A Tale of the Dispossessed (16 page)

Read A Tale of the Dispossessed Online

Authors: Laura Restrepo

Tags: #General Fiction

BOOK: A Tale of the Dispossessed
12.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

C
uando Siete por Tres hizo su primera aparición en el albergue, transcurría una de esas tardes recargadas y húmedas de agosto en las que el planeta se niega a girar. Los golpes en la puerta a duras penas disiparon el letargo que flotaba sobre el patio, y al levantarme a abrir resentí el peso de mis pies, abotagados de calor. Poco se veía del recién llegado, envuelto como estaba en su ruana calentana, con un costal a cuestas y un sombrero de fieltro calado hasta las cejas. Lo hice seguir y le ofrecí un asiento que rechazó, dudoso entre permanecer o dar media vuelta y salir por donde acababa de entrar. Fue entonces cuando le pregunté el nombre, lo dejé buscando a Matilde Lina en los libros de registro y me fui a llamar a la madre Françoise, quien por ese entonces era directora general de este refugio de desterrados al que yo le dedico mis días.

Al regresar, me alegró ver todavía allí la extraña figura de Siete por Tres. Hubiera jurado que aquel hombre seguiría camino, pero no había sido así. Permanecía de pie ante el escritorio que hacía las veces de recepción, había dejado ya de revisar la lista y se aferraba a su costal como si temiera que se lo fueran a arrebatar. Parecía cansado y enfermo, y pensé: Estará cocinado debajo de tanta ropa. Lo mismo debió pensar la madre Françoise porque le dijo que si quería una limonada, con tanto calor . . .

Él respondió con un
no
agradecido y se volvió a callar.

—¿Qué llevas en ese costal? —le preguntó la madre, como por dar pie a alguna conversación.

—Leña—respondió, pero me pareció que mentía.

Pasó largo rato antes de que la madre Françoise lograra convencerlo de que comiera algo y se quitara la ruana, y al ver que tenía la piel ardida me pidió que le diera aspirinas y le hiciera curaciones con picrato de butesín. Al principio sólo permitió que le untara la pomada en las ampollas de la cara y de los brazos, pero tal vez el roce de mis dedos le alivió la congoja y le aflojó la desconfianza, porque se abrió la camisa y me mostró las quemaduras que le floreaban la piel del pecho y del cuello.

—¿Con qué fue?

—Insolación—me dijo, y supe que otra vez mentía. Es lo común: a este albergue viene a refugiarse toda suerte de perseguidos, a quienes les va la vida en no decir una verdad. Así que tienes que aprender a distinguir entre mentiras dañinas y verdades no dichas.

—Señorita, usted me está dejando mejor engrasado que transmisión de camión—me dijo risueño, cuando se vio cubierto por la espesa pomada amarilla.

Un par de días después, ya reposado y repuesto, andaba ayudando por la huerta y la cocina, y hasta se ofreció para dar una mano con la contabilidad de la administración. Fue en medio de una columna de egresos cuando nos confesó, a la madre y a mí, que entre el costal llevaba ni más ni menos que a la famosa Bailarina de los tiempos coloniales, tan buscada por las autoridades en toda Tora y sus alrededores. Como ya habíamos oído de ella por la radio y por la prensa, la madre Françoise se agarró la cabeza a dos manos y empezó a dar unos alaridos que sólo sorprendieron a los que no conocían los excesos de su temperamento francés.

—¡Pero qué grandísimo disparate!—gritaba con su acento irrepetible—. Cómo se te ocurre, muchacho, ¡traerme aquí una Virgen robada!

—No la robé, madre—aseguraba él, pero era inútil.

—¿Acaso no sabes que aquí no puedo tener armas, ni drogas, ni nada ilegal, porque sería servirle en bandeja al general Oquendo el pretexto que está esperando? ¿No crees que ya es suficiente problema esconderte a ti, a quien persiguen por mar y tierra por tanta diablura que hiciste en la huelga?

—Si no hice nada, madre.

—¡Saquen esa Virgen, antes de que Oquendo nos allane con la buena excusa de que administramos una cueva de ladrones!

—Pero, madre, usted que es hospitalaria con todos, ¿cómo va a echar a la Virgen a la calle? ¿No ve que desde niño la vengo cargando sobre los hombros? ¿No ve que no es robada, sino salvada por mi gente del saqueo y del incendio?

Siete por Tres la liberó del costal, desamarró la piola y no acababa de desenvolver el plástico cuando se produjo un pequeño milagro, porque la sonrisa de la Virgen morena desarmó a la monja, que quedó prendada de esa dulzura tan grácil, de esa coquetería tan gitana con que la imagen meneaba las faldas y entornaba las manos, como si en cualquier momento fuera a ascender bailando al cielo.

Le buscamos escondite por todo el albergue; ensayamos a enterrarla debajo de los tomates de la huerta, a encaramarla en las vigas del tejado, a ocultarla detrás de los lavaderos o entre los bultos de grano que almacenábamos en la alacena.

—Ahí no, ¿no ven que la daña la humedad? —Nada satisfacía a la madre Françoise—. Ahí tampoco, que la mordisquean los cerdos. ¡Ahí sí que menos! Se la come el jején. Dame acá, que ya sé dónde la voy a colocar.

—¡Pero qué hace, madrecita!—protestaba Siete por Tres.

—Tú calla, que tienes la culpa.

Sin dar lugar a preguntas o reclamos, la monja hizo traer piedras, cemento y palustres y a todos los puso a construir, en la mitad del patio, un nicho alto, recio y aparatoso. Justo ahí entronizó a la Bailarina, apretada entre exvotos y flores de plástico, expuesta como en vitrina pero bien resguardada e inaccesible detrás de un cristal. Antes de encerrarla la disfrazó. Le organizó en color noche y plata una capa cortada al sesgo, de triple vuelo y con capucha forrada, que la cubría toda por completo con excepción de su bonita cara y del liviano pie que aplastaba a la Bestia. Alrededor del nicho sembró plantas y cercó.

—Donde todos pueden verla es donde menos se ve—dijo, por fin complacida, la madre Françoise.

—Ah, qué monjita ésta—le salió agridulce la sonrisa a Siete por Tres—. Me enrejó a mi Virgen.

Desconcertado, caballero andante recién destituido de la causa de su dama, se sentó a los pies del nicho y se dejó flotar en una gelatina a medio camino entre el alivio y las ganas de llorar. Se alegraba de ver a su Virgen tan señora y tan airosa, rodeada de flores y homenajes, ella, que parecía acostumbrada a las fatigas del viaje y a la aspereza del costal. ¿Pero adónde podría ir él sin su compañía? Si seguía camino la dejaba atrás; si permanecía se le enfriaba la huella de Matilde Lina, que tiraba hacia delante. La disyuntiva lo hacía náufrago del tiempo y congelaba su impulso, y ése fue, tal vez, el único día en que he visto a Siete por Tres realmente mal: triste y deslucido como un pájaro disecado.

Mientras tanto Perpetua, a quien la vida había arrastrado hasta este mismo patio, tascaba su caja de dientes y contemplaba la escena sin creer lo que veía: sus ojitos gachos se posaban en la Virgen, la inspeccionaban, observaban al dueño con extrañeza, volvían a la Virgen, la recorrían de arriba abajo y de repente se iluminaron.

—Señor—le dijo a Siete por Tres, tocándole con respeto el hombro—. Señor, ¿no es esta imagen Santa María Bailarina, patrona de un pueblo del mismo nombre que campeaba por los rumbos del Río Perdido, departamento del Huila?

—No, señora, está confundida—negó él poniéndose de pie, paranoico tras tanto episodio persecutorio.

—Qué raro—insistió Perpetua—, hace rato la estoy mirando y hubiera jurado que es la misma. No creo que haya dos iguales; ni siquiera parecidas . . .

—Le digo que no. Hasta donde entiendo de la materia, esta santa es Santa Brígida.

—¿Santa Brígida virgen, o Santa Brígida viuda?

—Santa Brígida no más, y si no le molesta tengo que marcharme—reviró Siete por Tres, convencido a estas alturas de que la anciana era un infiltrado de la inteligencia militar que lo interrogaba para delatarlo.

Horas más tarde, mientras Siete por Tres, en calzoncillos, se duchaba con manguera, los ojitos gachos de Perpetua, que no paraban de escudriñarlo, se toparon con un sexto dedo que regresó inconfundible a su memoria despejándole todas las dudas.

—¿Siete por Tres? ¿Estás vivo? ¿Me recuerdas? Soy Perpetua. La señora Perpetua, ¿te acuerdas? La madre de los niños Morales . . . ¿Cierto que ella es la Bailarina, nuestra Patrona? Hasta el fin del mundo la reconocería . . . Y tú, ¿cierto que eres Siete por Tres, el ahijado de Matilde Lina?

A todas éstas la madre Françoise, en cuatro patas y valiéndose de un alambre, se ocupaba de un sifón atascado sin sospechar siquiera que al construirle nicho a la Virgen de madera había colocado la piedra fundacional de lo que seguramente algún día, dentro de quién sabe cuántos años, habrá de ser Santamaría Bailarina, la segunda y última, inmensa barriada sedentaria de esta ardiente ciudad de Tora, cuyos habitantes habrán olvidado el origen trashumante de sus progenitores y estarán tan habituados a la paz que la darán por descontada.

TRECE


A
quí llegan los que escapan del infierno—le digo a Siete por Tres mientras recorremos el patio central, los baños colectivos y los galpones de los siete dormitorios, dispuestos en apretadas filas de camas camarote.

Le presento a Elvia, una quindiana menuda y curtida que alimenta con trozos de fruta a sus azulejos, que son todo lo que conserva de lo que fue su finca, cerca de La Tebaida.

—También alcancé a sacar mis pollos—nos cuenta Elvia, con un azulejo parado en el hombro y otro en la cabeza—. Pero la caja en que venían se cayó de la canoa y se ahogaron en el río. No se sabe quién chilló más, si los pollos o yo.

—A los perros los abandonan porque ladran por el camino y los delatan—le comento a Siete por Tres, y le muestro cómo funcionan los hornos de pan—. En cambio es frecuente que se presenten aquí con sus pájaros.

Sentadas en una banca están las únicas tres inquilinas de planta, doña Solita, su hija Solana y su nieta Marisol. Mucha gente viene y se aleja al socaire de la guerra, pero ellas permanecen sentadas en su banca, almidonadas y compuestas como tres muñecas en la vitrina de una juguetería. Alzo a Marisol, mi ahijada, una criatura de meses que nació aquí, en el albergue.

—Nadie llega aquí para siempre; esto es sólo una estación de paso y no ofrece futuro. Durante cinco o seis meses les damos a los desplazados techo, refugio y comida, mientras se sobreponen a la tragedia y vuelven a ser personas.

—¿Será posible volver a ser persona? —me pregunta Siete por Tres sin mirarme, porque conoce la respuesta mejor que yo.

—No siempre. Sin embargo el albergue no puede alargar el plazo, así que deben seguir camino para enfrentar de nuevo la vida y empezar de cero. Pero ellas tres, ¿adónde van a ir? Doña Solita no puede trabajar porque tiene las manos impedidas por la artritis. Le mataron a los demás hijos y le dejaron embarazada a Solana, que sufre un severo retraso mental. ¿Dónde en el mundo pueden vivir esos tres ángeles del cielo, si no es aquí?

—Si no es aquí—repite Siete por Tres, que tiene la maña de devolver la última frase que escucha, como un eco.

—Al llegar acá—le digo—vi lo mismo que estás viendo ahora; mujeres en los lavaderos, hombres trabajando en la huerta, niños que escuchan la lectura de un libro: demasiado silenciosos, lentos y sonámbulos, con la mente en otra cosa mientras intentan llevar un remedo de vida normal. No encontré hostilidad en ellos, al contrario, una cierta mansedumbre derrotada que me oprimió el corazón. La madre Françoise me dijo que no debía engañarme. «Detrás de ese aire de derrota está vivísimo el rencor», me advirtió. «Huyen de la guerra pero la llevan adentro, porque no han podido perdonar.»

Desde su primer día entre nosotros, Siete por Tres demostró que no sabía lo que era la inactividad y dejó ver que poseía una habilidad sorprendente para cualquier oficio, fuera resanar paredes, sacrificar cerdos, organizar brigadas de limpieza o manejar el camión; ninguna tarea le quedaba grande ni existía problema al que no le hiciera el intento.

Por confesiones que se le escapan, sé que se ha ganado la vida en los muchos oficios que le van saliendo al paso, porque mientras más busca a Matilde Lina, más las oportunidades lo encuentran a él. Le pregunto por qué nunca come carne y me entero de que fue aseador de una carnicería de Sincelejo, donde en vez de sueldo le pagaban con hueso y bofe. Sabe suturar heridas, saca muelas y remienda huesos porque ejerció de enfermero en San Onofre; maneja bus porque reemplazó choferes por la ruta Libertadores; echó musculatura como bracero en el Magdalena; fue desguazador de autos en Pereira, recolector de papa en Subachoque, afilador de cuchillos en Barichara.

Entre todas sus destrezas, hay una en particular que para nosotros resulta imprescindible: Siete por Tres sabe mediar cuando se arman pleitos. En el albergue estalla el conflicto con demasiada frecuencia porque es mucha la gente que se amontona adentro: gente que a veces no se conoce entre sí y que se ve obligada a convivir en poco espacio por largo tiempo, compartiéndolo todo, desde el excusado y la estufa hasta el llanto adulto, sofocado por la almohada, que se escucha de noche en los dormitorios. Para no hablar de la tensión y la desconfianza extremas que se generan cuando se aloja un grupo que simpatiza con la guerrilla y otro que viene huyendo de ella. Siete por Tres ha demostrado tener un talento nato para manejar situaciones inmanejables con delicadeza y autoridad, y se ha vuelto tan necesario para las monjas que la madre Françoise le ha dado el cargo de intendente. Con esto pretende además amarrarlo al albergue, porque Siete por Tres se aleja cada vez que soplan vientos de otros lados.

Other books

Laws of Attraction by Diana Duncan
The Seventh Sacrament by David Hewson
Stormcaller (Book 1) by Everet Martins
Into the Fire by Jodi McIsaac
Gold by Chris Cleave
The Unseen Trilogy by Stephanie Erickson
Haunted Heart by Susan Laine
The Ice Marathon by Rosen Trevithick
The Specter by Saul, Jonas