Miró a los socios interrumpidores. Risas y miradas expectantes.
Satisfacción secreta por parte de Vilnius. Su comienzo había sonado idéntico, salvando todas las insalvables diferencias, a aquel «Longtemps» que abre la
Recherche
de Marcel Proust. Vilnius siempre había creído que si alguien iniciaba un discurso con ese maravilloso «Longtemps» (Durante mucho tiempo) estaba avisando cortésmente de que la cosa podía ir para largo. Y aquella tarde, según me explicó él días después con todo detalle, tenía pensado que sus palabras iniciales duraran un cierto tiempo, el que necesitaba para contar lo que le había ocurrido en Los Angeles cuando su frase-motor («Cuando oscurece…») le sirvió de herramienta perfecta para investigar a fondo.
Le entusiasmaba esa historia porque por segunda vez en su vida la frase-motor le había llevado lejos y tenía ganas de contarlo con cierto detalle. Además, había comprobado en San Gallen que hablar sin que le interrumpieran le ayudaba a coger confianza en sí mismo. Bebió más agua y creyó que iba incluso a atragantarse peligrosamente. Muerte por agua sin gas, pensó con un sentimiento de fatalidad. Pero finalmente comenzó a hablar y le salió que ni bordado su monólogo sobre los días que había pasado en Hollywood. Como si lo hubiera ensayado mil veces. La verdad es que lo teatralizó con la misma técnica que ya le había visto exhibir en San Gallen, es decir, con un deliberado aire indolente al narrar. Como si quisiera copiar la legendaria inexpresividad de Bob Dylan en sus actuaciones.
Vilnius obró de un modo que parecía que no le importara nada contar todo aquello, lo que, eso sí, se contradecía un tanto con su complacencia en demorarse en algunos detalles. Después, cuando le traté algo más, supe por él mismo que aquel aire holgazán con ecos de Dylan era una simple treta y un gesto coherente con su convicción de que era mejor no actuar, ya que uno sólo podía sentirse verdaderamente bien cuando no intervenía en nada, porque así no fracasaba. Pero esa convicción no fue en momento alguno esa tarde un estorbo para que no acabara hablando sin interrupción ante un sano «club de interrumpidores». La verdad es que fue interesante ver cómo convertía en un monólogo su respuesta a la primera pregunta de Montse.
1
Durante mucho tiempo, amigos interrumpidores, estuve convencido de que la frase «Cuando oscurece siempre necesitamos a alguien» sólo podía ser de Francis Scott Fitzgerald. Pero un día hablando con un experto en cine de Hollywood que resultó ser el amante de mi madre, vi que no estaba claro que la frase fuera de quien yo siempre había pensado que era. Y eso no me lo esperaba, la verdad. Bueno, de hecho no me esperaba ni la existencia de ese amante ni que la frase no fuera de Fitzgerald. Tampoco que el duelo por la muerte de mi padre fuera a afectarme tanto. Le odiaba, no os lo voy a negar, y había tenido con él un prolongado y grave problema, pero de repente, en un movimiento misterioso del alma, había pasado tímidamente a añorarle.
Si a todo esto unimos el sentimiento de soledad absoluto en el que caí, se comprenderá si digo que comencé a sentirme una pequeña ruina humana. Pensad en la imagen de un pobre huérfano perdido en la materia más oscura del tejido estelar del universo y acertaréis.
Me sentía desamparado, huérfano total. Porque madre tengo, pero como si no la tuviera. Viendo que debía hacer algo para no ir de mal en peor, decidí dejar Barcelona por unos días. Ya que no puedo cambiar de madre, me dije, cambiaré al menos de ciudad. Y es que el humor a veces ayuda a mitigar la tragedia.
Un encuentro casual con la crítica literaria Gabriela Boco, buena amiga de mi padre, acabó de convencerme de la necesidad de que me fuera de Barcelona cuanto antes. Me crucé con esa mujer terrible a la salida del cine y me preguntó si ya había comprendido que haber conocido a mi padre había sido una experiencia de un valor incalculable para mi vida. Parecía que me recriminara que me hubiera llevado siempre mal con Juan Lancastre y me defendí como pude o, mejor dicho, con una verdad que saltaba a la vista. Me resultó siempre sospechosa tu amistad con el señor Lancastre, le dije. ¿Qué quieres decir?, preguntó. Nada, le contesté. Y así la dejé en ascuas. Boco, que ya de por sí es una señora muy estirada, se sintió seguramente ofendida y me miró más que nunca por encima del hombro, aunque finalmente supo recurrir al humor, que es algo que a veces no le falta. Tienes cara de cocodrilo, señor hijo del señor Lancastre, dijo. Con esta cara, le supe responder veloz, te digo que no debías de ser muy amiga suya si ahora sólo sabes verle como un mito y no como el tipo que bebía cervezas contigo. Tal vez ya lo tenía mitificado cuando bebía con él, dijo. Pues aún peor, le respondí, porque era de carne y hueso y yo lo sé mejor que nadie. Era un lujo poder estar con él, dijo Boco. Era un padecimiento si quien estaba con él era su hijo, le respondí.
Dicho esto y dado el lío en el que me había metido, todos mis pasos se encaminaron ya decididamente a apartarme de aquella temible señora, pero también de la ciudad. Dos días después, me había hecho ya con un billete para irme a Los Angeles. Incluyendo mi viaje en mi presupuesto imaginario para
Archivo General del Fracaso
, película en preparación, fui a darme una vuelta por Hollywood con la idea de investigar quién fue la persona que en 1938 inscribió en el guión de
Tres camaradas
esa frase que dice: «Cuando oscurece siempre necesitamos a alguien.»
¿Era, como me había insinuado el sentido común, misión imposible averiguar el nombre del autor de aquellas palabras? Se veía a todas luces como una misión irrealizable, pero tenía que intentarlo. Necesitaba tener una experiencia de puro y duro fracaso antes de rodar sobre el fracaso. Pero es que, además, he de confesarles que había descubierto que aquella frase podía servirme de extraordinario motor de descubrimiento de lugares nuevos e insospechados en mi mente. O sea que me sucedía con la frase lo mismo que me pasaba con los fracasos, que no eran sólo fracasos, pues el mundo al que se abrían esas derrotas era un mundo cargado de parajes insospechados.
Fui a Los Angeles pues a fracasar y conocer nuevos parajes, a hacerme por fin con una experiencia verdaderamente vivida sobre el sentimiento de perdedor, sobre la derrota. Y también fui porque en algún despacho de Hollywood, en los años treinta del siglo pasado, tenía yo la impresión de que alguien había inventado esa frase especialmente para mí, aunque esto se podía decir de otra forma: sin mí, que la rescaté del olvido, la frase no habría sido nunca nada.
Pensé que si, a pesar de mis deseos de fracasar, averiguaba quién había creado aquella frase que sentía tan mía, quizás llegaría a saber algo más sobre mí mismo, pues sin duda, aunque permaneciera oscuro a primera vista, tenía que haber algún lazo de unión entre el guionista y yo. Pero no confiaba mucho en encontrar ese lazo. En todo caso, podía ser una maravilla si lo hallaba, pues ya antes de investigar el asunto había decidido que la frase en cuestión sería mi epitafio, iría en mi tumba y por tanto estaría ligada a mi último destino.
Todo eso no excluía que yo pensara que iba directo al fracaso, que era imposible hallar a aquel guionista. Pero bueno, antes había que probar. Yo tenía en esa frase un enigma a clarificar, uno de esos enigmas que a veces, según cómo vayan las cosas, por muy tontamente que uno crea que van a ir, pueden colocarte de golpe, por sorpresa, a dos o a tres o incluso a un solo paso de resolver, por ejemplo, el gran misterio de tu identidad personal, es decir, pueden situarte a las puertas mismas de la posibilidad de acceder a lo que en ciencia se llama la realidad última.
¿O acaso a quien había tenido la ocurrencia de escribir aquella frase sobre el atardecer y la soledad, no le había yo adjudicado la escritura de mi epitafio y por tanto tenía que empezar a pensar que, de un modo u otro, era alguien que había quedado conectado con mi realidad última?
Yo creía y creo todavía, señoras y señores interrumpidores, que todo está relacionado pero que lo normal, por mucho que éstas existan, es no saber ver esas relaciones. Fui sin embargo a Los Angeles con la esperanza de que lo normal no se impusiera en esta ocasión y supiera encontrar conexiones que me permitieran situarme lo más cerca posible de mi verdadera identidad.
Fui por todo esto a Hollywood y también porque era mejor ir allí y adentrarse en esta incierta investigación que quedarse en Barcelona arriesgándome a volver a tropezar con la crítica Boco, a la que siempre que la veía me extrañaba que no le hubiera crecido más el bigote. Y porque, además, por razones que ahora no vienen al caso, creía mucho en los resultados que podía darme buscar al desconocido autor de esa frase de
Tres camaradas
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Mejor la realidad última, pensé, que la realidad de Barcelona y mejor marcharse que quedarse de nuevo a merced de la posibilidad de volver a cruzarse con Boco, señora a la que tan incomprensiblemente admiraba mi padre, la admiraba quizás falsamente porque —habiendo comenzado a publicar en los años en los que la crítica literaria podía decidir el destino de un libro— había cogido la costumbre de llevarse bien con aquellos reseñistas que demostraban un peligroso ánimo depredador, pues no parecía recomendable cruzarse de brazos con ellos y quedar plenamente a merced de su sed de mal o de su voluntad de invocar siempre a ese escritor fantasmal que para ellos sería el escritor perfecto: un narrador que parecían conocer a fondo porque eran ellos mismos, pero al que eran incapaces de encarnar, ni aunque fuera intentando escribir como lo haría ese mitificado autor ausente.
Viajé a Hollywood sin poder quitarme de la cabeza la impresión de que el logro más alto de la física de los últimos tiempos no ha sido la teoría de la relatividad, ni la teoría cuántica, ni la disección del átomo y el consiguiente descubrimiento de que las cosas no son lo que parecen. No, el logro principal ha sido el reconocimiento universal de que aún no nos hemos puesto en contacto con la realidad última.
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Fui a Hollywood y me hospedé en Sunset Boulevard, en el curioso hotel Earle, a doscientos metros de donde estuvo el Garden of Allah, la residencia de
bungalows
de tantos guionistas de los años treinta, hoy convertido en un desolador parking. Cuentan que el Garden se parecía mucho a una aldea marroquí, o a lo que en Hollywood imaginaban que era un idílico pueblo del norte de África, y de ahí que le llamaran de aquel modo tan exótico. Sunset Boulevard sigue habitado por muchos guionistas, aunque los de hoy en día no son tan díscolos y delicados como aquellos Faulkner, Fitzgerald y compañía que lo ocuparon en su momento.
La decoración del Earle es bien extraña, la verdad. Imita a la del atrabiliario hotel del mismo nombre que aparece en la película
Barton Fink
, de los hermanos Coen, aunque la imita, eso sí, con un cierto glamour de cuatro estrellas y el personal del hotel dista mucho de parecerse al de aquel tórrido y extraño lugar en el que se hospedó el pobre Barton Fink, el guionista interpretado por John Turturro, aquel joven dramaturgo recién llegado de un Broadway donde el pobre había triunfado sin saber que ese éxito, al conducirle a Hollywood, sería su perdición. Aunque la perdición en sí, la verdadera devastación para el propio Barton Fink le llegaría desde dentro del propio hotel, un lugar tan infernal como las entrañas del terrible Hollywood.
La historia que cuenta
Barton Fink
es la más seria de las que se pueden narrar si uno se mueve en el mundo del cine y quiere especializarse en el tema del fracaso. Es la historia de cómo el arte literario de un joven guionista es destrozado por la industria. Hollywood parece haber tenido siempre unos ejecutivos de corte kafkiano especializados en el fracaso de cada uno de los artistas que llegan a Sunset Boulevard. Quizás por eso, desde que llegué al hotel Earle, por si acaso la cosa también iba conmigo y alguien quería perjudicarme como al pobre Barton Fink, traté de comportarme como un investigador privado y no como un artista, y sobre todo traté de no perder de vista nunca que por aquella misma calle y por aquellos parajes de palmeras y estuco anduvo también William Faulkner, que fue implacable con ese mundo: «Siguen allí haciendo películas brillantes y originales. Pero mi sentimiento principal acerca de Hollywood es el suicidio.»
Creo que, de algún modo, puede decirse que no hubo un solo momento de mi estancia en Hollywood que no mantuviera firmemente a raya cualquier idea de muerte por mano propia. A esa atención especial con la que vigilaba no caer en ninguna depresión —al menos no caer en ninguna demasiado antes de tiempo— se unió la lenta pero ascendente euforia que fui sintiendo a lo largo de las horas que pasé en el bar del Earle, donde aprendí a
crecerme
como sólo saben hacerlo los tímidos en el escenario. Hablé con mucha gente. Adopté la figura del detective. Hacía preguntas indiscretas simulando que buscaba a un tal Skelton. Llegué a deslizarle en la barra un par de billetes al barman para que me diera información sobre Skelton, agente inmobiliario, «padre tal vez de Daisy Skelton», añadía a veces, sabiendo que allí nadie sabía quién era Daisy Skelton. Naturalmente, nunca le habían visto por el hotel y, naturalmente también, el barman no quiso aceptar mi dinero. Algunos guionistas me miraban incluso con admiración, pues yo era en realidad lo que ellos querían ser en la vida: detectives privados.
Bebí mucho, bebí más que nunca esos días. Y aprendí a curarme de las resacas jugando al ping-pong en el solárium del hotel, lugar especialmente idóneo para las relaciones públicas, esa actividad en la que no soy yo precisamente un genio. Descubrí que ese deporte —me refiero al del tenis de mesa— era el que allí estaba más de moda. Lo había practicado mucho en mi adolescencia, de modo que eso facilitaba las cosas. Comencé a ser conocido en todo el Earle como un redomado campeón. Me llamaban Little Dylan. Yo, además, les animaba a hacerlo. Llamadme Little Dylan, les decía. Y casi todo el mundo me llamaba así. Jamás he sido tan popular, creo. Descubrí que tenían razón los que decían que en América es muy fácil triunfar. Entre copas y vibrantes partidos en el solárium, a fuerza de rachas pasajeras de pérdidas de timidez facilitadas por el alcohol, fui coleccionando amistades. Little Dylan por aquí y Little Dylan por allá.
Hablando con casi todo el mundo, en sólo dos días y medio obtuve amplia información acerca de la clase de vida que los guionistas de mi generación llevaban en Hollywood —ciudad que, como ellos dicen, es más un estado mental que un lugar en el mapa—, y fui viendo, entre otras cosas, que nadie conocía la película
Tres camaradas
y que ninguno, además, tenía mínimamente en cuenta el pasado, la historia del cine, y de hecho incluso vivían de espaldas a ella. Y pronto, al igual que para el pobre Barton Fink, el hotel comenzó a volvérseme extraño e infernal; extraño, porque las paredes de mi cuarto parecían hablar —igual que en la película— y decirme que jamás llegaría lejos en mi investigación; infernal, porque todo el hotel parecía querer atraparme y convertirme en el joven guionista que no era y dejarme allí paralizado para siempre.