, la Veronica Lake moderna, con sus ojos azules y neblinosos, disfrazada de la clásica
hija de papá
de las novelas de Chandler. Con semejante decorado, lo extraño era que Claudio Arístides Maxwell no se moviera por su casa enfundado en la gabardina de Bogart. Quién sí iba con una ropa que parecía salida directamente de una película de serie negra, era yo, aunque mi flamante gabardina me caía rematadamente mal, era demasiado ancha y parecía falsa, claramente impostada.
Max había repasado a fondo el libreto y dominaba muy bien el inglés y ya podía asegurarme que ninguna frase recordaba mínimamente a la que hubieran podido traducir en España por «Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien». Le pregunté si pensaba pues que era de locos intentar averiguar quién pudo poner aquella frase en el guión de
Tres camaradas
.
Max se recostó contra la repisa de su falsa chimenea, en una tensa imitación de la perfecta naturalidad. Y finalmente me invitó a sentarme en el sofá. Una vez ya acomodados los dos en nuestros asientos, él se inclinó hacia adelante con su gran cuerpo de boxeador de peso pesado y me miró con desasosiego.
—Bueno —terminó diciéndome con su voz de celuloide—, me parece muy improbable que exista alguien en el mundo que pueda resolverte lo que esperabas que te resolviera yo, ¿no crees? Por otra parte, hay algo en todo esto que no entiendo. Puedo comprender que trabajas en un archivo y también que te gustaría saber si la frase es tuya o de Fitzgerald, pero no acabo de entender por qué me has buscado a mí para llegar a saber algo. Sincérate conmigo, sin miedo. ¿Por qué yo? ¿Por qué has pensado en mí, muchacho? ¿Por qué viniste ayer a mi encuentro? Y, por favor, tutéame, no soporto que me trates de usted.
—Bueno, nadie duda en la ciudad de que usted, perdón, de que tú eres una autoridad en el cine de los años dorados de Hollywood…
—Ya. Pero ésa es una etiqueta que me han colgado. Aunque es cierto que el Hollywood de aquellos años es mi especialidad.
—Bueno —le dije—, es posible que sí, que en el fondo sólo busque que esa frase, que tanto me gusta, pueda acabar considerándola mía. O igual estoy buscando que la investigación sirva para demostrar que las frases son de todos, que no existe la autoría, que el origen real de cualquier frase se pierde en la noche de los tiempos… En realidad, busco una cosa, pero también la otra, bien distintas las dos. De poder escoger, creo que preferiría que la frase fuera mía. Que fuera una frase auténtica y mía.
—¿Qué quieres decir con todo esto? ¿Siempre hablas así?
—Nada, olvídelo. Perdón, olvida lo que te he dicho.
Max hizo un breve gesto de contrariedad y luego señaló hacia el mueble-bar y me ofreció un whisky, un vodka, un cointreau, lo que quisiera. Me miraba todo el rato incrédulo, como si no pudiera entender que yo estuviera allí en su casa.
Acepté un whisky confiando en que me ayudara a sobrellevar mejor mi resaca y a lo que en realidad me ayudó fue a animarme para hablarle de alguien, cuyo nombre no recordaba, que había explorado a fondo el pensamiento místico judío y sostenía que una palabra no era un signo, un sustituto de otra cosa, sino el nombre de una Idea, y además decía que en algunos modernos como Kafka o como los surrealistas, la palabra se apartaba del significado en el sentido «burgués» y retomaba su poder elemental y gestual, la palabra recuperaba su fuerza intrínseca y nos recordaba que en la noche de los tiempos la palabra y el gesto de nombrar eran lo mismo… Desde entonces, terminé diciéndole, el lenguaje habría experimentado una gran caída. Tal vez porque antes, en la noche de los tiempos, una palabra no era un signo, sino el nombre de una Idea.
—Tú eres raro y yo soy torpe —dijo Max—. O simplemente mi ritmo, mi mundo, mi único mundo, es el de las historias de hora y media, el del cine americano clásico. Lo demás no lo entiendo bien. Sé quien es Kafka, pero no es de los míos. Y me gusta entender lo que me dicen, lo contrario me pone muy nervioso.
(…)
—Sí, sí, no pongas esa cara de no comprender nada, Vilnius, que aquí el que no entiende soy yo, ¿entendido?
(…)
—En las películas de hora y media se narra con viveza, sin reflexión, sin peso. En ellas las palabras son palabras, ¿me entiendes? La reflexión llega después, si acaso. Por eso no puedo seguirte, muchacho, cuando hablas de ideas y de noches de los tiempos… Tu padre también era filósofo. Le perdía eso a la hora de narrar. Recuerdo que un día leí un artículo suyo y me quedé muy impresionado porque no lo entendí o, mejor dicho, porque me costó mucho averiguar de qué hablaba. Finalmente, cuando conseguí descifrar y comprender algo de lo que decía, me quedé de piedra porque vi que sostenía la teoría de que narrar historias sin más, narradas solamente, era algo anticuado, ya acabado. Lo encontré aquel mismo día por la tarde en la calle Balmes y recuerdo que le dije: «Mira, Juan, mi obligación es advertirte que tu cruzada contra la narrativa convencional es una causa perdida.» Sí, eso le dije a tu pobre padre, siempre tan vanguardista.
Se puede odiar a tu país, pero no admitir que un extranjero te lo critique. Lo mismo me pasó a mí en ese momento con respecto a mi padre. Me había llevado muy mal con él y lo odiaba además mucho y no había podido soportar nunca su tendencia —muchas veces incluso innecesaria— al vanguardismo o al juego inútil de los heterónimos y los pseudónimos, pero no estaba nada dispuesto a que un extraño dijera algo contra mi padre, aunque dijera lo mismo que podría yo pensar de él. De ser necesario, podía hasta convertirme incluso en un artista radical, en un vanguardista de primera fila con tal de no darle la razón al extraño en sus opiniones sobre mi padre.
—Pero, Max, por Dios, todo el mundo sabe que Juan Lancastre no fue nunca enemigo de lo narrativo. Más bien lo que hacía era tratar de mover cosas estancadas; provocaba, a veces sólo para poner en cuestión lo que el canon español da tontamente por serio y por bueno. Hacía cosas así, pero no estaba contra lo narrativo, ni muchísimo menos. Agitaba todo lo que podía, demostraba que se podían hacer cosas diferentes, que no había leyes inmutables en esto de la literatura, y menos aún en las leyes españolas, tan rancias…