Agentes del caos I: La prueba del héroe (2 page)

Read Agentes del caos I: La prueba del héroe Online

Authors: James Luceno

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

BOOK: Agentes del caos I: La prueba del héroe
9.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

En un puesto de observación situado en la parte inferior de su anguloso morro, una figura enjuta, sentada con las piernas cruzadas sobre cojines, examinaba los restos que flotaban a la deriva y que una casual marea gravitacional había acercado a la nave: fragmentos de cazas y de naves capitanas de la Nueva República, cuerpos dentro de su traje espacial sumidos en espeluznante reposo, proyectiles sin detonar, el fuselaje agujereado de una nave, cuya leyenda la identificaba como el
Grieta de Pena
.

A poca distancia flotaba el ennegrecido esqueleto de una plataforma de defensa. A su lado, un crucero destrozado giraba interminablemente en órbita de descenso, entregando su contenido al vacío, como una vaina soltando sus semillas. Más allá, intentaba huir un transporte, enganchado por la pica de una hinchada nave de captura que tiraba inexorablemente de ella hacia las entrañas de la gigantesca nave de guerra.

La figura sentada contemplaba todo esto sin alegría o remordimiento. Esa destrucción nacía de la necesidad. Se había hecho lo que debía hacerse.

En la parte trasera del puesto de mando, un acólito comunicaba los progresos a medida que recibía las noticias mediante un dispositivo sinuoso y vivo sujeto a su antebrazo derecho por seis patas insectoides.

—La victoria es nuestra, eminencia. Nuestras fuerzas de tierra y aire han acabado con los principales centros de población, y tenemos un Coordinador Bélico en la superficie. —El acólito miró el villip receptor del brazo, cuyo suave brillo bioluminiscente aumentaba notablemente la iluminación del puesto de observación y la penumbra de las luces del panel—. El estratega del comandante Tla opina que las cartas de astronavegación y los datos históricos que se almacenan aquí serán muy valiosos para nuestra campaña.

El Sacerdote, que se llamaba Harrar, miró la nave de guerra.

—¿El estratega ha comunicado sus impresiones al comandante Tla?

La duda del acólito bastó como respuesta; pero, aun así, Harrar tuvo que sufrir la réplica verbal.

Nuestra llegada no complace al comandante, eminencia. No rechaza la necesidad del sacrificio, pero dice que la campaña ha sido un éxito hasta ahora sin necesidad de tener supervisores religiosos. Teme que nuestra presencia sólo sirva para confundir su tarea.

—El comandante Tla no alcanza a entender que nos enfrentamos al enemigo en varios frentes —dijo Harrar—. Cualquier contrincante puede ser sometido a la fuerza, pero el sometimiento no garantiza que lo hayas convencido de tus creencias.

—¿Desea que se lo comunique al comandante, eminencia?

—No te corresponde. Déjamelo a mí.

Harrar, un macho de mediana edad, se levantó y se acercó al borde de la transparencia poligonal que conformaba la cabina. Se paró allí y se cogió las manos de tres dedos a la espalda. Había ofrecido los dedos faltantes en ceremonias de devoción y sacrificio ritual, como una forma de superarse a sí mismo. Su cuerpo esbelto estaba envuelto en finas telas de pálidos colores. Un turbante estampado de ostentoso nudo sujetaba sus largas trenzas negras. La nuca mostraba inquietantes marcas grabadas en la piel estirada y tirante por las prominentes vértebras.

El planeta giraba bajo él.

—¿Cómo se llama este mundo?

—Obroa-Skai, eminencia.

—Obroa-Skai —musitó Harrar en voz alta—. ¿Qué significa ese nombre?

—El significado se desconoce por el momento. Pero sin duda encontraremos alguna explicación entre los datos recogidos.

Harrar hizo un gesto de desprecio con la mano derecha.

—Ya no tiene importancia.

Un relampaguear de cañonazos desvió su atención hacia Obroa-Skai, donde un artillero de coral yorik entraba en la zona luminosa, escupiendo fuego trasero contra los cuatro cazas estelares de morro chato que evidentemente lo habían perseguido desde el lado oscuro del planeta. Los pequeños Ala-X se aproximaban con rapidez, con los propulsores encendidos y la punta de las alas disparando rayos energéticos contra la enorme nave. Harrar había oído que los pilotos de la Nueva República se habían hecho expertos en anular a los dovin basal, alterando la frecuencia y la intensidad de los rayos láser que disparaban los cazas. Esos cuatro perseguían al artillero con una precisión propia de un autocontrol completo. Semejante confianza, tan aplastante, revelaba cualidades que los yuuzhan vong deberían tener presentes a medida que progresase la invasión. Deberían enseñar a la casta guerrera, normalmente ajena a los matices, que la supervivencia era tan importante para las creencias del enemigo, como la muerte para los yuuzhan vong.

El artillero cambió de dirección y ascendió, pareciendo querer aprovechar el amparo que le brindaba la nave de guerra del comandante Tla. Pero los cuatro cazas estaban decididos a destruirla. Rompieron la formación, aceleraron y rodearon el artillero, convirtiéndola en el epicentro de su ira.

Los pilotos del Ala-X atacaron con impresionante precisión. Descargaron rayos láser y brillantes torpedos rosas, poniendo a prueba la habilidad de los dovin basal del artillero. Por cada vacío gravitacional que creaban los dovin basal para engullir rayos y torpedos, otro conseguía penetrar, abriendo fisuras en la nave de asalto y haciendo saltar en todas direcciones pedazos de coral yorik negro rojizo. Aturdido por los incesantes ataques, el artillero se refugiaba en sus escudos, esperando un momento de respiro, pero los cazas no le daban cuartel. Descargas de resplandeciente energía azotaban la nave, desviándola de su ruta. Los dovin basal comenzaron a fallar. Con las defensas comprometidas sin remedio, la gran nave desvió toda la energía a las armas, y contraatacó.

De una docena de cañones brotó un vengativo fuego dorado, en desesperada demostración de fuerza, pero los cazas estelares eran demasiado rápidos y ágiles. Hicieron una pasada tras otra, soltando fuego hacia el repentinamente vulnerable casco de la nave. Jirones de carne rasgada chorrearon de las profundas heridas y trincheras abiertas por los láseres. La destrucción de un lanzador de plasma inició una serie de explosiones en cadena en el lado de estribor. El coral yorik derretido resbalaba de la nave como un rastro de vapor. Brillos de cegadora luz asomaron desde su núcleo. La nave rodó sobre su vientre, perdiendo velocidad. Entonces, agitándose en un paroxismo final, desapareció en una breve burbuja de fuego.

Entonces pareció que los Ala-X pretendieran atacar a la nave de guerra, pero los pilotos dieron media vuelta en el último momento. Descargas de la nave de guerra se entrecruzaron por el espacio cercano, pero ningún misil dio en el blanco.

Harrar miró por encima del hombro a su acólito. Su rostro escarificado era una sombría máscara.

—Insinúa al comandante Tla que sus celosos artilleros dejen escapar a las pequeñas naves —dijo con una tranquilidad fuera de lugar—. Después de todo, alguien tiene que vivir para contar lo que pasó aquí.

—Los infieles lucharon bien y murieron con valor —se arriesgó a comentar el acólito.

Harrar se giró para mirarlo frente a frente, con un brillo en los ojos que delataba una sonrisa.

—¿Eso que percibo es respeto por ellos?

El acólito asintió en señal de deferencia.

—Sólo es una observación, eminencia. Para ganarse mi respeto tendrían que abrazar voluntariamente la verdad que les traemos.

Un heraldo de rango menor entró en la cabina. Saludó, chocando los puños contra los hombros contrarios.


Belek tiu
, eminencia. Le comunico que ya se han reunido los cautivos.

—¿Cuántos son?

—Varios centenares… Y de diverso aspecto. ¿Desea supervisar la selección para el sacrificio?

Harrar enderezó los hombros y se ajustó la caída de su elegante túnica.

—Estoy impaciente por hacerlo.

El diáfano cierre de las entrañas del transporte se abrió a una inmensa bodega llena hasta los topes de prisioneros capturados en la superficie y los cielos de Obroa-Skai. La escolta de guardias y asistentes personales de Harrar entró en la bodega, seguida por el Sacerdote en persona, sentado sobre un almohadón flotante, con una pierna doblada bajo él y la otra colgando por el borde. El palpitante dovin basal con forma de corazón que mantenía el almohadón elevado respondió al silencioso apremio de Harrar, atrayéndose hacia el techo abovedado cuando le pidió más altura, moviéndose hacia uno u otro mamparo lejano según el Sacerdote desease avanzar, retroceder o desplazarse hacia un lado.

La bodega estaba bien iluminada, con parches bioluminiscentes que recubrían paredes y techo, y había sido dividida en varios campos de inhibición separados, dispuestos en dos filas paralelas y generados por enormes dovin basal. Dentro de cada campo, apretados unos con otros, había investigadores y expertos originarios de gran cantidad de planetas, tanto humanos como de otras especies (bothanos, bith, quarren y caamasianos), todos parloteando a la vez en una miríada de idiomas, mientras guardianes de negro, armados con anfibastones, supervisaban el proceso de selección. El inmenso espacio, concebido para el mantenimiento de coralitas y no para mercancía viva, apestaba a sangre, sudor y secreciones naturales.

Pero lo que más había en el aire era miedo.

Harrar flotaba en su almohadón, supervisando la escena desde debajo de su capucha. Sus criados se apartaron para que él pudiera acercarse al pasillo central e inspeccionar a los prisioneros de ambos lados. Pero para llegar a los primeros campos de inhibición, tuvo que rodear un gran foso lleno a rebosar de androides confiscados; cientos de ellos, amontonados en un amasijo de miembros, apéndices y otras partes mecánicas.

Cuando Harrar ordenó detenerse junto a la pequeña montaña de máquinas, los androides que se encontraban en lo más alto empezaron a temblar bajo su escrutinio. Las cabezas redondeadas, rectangulares y antropomórficas giraron con un zumbido de servomotores gripados, los sensores de audio se alargaron e incontables fotorreceptores lo enfocaron al tiempo. Una avalancha momentánea hizo que varias de las máquinas cayeran, entre chillidos, a la base del montón, por debajo del nivel del suelo.

La curiosa mirada de Harrar recayó sobre un deformado androide de protocolo que lucía una banda de color en su brazo derecho. Ordenó al almohadón que se acercara a la inmovilizada máquina.

—¿Por qué llevan prendas de adorno algunas de estas abominaciones? —preguntó a su asistente en jefe.

—Al parecer tenían funciones de ayudantes de investigación, eminencia, —explicó el asistente—. Sólo los contratados por investigadores profesionales podían acceder a las bibliotecas de Obroa-Skai. El símbolo que se ve en la banda del brazo pertenece al llamado Instituto Obroano.

Harrar estaba horrorizado.

—¿Dices que investigadores serios trataban a estas cosas como iguales? El asistente asintió.

—Eso parece, eminencia.

La expresión de Harrar se tornó desprecio.

—Permite que una máquina se considere tu igual, y no tardará en creerse superior —alargó la mano, quitó la banda al androide y la tiró al suelo—. Incluye en el sacrificio una muestra representativa de estas monstruosidades. Incinera al resto.

—Estamos acabados —se lamentó una voz sintética y apagada entre el montón de escombros.

Brazos vivos de varios tamaños, colores y texturas se alzaron en gesto de súplica hacia Harrar, mientras el almohadón le transportaba hacia el campo de inhibición más cercano. Algunos prisioneros pedían clemencia, pero la mayoría guardaban silencio con aprensión. Harrar los contempló indiferente hasta que vio a un humanoide peludo de cuya prominente frente emergían un par de cuernos en forma de cono que se curvaban hacia adentro. Sus manos y pies desnudos estaban curtidos por el intenso trabajo, y la mirada clara de la criatura evidenciaba una gran inteligencia. El humanoide vestía una prenda tosca, sin mangas, cuyos jirones le llegaban hasta las rodillas, ajustada a la cintura por un cordón trenzado de fibras naturales.

—¿A qué especie perteneces? —preguntó Harrar en un Básico perfecto.

—Soy un gotal.

Harrar señaló la túnica.

—Tu atuendo parece el de un penitente más que el de un estudioso. ¿Qué eres tú?

—Soy ambos y ninguno —dijo el gotal con una ambigüedad decidida—. Soy un sacerdote h’kig.

Harrar se agitó animoso en el almohadón y se dirigió a su séquito.

—Qué suerte. Tenemos un santo entre nosotros —su mirada se centró en el gotal—. Háblame de tu religión, sacerdote h’kig.

—¿Qué interés puedes tener en mis creencias?

—Lo cierto es que yo también soy ejecutor de rituales. Hablemos de sacerdote a sacerdote.

—Los h’kig creemos en el valor de una vida sencilla —dijo el gotal, escueto.

—Sí, pero ¿con qué fin? ¿Para conseguir cosechas abundantes, mejoraros a vosotros mismos o aseguraros un lugar en la otra vida…?

—La virtud en sí misma es nuestra recompensa.

Harrar le miró atónito.

—¿Eso os han dicho vuestros dioses?

—Es sólo nuestra verdad… Una entre muchas.

—Una entre muchas. ¿Y qué hay de la verdad que os traen los yuuzhan vong? Reconoce a nuestros dioses y quizá me sienta inclinado a salvarte la vida.

El gotal le contempló con indiferencia.

—Sólo un falso dios tendría tanta sed de muerte y destrucción. —Entonces es cierto. Temes a la muerte.

—No temo morir por la verdad, por aliviar los sufrimientos o exterminar el mal.

—¿Sufrimientos? —Harrar se agachó amenazante sobre él—. Deja que te explique lo que es el sufrimiento, sacerdote. El sufrimiento es el pilar de la vida. Quienes aceptan esa verdad saben que la muerte es la liberación del sufrimiento. Por eso acudimos animosos a la muerte, porque estamos resignados a ella. —Miró a los otros prisioneros y alzó la voz—. No os estamos exigiendo más de lo que nos exigimos a nosotros mismos: compensar a los dioses por el sacrificio que realizaron al crear el universo. Ofrecemos carne y sangre para que así pueda perdurar su obra.

—Nuestros dioses no nos piden más tributo que hacer buenas acciones —intervino el gotal.

—Acciones que te causan callos —dijo Harrar con desdén—. Si eso es todo lo que vuestros dioses esperan de vosotros, no me extraña que os hayan abandonado en vuestro momento de necesidad.

—No nos han abandonado. Aún tenemos a los Jedi.

Murmullos de compañerismo se elevaron entre la multitud de prisioneros, primero reticentes y luego con creciente convicción.

Other books

Just One Kiss by Amelia Whitmore
Poison by Sarah Pinborough
The Third Reich by Roberto Bolaño
Favorite Socks by Ann Budd
Vegas Sunrise by Fern Michaels
The Land of Mango Sunsets by Dorothea Benton Frank
Mr. Pin: The Chocolate Files by Mary Elise Monsell