Ellos lo habían pensado bien y no tenían tiempo ni querían pertenecer a la cultura del esfuerzo de la que había surgido el autor de
La interrupción
. Preferían tener una idea por día y ser infraleves como el aire y vivir tranquilos y cambiar todo el rato de pensamientos en medio de la atmósfera cultural vacía de su país, balancearse en la nada y no cometer el error de encadenarse durante meses o años a la elaboración de un libro, de una sinfonía, de una película. Querían tener una idea por día y normalmente ni siquiera llevarla a la práctica, tenerla y dejarla abandonada, catalogada como un fracaso más en el Archivo General de Vilnius.
¿Y qué pensaba yo de todo esto? No me lo preguntaron ellos, me lo preguntaba yo. La verdad es que estaba de acuerdo en algunas cosas; por ejemplo, en que mis jóvenes amigos vivían en medio de una atmósfera cultural vacía (jamás había existido tanta banalidad en la cultura catalana y española y eso a la larga se contagiaba) y me parecía hasta lógico que buscaran no hacer nada y no creer en nada a modo de salida posible a su asfixiante situación. En una tierra, en un país en el que a nadie le interesaba nada, lo mejor que podían hacer era no interesarse por nada y menos aún por sus imbéciles compatriotas. Lo mejor era que miraran hacia lados verdaderamente vacíos y descreídos.
Por un lado, comprendía que se hubieran contagiado del vacío general. Y, por el otro, no quería resignarme a que se contagiaran tanto del mismo y pensé que, pese a mi miedo a que me dieran la espalda, tenía que decirles algo al respecto. Encontré en una pregunta que de pronto dejó caer Débora allí en el Pepper’s Bar la oportunidad de informarles sutilmente de mis discrepancias.
—¿Y no te cansa la sola idea de tener que hacer literatura todos los días? —me preguntó ella.
Quedé, en un primer momento, pensativo. Débora esperaba con especial atención la respuesta, así que la medité bien. No era cuestión de decirles que hacía días ya que en secreto había abandonado la literatura. Y no lo era porque hacía tan sólo unos momentos había decidido que, según se fueran desarrollando los hechos, podía prorrogar por un tiempo mi decisión de pasarme al mutismo radical en todos los terrenos, abriéndome así a la posibilidad de que aquel que me proponían pudiera llegar a ser mi último libro.
Quizás valiera la pena tomar esa nueva decisión también secreta. A fin de cuentas, por increíble que pudiera parecer, estaba ante la verdadera primera gran oportunidad de mi gris vida de escritor. ¿No me había pasado años escribiendo novelas en las que trataba siempre de hacer pasar por reales mis historias de ficción? Pues ahora estaba ante la posibilidad contraria, siempre tan buscada por mí: una historia de la vida real de la que yo estaba siendo privilegiado testigo iba a tener que contarla en clave de memorias abreviadas de un escritor muerto, porque ésa era mi callada intención: transformar lo que yo había vivido en las últimas semanas en la autobiografía del difunto Lancastre. ¿O acaso no tenían que ser unas memorias sesgadas? No debía dejar pasar una oportunidad como aquélla.
—Se sabe desde siempre que el carácter de un joven se forja en los rigores del combate —le contesté finalmente a Débora algo enigmático, pero esperando que se me entendiera todo.
Ella y él, los dos callaron, y me quedó la duda de si habían comprendido algo de aquella respuesta difícil. Se trataba de que vieran que desde hacía días estaba con ellos, pero no compartía plenamente sus ideas, pues consideraba que en la vida había que «pisar la arena del ruedo» y más si uno era joven. Y si uno no lo era, pero circunstancias tan especiales como aquéllas lo demandaban, también tenía que bajar, pues la única forma de sentirse joven era no perder el contacto con los rigores de la lucha. Eso quise decirles, aunque seguramente de lo que quise darles a entender no comprendieron nada.
Sois demasiado vagos e inadaptados y acabaréis encamados para toda la eternidad, quise añadir con un deje entre simpático y compasivo. Pero por fortuna me di cuenta a tiempo de que sobre todo aquel adjetivo —inadaptados— se había quedado anticuado y quizás ya ni se empleaba, porque en los últimos tiempos ya toda la humanidad se había vuelto, en bloque, inadaptada. Entonces opté por reconciliarme. Después de todo, quería ser su amigo. Opté por preguntarles si se consideraban adaptados al aire de nuestro tiempo, y en parte esto lo pregunté por hablar del aire y por parecer algo chiflado y banal y joven como ellos y sin que me interesara mucho lo que pudieran contestarme.
—No sabemos —me respondió Débora encogiéndose de hombros y cerrando los ojos para volver a abrirlos, poner luego una cara de inexpresividad absoluta, tocarse después el mentón dos veces a gran velocidad y depositar su cabeza casi encima de mi espalda y, en el siguiente movimiento, simular que se desmayaba, volviendo poco después a recuperar la posición vertical perdida y encogerse de nuevo de hombros.
Supuse que «No sabemos» era la contraseña esencial de un código secreto. Y respecto a todos aquellos gestos, pensé que iban directamente asociados a la contraseña. Así que los hice yo también. Me encogí de hombros, cerré los ojos, puse cara de inexpresividad total, dos toques fulminantes de mentón y luego deposité mi cabeza casi en la espalda de Débora y simulé desmayarme encima de ella.
—No sabemos —dije recuperando mi posición vertical y volviendo a encogerme de hombros.
—Exacto. Usted tampoco —dijo Vilnius.
—Usted menos —dijo Débora.
Aquello había funcionado, o al menos lo parecía.
Pero muy pronto sentí que había hecho el ridículo. De hecho, me miraban con mucha pena —como pensando: pobre viejo— y me costó recuperarme de la sensación de que se estaban riendo de mí, especialmente ella.
Tardé bastante en recobrar el ánimo y recuperarme del trance, y lo logré hablando de Fran Lebowitz, persona acerca de la cual nunca antes había hablado una palabra con nadie. El nombre lo sacó Débora y desde el primer momento pensé que me sonaba a personaje de Nueva York, aunque no sabía decir dónde o cuándo había oído aquel nombre y, además, ni tan siquiera podía decir si era hombre o mujer. Era, me aclaró Vilnius, la autora de una frase digna al menos de Marcel Duchamp: «No tengo ningún interés en trabajar. Soy muy vaga y perezosa.» Pero sobre todo Lebowitz había acuñado esta otra frase, completamente perfecta: «Comprendí que no escribir no sólo era divertido, sino que podía ser rentable.» Por lo visto, Lebowitz llevaba años viviendo de anticipos de libros que luego no escribía. Para Débora era un magnífico ejemplo a seguir, aunque asunto bien distinto era que pudiera ella seguir algún día la estela de aquella profesional de la nada.
Con razón, dije, me sonaba su nombre, Fran, sí, Fran Lebowitz, me sonaba, pero al mismo tiempo estaba seguro de que no había leído nada de ella. Ya, dijo Vilnius. Y, cambiándome la conversación, quiso saber si estaba claro el asunto del tratamiento transversal de las memorias abreviadas. Era, dijo, el tratamiento que le estaba dando Lancastre a la autobiografía que la muerte dejó truncada: trabajaba con una estructura sesgada, pretendidamente moderna (o postmoderna, como decían algunos), y lo más recomendable era pues ser fiel a ella.
Se trataba de que yo tomara como modelo esa estructura y de que, asesorado por Débora (que había podido leer el manuscrito perdido), me dedicara a restaurar el texto. Lo ideal, teniendo en cuenta que estaba desocupado, sería que hiciera el libro pronto y no tardara demasiado en terminarlo; urgía dejar en evidencia a Laura Verás, que había creído que lanzando el original al fuego destruiría esas memorias para siempre.
Será nuestra venganza por la pérdida del manuscrito y por el asesinato, dijo Débora, al tiempo que Vilnius volvía a preguntarme si estaba todo claro. Para no complicarme la vida, iba a decirle que, en efecto, estaba perfectamente claro el asunto de las memorias. Iba a decirle esto y de paso bromear y decirle con ironía infraleve que en todo caso preferiría que fuera el propio difunto (puesto que aún mantenía cierta comunicación con su hijo) quien me dictara esas memorias abreviadas.
Iba a decirle esto para sacarme la espina del ridículo que creía haber hecho momentos antes con mi simulación de desmayo, pero al final no me pude contener y dije que en verdad estaba todo claro, clarísimo: se trataba de que yo, representante de una generación forjada en la cultura del esfuerzo, una generación apaleada y acostumbrada a fatigarse, trabajara como un idiota para ellos.
—Pero al mismo tiempo usted se convertirá ya del todo en uno de los nuestros —dijo Débora.
Y dijo esto con un entusiasmo tal que parecía que entrar a formar parte de su tribu, de la comitiva que había ido creando el largo duelo por Lancastre, fuera lo máximo a lo que uno podía aspirar en la vida y contuviera, además, la imagen de la felicidad misma, es decir, fuera lo más parecido a descansar bajo un árbol de mango en la cumbre del Kilimanjaro. Y quizás sí que era así. ¿O no deseaba seguir disfrutando, durante los siguientes meses, de la compañía de Débora? Además, ¿no tenía ante mí la posibilidad de despedirme de la literatura con mi libro más interesante? Luego, una vez escrita esa autobiografía del difunto Lancastre, ya me quedaría seguramente tiempo de sobras para permanecer mudo e impasible, callado de por vida, hombre sin palabras, grave e impasible, látigo de los charlatanes, conocido por todos por el sobrenombre de El Arrepentido.
5
Tres días después, mientras ella buscaba una peluquería (la primera que se cruzara en su camino, siempre y cuando no fuera la de Harry Chong), fui a comer con el joven Vilnius a un lugar enfrente de mi casa, la
trattoría
I Buoni Amici, cocina friulana.
Vilnius me comentó allí que la noche anterior había visto con Débora
Tres camaradas
, la película de Frank Borzage. Y también me contó que, tras interrogarla utilizando el método tan eficaz de aquella frase-motor de la que se valía para averiguar los misterios del mundo y que tantos réditos le había dado hasta entonces («Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien»), había sufrido un serio contratiempo, un revés ciertamente inesperado, aunque después había terminado por descubrir cosas interesantes acerca de las emociones ocultas de la vida.
Y también me contó Vilnius, entre plato y plato friulano, la larga secuencia delirante del día en que vio por última vez a su padre, relato que escuché con particular atención, pues para entonces ya había aceptado, sin más reparos irónicos, hacerme cargo de la autobiografía de Lancastre y por tanto todo aquello que sonara a información sobre éste lo consideraba un material potencialmente utilizable.
Escribir esa autobiografía apócrifa no sólo me permitiría seguir en contacto con mis jóvenes camaradas de la sociedad del aire, sino que me situaría ante un reto literario interesante. Tenía, además, la impresión de que ponerme en la piel de otro me iba a ayudar a relajarme. «Nada tranquiliza tanto como una máscara», me había dicho la noche anterior mi mujer, siempre tan comprensiva con mis problemas y con mis angustias y con mis intentos de aplazar la llegada rotunda de la vejez.
Además, no se me escapaba que el tono autocrítico que emplearía para todo el libro podría secretamente dirigirlo también contra mí mismo. Sería un modo de castigarme por la cantidad de cobardías de mi vida de escritor. En fin, que en lugar de consultar horóscopos, me haría mucho bien ponerme a escribir con una máscara y azotarme con saña, con el placer añadido de destrozar de paso a un escritor superior a mí y antiguo competidor en el oficio de las letras. Y aquí creo que habría que añadir que destruir a los colegas es un ejercicio muy beneficioso para la salud de resentidos como yo. Recomiendo ese ejercicio a todos. Y cuando digo a todos, sé bien lo que me digo. No creo que haya un solo escritor ambicioso que, en mayor o menor proporción, no sea un resentido y al que destruir a un colega no vaya a hacerle mucho bien.
En el fondo, me decía a mí mismo, si esas memorias tenían que ser tan postmodernas y tener un tratamiento transversal, no tardaría tanto en hacerlas, quizás ni siquiera sería necesario que me ayudara nadie. No tenía por qué ser tan difícil restaurar aquel libro perdido, pues seguramente bastaría con ser fiel al inicio que para esas memorias Débora había trazado —se había inventado— en la Bernat y empezar con el pobre Vilnius descubriendo que, a causa de un golpe contra el suelo, había heredado los recuerdos y la experiencia personal de Lancastre, recién fallecido. Una vez situados en ese punto sin retorno, no iba a tener nada de extraordinario que todo aquello lo contara el muerto. O, mejor dicho, alguien que se colocaba en el lugar del muerto para poder crear así sus memorias de ultratumba.
A fin de cuentas, ¿no había estado, antes de decidir en secreto que me retiraba, deseando siempre dar cualquier día con una buena justificación para poder escribir mi obra más desequilibrada y libre? Oportunidades como ésas, comencé a pensar, no pasan dos veces por delante de la puerta de la casa de uno. Además, nada admiro tanto como ese día en la vida de Bob Dylan, en Newport, en 1965, cuando todo el mundo le consideraba un cantante de folk y se presentó con una ruidosa banda eléctrica que ninguno de sus adoradores comprendió, por poco lo matan. Pero el arte es también escapar de lo que creen que eres o de lo que esperan de ti.
Vi pues que, con la excusa de reparar el daño causado por Laura Verás, podía intentar escribir mi libro más libre: un viaje crítico, satírico, no exento de humor y de compasión, al corazón mismo de la tan dudosa grandeza del arte contemporáneo. Porque, destruida la autobiografía de Lancastre por su monstruosa esposa, se me brindaba la oportunidad de
restituir
al mundo unas memorias que, con su patética poética de lo ausente, podían dejar bien retratado el pálido fuego de todo lo postmoderno.
Mientras hablaba con Vilnius en I Buoni Amici, iba imaginando episodios que inventaría sobre la vida de Lancastre, sucesos basados en historias que en realidad habían ocurrido a otras personas. El día en que cruzó la frontera de las dos Coreas, la felicidad alcanzada en la vieja ciudad libia de Gadamis, el asesinato traumático de su tatarabuela…
Hablaría siempre el muerto infiltrado en la mente de su hijo y contaría grandezas y estupideces. Empecé a planear un libro que pudiera contener aquella contracubierta tan soñada por Débora: «He aquí la autocrítica feroz que supo hacerse a sí mismo este desdichado escritor, amante de todo tipo de imposturas y de juegos vanguardistas…»