¿Obra de Dios o de Shakespeare?
Desde luego otro cadáver bien sorprendente. Y como siempre ante la muerte, poco que decir, sólo desear que el próximo en caer no fuera Vilnius, que de algún modo era el príncipe de aquella historia. O la pobre Débora, mi querida Ofelia.
Laura Verás había dejado escrito que, en caso de muerte, echaran sus cenizas al final de un muelle que ella adoraba. Un dique maravilloso que en invierno golpeaba con fuerza el viento; un muelle en un pueblo del sur de Francia, cuyo nombre sus allegados no debían revelar jamás para «preservar las intimidad de sus restos». Quienes oficiaran la ceremonia, debían respetar esa norma, una norma que yo mismo voy a respetar, pues participé en esa ceremonia fúnebre.
Le tocó a Vilnius, como hijo único y único «allegado», ocuparse del incordiante asunto final de la urna y nos pidió ayuda, no deseaba desentenderse de mala manera de los restos de la que «al fin y al cabo», dijo, era su madre. No pudimos evitar pensar que era demasiado engreído, por parte de la difunta, creer que habría otros allegados más. Nos apiadamos de Vilnius, aunque pensamos que a partir de aquel día viviría más tranquilo, siempre y cuando, por supuesto, a su madre no le diera también por infiltrarse en su mente. Nos apiadamos pero también nos alegramos por él y decidimos todos acompañarle en esas últimas honras fúnebres, movidos también por el morbo de ver reducida a pura ceniza a la peligrosa señora y poder lanzarla con furia al espacio mortal sin fin donde dicen que todo se disgrega.
Fui el primero en decirle a Vilnius que le acompañaría en el viaje al sur de Francia. Es más, le encontré coche para el desplazamiento porque la agradable Victoria, la camarera de alterne del Newport, tenía el día libre y se ofreció a llevarnos en su descapotable rojo de segunda mano, comprado con sus ahorros de diez años de penalidades sexuales incontables. También se animó Débora a viajar al muelle francés. Estará
Aire de Dylan
con todo su peso, dijo ella queriendo armar una paradoja, sabiendo que nuestra sociedad secreta era pura ligereza. Ojalá la sombra hermética de Hermes y el fantasma de Lancastre quisieran añadirse de algún modo al viaje y se notara su presencia en el espíritu
heavy
de los extraños golpes de volante que a lo largo del camino podía dar Victoria, de quien sabíamos que era impulsiva y muy excéntrica conduciendo.
A medio camino entre Barcelona y el muelle francés, a la altura de la ciudad de Figueres, comenzó a llover y tuvimos que cubrirnos, recurrir a la capota de vinilo, lo que condicionó el resto del viaje, quizás más melancólico a partir de esa irrupción de la tormenta. Supimos por Vilnius, primero, y después por Débora que les iba muy bien todo a los dos, muy especialmente desde que habían decidido no creer demasiado en nada. Les iba genial la vida, dijeron, porque la gente les veía enfermos y poéticos y les dejaban en paz y les iba, además, muy bien en todo porque jamás entraban en conflictos con nadie, pues no se veían obligados a defender sus opiniones ya que no existían para ellos verdades objetivas, ni opiniones que pudieran considerarse completamente certeras. Todo era incierto, pensaban. Y se consideraban falibilistas, como ciertos científicos contemporáneos que piensan que los llamados seres humanos podemos estar equivocados acerca de cualquier cosa.
Victoria preguntó si podía ser como ellos, le gustaría pertenecer a su tribu, le interesaba la paz de su alma y no creía tampoco en nada. En lugar de esperar a ver si Vilnius y Débora la aceptaban, se desvió de su objetivo y se puso a contar, con la ayuda de la lluvia nostálgica, la historia de su padre, de quien dijo que era una persona de una bondad tan fuera de este mundo que cuando su esposa le engañó con otro hombre fue a ver al amante para decirle que se pusiera cómodo, como si fuera de la familia…
Nos costó encontrar el lugar que Laura Verás había señalado con supuesta gran precisión para que aventáramos sus restos, pero recuerdo una vibración empática entre todos y una gran disciplina y unidad de grupo funerario cuando llegamos a aquella extensión de terreno baldío entre la carretera y el mar, entre el lugar en el que aparcamos el coche y el muelle.
Comenzamos a caminar en formación abierta a veces y en fila india en otras, fila Dylan. Vilnius iba en cabeza con la urna, después Débora y después yo, luego Victoria, y finalmente cabía suponer o esperar que caminaran también el espectro y la sombra hermética. El muelle resultó ser más ancho de lo que parecía desde lejos, tan amplio como una carretera, lo que, teniendo en cuenta la suave tormenta que caía, significaba que quizás no fuéramos a mojarnos tanto, al menos no por las salpicaduras de las olas. El viento aligeraba algo el peso de la lluvia. Procurad mantener las manos secas a la hora de echar las cenizas, dijo Débora que parecía una experta en esta clase de ritos, pero que en realidad sólo tenía un comprensible pavor a que se le adhirieran a la palma de la mano algunas cenizas y en consecuencia la maldad de Laura.
Levantó Vilnius la urna para sacudirla, y me imaginé que se oía de fondo la risa de Lancastre, ajeno ya a lo terrenal, tan ocupado como estaba en la persecución infinita de la sombra hermética, aunque, eso sí, encontrando todavía un hueco entre sus obligaciones celestiales para dirigirle unas últimas puñeteras palabras a su hijo y decirle: no sabes, Vilnius, cuánto me gusta este cielo con nubes bajas que parece que pueden alcanzarse con los dedos y no sabes cómo adoro este clima, no sabría vivir sin él, hijo, sin sus suaves tonos grises, sin este aire débilmente luminoso y sin este silencio lejano y misterioso: tal vez esté dentro de mi cabeza.
Estaba casi oyendo esas palabras que imaginaba que Lancastre mandaba al vulnerable cerebro de Vilnius cuando a Débora se le ocurrió mirarme con sus grandes ojos, color azul más intenso incluso que de costumbre, y preguntarme si estaba realmente decidido a no escribir la autobiografía inventada del gran Lancastre.
Unas gaviotas se lanzaron en ese momento sobre la urna y viraron de inmediato ante aquel manjar maligno, como si se sintieran horrorizadas o hubieran tropezado con verdaderas semillas del horror.
Tenía decidido secretamente desde antes de conocerles, le dije a Débora, no escribir ningún otro libro, pues estaba muy arrepentido, casi dolorido, de todos los que había publicado a lo largo de mi vida, pero finalmente había decidido prorrogar por unos meses el momento de retirarme, pues sentía que necesitaba contar la sorprendente historia que con ellos de protagonistas me había ido encontrando en los últimos tiempos en la vida real: la historia de cómo un duelo puede ir engendrando una nueva familia a un difunto; la historia, además, de unos jóvenes poéticos y enfermos, redomados Oblomovs, perdidos en el vacío cultural de su tierra y con tendencia a ser, hasta límites insospechados, haraganes y reacios al esfuerzo; una historia de duelo y abismo que, cuando se publicara, seguramente diría mucho más sobre Lancastre que sus propias memorias abreviadas y con el tiempo se leería como su verdadera autobiografía, porque se vería que el alma moderna, el aire de Dylan, la esencia de nuestra época, no podía quedar mejor retratada en ella.
17
—¿Y no te cansa la sola idea de tener que hacer ese esfuerzo, de seguir trabajando como siempre has hecho? —preguntó poco después Débora.
Volví a sugerirle lo mismo que ante esa pregunta había contestado días antes y dije que se sabía desde siempre que el carácter de un joven se forjaba en los rigores del combate.
Di por hecho que esta vez ellos me habían comprendido mejor que en la anterior ocasión que había dicho yo aquello. Por una parte, aquel libro que iba a escribir me ayudaría a sentir que seguía aprendiendo y a mantener, por tanto, el espíritu joven. Y, por otra, aunque intuía que era una vana ilusión mía, nada deseaba tanto como que algún día ellos empezaran a forjarse en los rigores de la lucha por la vida.
A pesar de que cuando era joven, vine a decirle a Débora, había programado no ser nada prolífico, la vida me había llevado por otros derroteros y no había parado de escribir un libro por año. Me arrepentía de todos y esperaba no tener que hacerlo también del último, de esa autobiografía falsa de Lancastre en la que confiaba mucho porque me parecía idónea para mí, como caída del cielo o caída de Hamlet, ya que iba a permitirme aportar un contrapunto y un cierre mordaz a toda mi obra, una visión irónica sobre mi desmesurada productividad literaria. ¿O no iba a tener que contar la historia de cómo un escritor arrepentido de haber sido tan prolífico trataba de dejar de escribir y de un modo fatídico la vida real y unos maravillosos haraganes se lo impedían?
¿Me lo impedían? ¿De verdad que era necesario que escribiera aquel libro? Sí, lo era. Porque si por fin lograba esa novela que esperaba lograr y que no había sabido hacer en cuarenta años de profesión, podría después sentirme más tranquilo cuando entrara por fin en mi duro e imperturbable periodo de mudez radical, de mudez severa en todos los terrenos, incluido el conyugal.
Arreció el viento. La ceniza era suave y granulada y casi blanca, como la arena suave y blanca de una playa del Caribe. Recuerdo muy bien la primera vez que lancé al mar una porción de ceniza. Vilnius sonrió al ver lo mal que arrojaba aquellos residuos, y yo, por mi parte, no pude evitar mirarle con cierta compasión, porque me acordé de que, si la historia de nuestras vidas seguía casualmente una fatal mecánica teatral interna, él podía convertirse —como príncipe que era de la historia— en la próxima víctima. Y lo mismo podía pasarle a la pobre Débora.
Luego, para no anclarme en pensamientos negativos de ese tipo, miré a todos los que permanecían todavía en fila india, gran fila de tribu funeraria, y me pareció intuir que estábamos llegando al final de algo. Quizás yo había entrado muy tarde en el teatro de la vida, pero estaba claro que al entrar lo había hecho sin brida y directo ya hasta el final de aquella obra. Seguramente estábamos al final de algo, creía intuirlo, aunque quizás sólo estábamos al final del muelle y aún quedaban más muertes, pero lo cierto era que se cerraban en la propia historia de mi vida algunos círculos, y lo más probable fuera que, durante un tiempo, siguiéramos todos viviendo como si no pasara nada, avanzando hacia el fin de todo a través del aire fresco de algunos crepúsculos.
En ese momento, Débora tropezó algo aparatosamente y estuvo a punto de caer al mar y quién sabe si no habría podido morirse allí mismo como una pobre Ofelia cualquiera que hubiera decidido suicidarse según una cierta lógica teatral. Por suerte, no llegó a perder del todo el equilibrio y no le pasó nada, sólo un susto y un grito. Luego llegaron los gestos: un delicado y gracioso encogerse de hombros, seguido de un movimiento de su extraordinaria melena, como diciendo que allí no había pasado nada.
Arrojamos al mar lo que todavía quedaba dentro de la urna, y aun así nos dio la impresión de que seguía permaneciendo ceniza en ella. Adiós Laura, adiós, dijimos con entusiasmo muy festivo y bailando bajo la lluvia.
Sí-sí-sí-sí-sí
, vete al infierno, dije parodiando a la difunta con un gran sentido, por mi parte, de la astracanada, además de poner voz de ladrido y lograr un fuerte estrépito que rivalizó con el ruido de las olas, que parecían haberse enojado de golpe. Por un momento fue como si la máscara de Laura se hubiera revuelto en un infierno de agua y adherido a la cara de su hijo y el parecido entre los dos no quisiera esfumarse. Soy Laura o Laura es yo, parecía decirse Vilnius, soy ella o ella es yo, o quizás ambos somos alguien que ninguno de los dos conoce.
Todos estamos muertos o nos espera el clásico final de copas envenenadas, pensé, pero poco después el viento me golpeó en la cara y salí de mi ensueño para caer en otro que parecía idéntico. Superada la larga ristra de ensueños, empecé a notar que cada vez me parecía más a un chino que iba a su casa. ¿O era que me sentía ya un chino en viaje, literalmente un chino que intentaba encontrar su casa en el movimiento, en el desplazamiento mismo? Sabiendo, como sabían los falibilistas, que podemos estar equivocados acerca de cualquier cosa, prefería no tomar partido a favor de una o de otra posibilidad. Nos esperaba la muerte a todos y yo era un chino que caminaba. Eso era lo único seguro.
Una delgada estela blanca, infraleve, se detuvo en el aire, hasta que todo escampó y se esfumó a cierta velocidad, menos los restos de maldad que tenía aún pegados a la palma de mi mano.
—Adiós Laura, irás y no volverás —dijo Vilnius sarcástico, al tiempo que feliz de haber cumplido con su deber filial.
Pero seguía él teniendo un aire inconfundible a su madre y en cuanto cobró conciencia de esto arrojó de pronto, desesperado, lo que le quedaba en la mano, y después incluso lanzó la urna al mar y se tocó el esparadrapo que aún llevaba en la mejilla —falso esparadrapo desde hacía días— y se abalanzó sobre mí en gesto de desequilibrio y desmayo, haragán total, Oblomov puro.
—No hacemos nada, pero somos indispensables —dijo.
—Ya trabajaré yo por todos, no te preocupes. Vosotros seguid en el humor, la perdición, la poesía.
Le tranquilicé con estas palabras, mientras le abrazaba sin dejar de advertirle que llevaba todavía cierta maldad adherida a la palma de mi mano.
En cuanto pude, expulsé con ganas aquellas cenizas húmedas, póstumas, horriblemente adheridas. Y entonces toda aquella ceniza última, que había llevado yo en la mano y que no dejaba de ser también la Laura que un día estuvo en este mundo, empezó a llevársela el viento, a llevársela el aire, ese aire que es la materia de la que estamos hechos, leve viento de vida y muerte, aire de todas las máscaras, aire de Dylan.