Aire de Dylan (5 page)

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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

BOOK: Aire de Dylan
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Te noto raro, dijo ella al regresar. Y yo, por decirle algo, le pregunté si de verdad creía que yo era como mi padre. No recuerdo que haya hecho yo en mi vida una pregunta tan insensata. De pronto me vi a merced de sus palabras, y mi madre, si en algo es peligrosa, es esencialmente en eso: a lo largo de su vida ha logrado ganarse a pulso una impecable fama de víbora; habla pestes de todo el mundo y en cuanto puede maltrata a los representantes más espirituales del género humano; es una bestia en el trato con los demás, le gusta mentir sólo por mentir y hacer daño sólo por hacerlo.

Mi madre me lanzó una potente mirada de rabia y me hizo ver que había elegido un momento demasiado intempestivo para visitarla. Ya me he dado cuenta, le contesté.

Un breve silencio. Empecé a pensar en irme.

—Mentalmente —me dijo de pronto—, tu padre parecía más joven de lo que era y tú al revés, mentalmente, pareces mucho más viejo. No hablas como los jóvenes de tu edad, pareces un abuelo resabido. Tu padre, en cambio, hasta el final siempre conectó con las nuevas generaciones. Y, además, era un trabajador nato, que sabía sacar partido de su esfuerzo. Tú, en cambio, también trabajas, pero con desgana declarada y, además, inútilmente, y la prueba está en cómo pierdes el tiempo con tu superproducción sobre el fracaso, porque mira que ya son ganas de fracasar dedicarte a preparar una película que no harás nunca. Eres tonto, hijo. Pero por encima de todo está lo siguiente: por muy nuevo o moderno que creas ser, eres terriblemente anticuado, mi pequeño Dylan. ¡Muy anticuado! Aún me corro de la risa cuando me acuerdo de que te sientes completamente feliz si suena
Under The Mango Tree
. Creo que habría sido mejor que no me confesaras esa imbecilidad… Y ahora dime, ¿por qué me miras como me miraba tu padre? Al entrar aquí hoy me has parecido igualito a él, incluso en su machismo campanudo. Creo que su muerte ha influido en tu personalidad. Eres tonto, hijo. Me ha dado siempre vergüenza ser tu madre. Ahora que tu padre ya no vive, creo que haré que te liquiden en cualquier esquina. Lo que has oído. Te desprecio.

Sólo le faltaba añadir: soy malísima. Daba risa y miedo, siempre ha sido así. No es una buena madre, quizás sea innecesario subrayarlo. La verdad es que esa noche, en aquella larga perorata inesperada, se atropelló demasiado con las palabras, lo que me hizo descubrir que, para no perder la costumbre, estaba bastante bebida.

—Comprendo —le dije— que estés apenada por la muerte de papá y que hayas bebido esta noche, pero eso, una vez más, no te da bula para maltratarme. Me siento feliz, sí, escuchando
Under The Mango Tree
, sí. ¿Y qué? He intentado mil veces explicártelo para tratar de conmoverte, pero ha sido siempre inútil. Te lo repito sabiendo que seguirás despreciando mis cosas. Escucho ese calipso y pienso que estoy con una mujer guapísima en una playa medio desierta tomando un zumo de papaya y coco. Esa canción es mi idea de la felicidad. ¿Tan espantoso es eso?

—Eres inocente como nadie. Tienes una imaginaria genialidad, que sólo te ayudará a estrellarte. Es, además, una genialidad de otra época. Hace cuarenta años te habrían hecho caso. El mundo era mejor. Y un joven con talento podía hacer aún cosas. Hoy eres una rareza, un sinsentido. Hoy sólo eres un artista. Un autista, mejor dicho. Se ve que no sabes qué hacer con tu vida, y yo no pienso orientarte. Fue tu padre quien quiso que te pariera, ya te lo dije en otra ocasión y no quisiste escucharme. Menuda idea tuvo el gran Lancastre. El-que-no-se-entera te llamamos durante una época. ¿Llegaste a enterarte alguna vez de que te conocíamos por el-que-no-se-entera?

—Has bebido más de lo que creía, mamá… Sabía que no era hora para visitarte… Me entero más de lo que crees.

—El gran Lancastre sí que sabía qué hacer con la vida, aunque al final dio muestras de ser un perrito faldero con su amiguita y un idiota.

—¿Qué amiguita?

—Oh, eres tonto, hijo. Y, aun así, te pareces en muchas cosas a él. Y no te lo voy a negar, no me gustas nada cuando me lo recuerdas. Me pareces una imitación del gran tarugo. Yo no quería tener hijos. Te tuve. Y punto. Le tenía miedo a tu padre y antes me contenía y no te decía cosas así, pero ya es hora de que vayas sabiéndolas. ¿Qué más quieres oír? ¿Te he hecho daño? ¡Ay, pobrecito! ¡Le he hecho daño! ¡Es tan frágil, el pequeño Dylan!

9

Justo en ese momento, le avisó la organización de San Gallen al pequeño Dylan alias Vilnius de que había sobrepasado con creces el tiempo reglamentario y que iban a apagar las luces. Para entonces ya quedábamos sólo ocho personas de público. Él siguió hablando, como si le diera pereza ir a la cervecería. Ninguno de los planes que había previsto le estaba saliendo bien. Por ejemplo, no podía decir de ningún modo que se hubiera convertido en el Ed Wood de las conferencias, pues tenía a ocho espectadores —uno de los nueve ya había huido literalmente— interesados en lo que contaba. Estaba fracasando en su intento de fracasar, ya no sólo de fracasar con estrépito, sino de fracasar mínimamente. Porque quizás ocho personas puedan parecer pocas, pero si éstas, como le estaba ocurriendo a él, seguían con tanto interés lo que les andaba contando, no le quedaba más remedio que mantener el tipo y resignarse a que su intervención no fuera el gran fracaso que había soñado.

10

Mi madre (siguió leyendo Vilnius, aun sabiendo que en cualquier momento le podían cortar la luz de la sala) dio dos pasos adelante y luego uno atrás y terminó preguntándome qué había sido de la vida de la pobre Mariona.

—Sí —me dijo—, te hablo de Mariona. Fea, con gafas, bigotuda, baja, bajísima, tendencia a volverse gorda, de familia pobre, anticuada sin gracia, tu Joan Baez particular. La clase de chica que probablemente te corresponde. No te enfades, pero es lo que pienso. ¿Puedo dar por cierto que te has separado de ella o andas pensando en volver a verla, volver a encontrarte con el mosquito?

«La clase de chica que probablemente te corresponde.» «Volver a encontrarte con el mosquito.» Vi bien claro enseguida que, hablando de aquella forma de mi antigua novia, me resultaría difícil perdonar tantas afrentas. Me habría vuelto a mi hotel enseguida, de no haber sido porque no iba a poder llevarme tan fácilmente el libro sobre Scott Fitzgerald.

Mi madre no ha dejado nunca que se llevaran libros de su biblioteca, pero no por amor a ellos, sino por fastidiar, decía que no le gustaba que se llevaran algo suyo, que no tenía sentido dar lo que era de ella… y así podía estar días enteros con todo tipo de argumentos parecidos con tal de justificar que no quisiera dar nunca nada suyo.

Volví a hojear el libro sobre Fitzgerald, mientras iba pensando en cómo hacer para robarlo. Ella se fue a la cocina a buscar bebida para los dos y aproveché para volver al capítulo del libro dedicado a
Tres camaradas
. Eran catorce páginas. Di un vistazo y leí todo lo que la ausencia provisional de mi madre me permitía. Y me enteré, así a toda velocidad, de que «Joe Mankiewicz, el productor, le corrigió en una sola noche a F. Scott Fitzgerald una buena parte del libreto. Cuando el escritor vio tan cambiado su guión se enfadó tanto que escribió a Joe Mankiewicz una carta llena de odio, pero antes de que pudiera enviarla intervino su novia, la actriz Sheila Graham. “Sólo conseguirás romper con él”, argumentó ella, “y eso no te devolverá tu guión”. Así que Scott hizo pedacitos la carta y escribió una protesta más moderada…»

Leí hasta aquí, atento a los pasos en el pasillo que significarían que mi madre estaba ya volviendo al salón, y siempre mirando a un lado y a otro, como si temiera ser espiado por alguien. De hecho, desde que había entrado en la casa había tenido la vaga pero a veces aterradora impresión de que se ocultaba en ella alguien. Queriendo pensar que no era visto por nadie, arranqué de golpe las catorce páginas y las guardé a toda velocidad en el bolsillo derecho de mi pantalón. En cuanto mi madre reapareció, devolví el libro a la biblioteca, lo devolví de un modo que ella no pudo ni imaginar que reingresaba mutilado.

¿Ya devuelves el libraco?, preguntó mi madre. Dejó de interesarme, dije. ¿Sabes que a tu padre, en su delirio por las citas, le gustaba mucho una de Scott Fitzgerald?, me preguntó. Me di cuenta de que si realmente hubiera heredado la memoria paterna, no tendría en ese momento problemas para saber cuál era aquella cita. Pero todo indicaba que esa memoria no me acompañaba en todo momento, sino sólo por aleatorias ráfagas, generalmente caprichosas, como si coincidieran con las idas y venidas de mi padre por un espacio fantasmagórico y como si éste se interesara en algunos momentos por escenas de mi vida y en otros —la gran mayoría— dejara de hacerlo por completo para irse a dar pasos de espectro a otros lugares. Quizás era él mismo el que estaba escondido en aquella casa. En su despacho de siempre, allí donde le había visto tantas veces, a cuatro pasos de la terraza donde tuvo el infarto mortal.

Luego, me acordé de cuando yo era niño y me decía mi padre: «De mí solamente tienes el nombre.» Y era completamente verdad. En todo lo demás, por mucho que mi madre dijera lo contrario, siempre fuimos distintos. Él: rubio y alto, agraciado y poderoso físicamente. Yo: más parecido a mi madre, aunque desde luego no heredé su belleza: moreno, nada alto, delgado, frágil. Mi cara es rara, como todos ustedes pueden observar, es rara, sobre todo porque se parece a la de otro. Y aunque no soy repugnante del todo, no puede decirse que sea precisamente atractivo. Me salva a veces mi modesto ingenio y mi facilidad para dar pena y también mi carácter nervioso y sobre todo mi carácter tan incisivo en ocasiones, heredado de mi madre, aunque de ella no heredé el deseo de dañar a los otros.

Iba pensando en esto y en aquello y, cuando volví a escuchar lo que estaba diciendo mi madre, me di cuenta de que había empezado a contarme que, el día en que mi padre murió, ella por supuesto, gimoteó en el cementerio, y después en casa también gimoteó. Gimoteó, le dije, es un verbo bien extraño. Pero ella no me oyó y siguió hablando y contando lo mucho que estuvo llorando a fondo «a su querido marido» durante todas aquellas largas horas que siguieron a su infarto y en las que llovió con fuerza y en las que no se apartó del fuego de la chimenea, que recordaba haber prendido con un milagroso único fósforo que hizo que el hogar flameara en un instante…

Estuvo allí horas junto a la chimenea, siguió contándome, estuvo allí horas junto al entrañable fuego del hogar, llorando mucho, muchísimo, pero también pensando en lo que haría cuando dejara de sollozar. Y cuando eso ocurrió, cuando logró detener completamente su llanto, pensó entonces de verdad en su marido, pensó en él de un modo totalmente alejado ya de las convenciones del luto y de las convenciones que su propia mente albergaba acerca de la figura del luto y en realidad de un modo ya alejado de todas las convenciones que en el mundo existen. Y eso le permitió recordar entonces con precisión los últimos años, cuando él no paraba de decir que la literatura era muy complicada y explicaba que había luchado tanto y tanto por conseguir un estilo propio y que había empezado a sentir un gran miedo de quedarse aprisionado en él.

Y no se le ocurría mejor idea a tu padre, siguió diciendo ella, que comparar su terror con el de los trapecistas cuando dejan un trapecio para coger el otro, ese momento en el vacío. Esa inseguridad y esa angustia, decía tu padre, se parecían a lo que sentía frente al libro que escribía, porque no sabía si lo iba a conseguir, si no se repetiría, si estaría a la altura de lo conseguido anteriormente, si fracasaría después de tantos años de no saber qué era el fracaso. Había tanta gente, decía tu padre, tanta gente esperando ocupar su lugar, tanta gente esperando que cayera en el salto entre un trapecio y otro. Y él no quería complacer a los que andaban deseando que hiciera algo mal. Cada vez le parecía todo más complicado porque decía que cuanto más tiempo llevaba uno trabajando en la escritura, más comprendía que sabía muy poco. Y también decía que haber escrito y publicado tantos libros y haber logrado «una voz de muchas variantes, pero inconfundible, como Kubrick en el cine», acotaba su libertad, pues uno terminaba por tener miedo cada vez que ensayaba cosas nuevas, un miedo cada vez más grande a fracasar. Cada vez tengo más miedo, repetía y repetía, convencido de vivir en el país en el que más se castigaba a los que trataban de hacer una obra fuera de la tradición y del folclore nacional. Estaba preocupado por fracasar cuando en realidad hacía ya años que era un pobre derrotado en la vida.

Hablaba mi madre como una ametralladora, permitiendo que una palabra pisara a la otra, pero creo haber traducido aquí lo más nítidamente posible lo que vino a decirme en sus palabras atropelladas. Cuando hubo terminado su convulsa perorata con tanta información sobre los miedos de mi padre, le pregunté si realmente pensaba que mi padre había sido al final de sus días un derrotado en la vida.

Lo era, dijo, comenzó a ir cuesta abajo como escritor y recuerdo bien que su trágico descenso comenzó el mismo día en que pasó a tener verdadero miedo de fracasar, el mismo en el que comenzó a temer a los jóvenes narradores que hablaban en contra de todo lo que habían escrito las generaciones anteriores. Sabía que los jóvenes cachorros trataban simplemente de abrirse camino en el mundo tal como un día lo había hecho también él y no les consideraba nada porque había observado que ninguno tenía el menor talento ni parecía que fuera a tenerlo nunca, pero le afectaba el solo hecho ya de pensar que en cualquier momento pudieran dedicarle una sola línea despectiva. Había trabajado tanto para llegar al lugar donde estaba que no podía soportar la idea de que le quitaran nada de lo obtenido. Era de esa clase de hombres que siempre quieren estar en la cumbre con el pequeño grupo con el que viven y que sacrificarán cualquier cosa por permanecer allí. Esa clase de personas pueden ser buenos hombres, pero hicieron tal esfuerzo para llegar al sitio al que llegaron que nunca aceptarán dejar de estar allí, no les gusta que les arrebaten lo que tanto les costó conseguir y para defender eso serán capaces de todo.

No me imagino a papá sintiéndose tan acosado, dije. Pero sí podrás imaginarlo, dijo ella, luchando por permanecer en su cumbre frágil y también legando bondadosamente a su mujer un manuscrito. De hecho, lo dejó. Unas memorias abreviadas, así las había titulado. Páginas de un libro que la muerte dejó incompleto. Las leí y estaban mal escritas, como si buscara fracasar plenamente para que tú lo incluyeras en ese ordenador donde archivas derrotas. Anoche estaba como ahora sentada aquí junto al fuego y tenía el manuscrito conmigo, y no sé cómo fue, pero gimoteé un poco y luego el manuscrito resbaló hacia la alfombra y yo había bebido mucho, como hoy, hijo, como hoy, ya sabes que bebo y no sé lo que me hago, y ayer ocurrió otro tanto de lo mismo, venga de vodka y no sabía lo que hacía, y gimoteaba y gimoteaba, y acabé lanzando el manuscrito a las llamas. No queda nada de esas páginas.

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