A Tale of the Dispossessed (10 page)

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Authors: Laura Restrepo

Tags: #General Fiction

BOOK: A Tale of the Dispossessed
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“And about your loves, aren’t you going to tell me anything?” he asked me, and I thought: Either I speak now or never. But he had posed the question in such an offhand way, as if the issue had no bearing on him, that my last bit of courage simply evaporated.

“A woman like you must have broken many hearts. . . .”

“In the past, maybe. At my age, the only heart that I break is my own.”

The church bells were already calling for six o’clock mass, and I knew that I had missed my opportunity. From the collective dormitories came the echo of some sleepy coughing, of a radio blaring its rosary of news, and the asthmatic hum of the electric fan died down as bright sunlight entered our room and I had to rush out to do my breakfast chores.

Three Sevens came into the dining hall, and while I was busy distributing the white cheese, bread, and cups of cocoa, I desperately racked my brain for a word that could bring him close to me.

He burned his lips from drinking the boiling hot chocolate and then went up to the mirror that hangs over the dish rack. I saw him putting hair gel on his comb and paste on his toothbrush. He brushed his teeth, and as he was thanking me for breakfast and saying good-bye while I gathered the dishes, I was well aware that if it wasn’t now, it would never be.

“It is not Matilde Lina that you’re looking for,” I risked finally, and my words started rolling among the empty tables in the dining hall. “Matilde Lina is only the name that you have given to all that you’re looking for.”

Tonight a heavy rainstorm is falling like a benediction on the overheated shelter, dissipating the tension due to the excess of human presence. I came to bed earlier than usual, and now I have been awake for hours, listening in the dark for the bursts of rain pelting the tin roof, the irregular roar of the electric plant, the hiss of the corner lamplight as it casts its green light on a circle of rain. It is still dark, yet the first rooster is crowing and the air outside fills with the flutter of noisy seagulls screeching like macaques. The rooster crows and crows until it forces the humidity to rise. I turn on the fan, which, with its toy-helicopter racket, dumps its artificial breeze on me.

Everything is running well, I confirm, and notice without surprise that the beneficial calm that is spreading outside has also reached my heart. It’s been more than a month since the parish priest from Vistahermosa and his colorful court left, but the spell of their solidarity still wields its protection over us. Life is so bountiful, I think, and death, after all, is so gentle. For the moment, the anguish that seems to hover over the shelter has receded, dissolving modestly into the ample space of its opposite, a splendor that dazzles me on this quiet night and creates in me the desire to believe that better days are coming, despite everything. For the first time since I met Three Sevens, anxiety has released its grip on my heart. This peace resembles happiness, I think, and since I want neither the wind nor sleep to diffuse it, I feel grateful for staying awake and turn the fan off.

The nuns’ morning prayers already float around the shelter, and I hear Three Sevens’s footsteps as he enters his half of the room. Due to some predictably favorable parallelism, the scattered fragments of the whole are fitting into place with the amazing naturalness of a fulfilled destiny.

Through the dividing curtain I make out his silhouette, and I know that Three Sevens is sitting on his cot, and that he is delaying taking off his shirt, button by button. In the semidarkness, I imagine his head of hair and feel his breathing, like that of an animal in repose. The scent of his body reaches me vividly, and I watch him taking down the flimsy fabric with blurred images that separated us.

ALSO BY LAURA RESTREPO

The Dark Bride

The Angel of Galilea

Leopard in the Sun

Dedication

Para mi agente

Thomas Colchie

y su mujer Elaine,

amigos entrañables

Epigraph

A las gentes que andan huyendo del terror ( . . . ) les suceden cosas extrañas; algunas crueles y otras tan hermosas que les vuelven a encender la fe.

—J
OHN
S
TEINBECK

Contents

Dedication

Epigraph

Prologo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciseis

Diecisiete

Also by Laura Restrepo

PROLOGO

C
omo creo que la escritura es un oficio en buena medida colectivo y que cada voz individual debe buscar su entronque generacional, he querido que este libro sea un puente entre los míos y los de Alfredo Molano, también él colombiano, cincuentón, testigo de las mismas guerras y cronista de similares bregas. Con su autorización, he entreverado en mi texto una docena de líneas que son de su autoría y que sus lectores sabrán reconocer.

UNO

¿
C
ómo puedo yo decirle que nunca la va a encontrar, si ha gastado la vida buscándola?

Me ha dicho que le duele el aire, que la sangre quema sus venas y que su cama es de alfileres, porque perdió a la mujer que ama en alguna de las vueltas del camino y no hay mapa que le diga dónde hallarla. La busca por la corteza de la geografía sin concederse un minuto de tregua ni de perdón, y sin darse cuenta de que no es afuera donde está sino que la lleva adentro, metida en su fiebre, presente en los objetos que toca, asomada a los ojos de cada desconocido que se le acerca.

—El mundo me sabe a ella—me ha confesado—, mi cabeza no conoce otro rumbo, se va derecho donde ella.

Si yo pudiera hablarle sin romperle el corazón se lo repetiría bien claro, para que deje sus desvelos y errancias en pos de una sombra. Le diría: Tu Matilde Lina se fue al limbo, donde habitan los que no están ni vivos ni muertos.

Pero sería segar las raíces del árbol que lo sustenta. Además para qué, si no habría de creerme. Sucede que él también, como aquella mujer que persigue, habita en los entresueños del limbo y se acopla, como ella, a la nebulosa condición intermedia. En este albergue he conocido a muchos marcados por ese estigma: los que van desapareciendo a medida que buscan a sus desaparecidos. Pero ninguno tan entregado como él a la tiranía de la búsqueda.

—Ella anda siguiendo, como yo, la vida—dice empecinado, cuando me atrevo a insinuarle lo contrario.

He llegado a creer que esa mujer es ángel tutelar que no da tregua a su obsesión de peregrino. Va diez pasos adelante para que él alcance a verla y no pueda tocarla; siempre diez pasos infranqueables que quieren obligarlo a andar tras ella hasta el último día de la existencia.

Se arrimó a este albergue de caminantes como a todos lados: preguntando por ella. Quería saber si había pasado por aquí una mujer refundida en los tráficos de la guerra, de nombre Matilde Lina y de oficio lavandera, oriunda de Sasaima y radicada en un caserío aniquilado por la violencia, sobre el linde del Tolima y del Huila. Le dije que no, que no sabíamos nada de ella, y a cambio le ofrecí hospedaje: cama, techo, comida caliente y la protección inmaterial de nuestros muros de aire. Pero él insistía en su tema con esa voluntaria ceguera de los que esperan más allá de toda esperanza, y me pidió que revisara nombre por nombre en los libros de registro.

—Hágalo usted mismo—le dije, porque conozco bien esa comezón que no calma, y lo senté frente a la lista de quienes día tras día hacen un alto en este albergue, en medio del camino de su desplazamiento.

Le insistí en que se quedara con nosotros al menos un par de noches, mientras desmontaba esa montaña de fatiga que se le veía acumulada sobre los hombros. Eso fue lo que le dije, pero hubiera querido decirle: Quédese, al menos mientras yo me hago a la idea de no volver a verlo. Y es que ya desde entonces me empezó a invadir un cierto deseo, inexplicable, de tenerlo cerca.

Agradeció la hospitalidad y aceptó pernoctar, aunque sólo por una noche, y fue entonces cuando le pregunté el nombre.

—Me llamo Siete por Tres—me respondió.

—Debe ser un apodo. ¿Podría decirme su nombre? Un nombre cualquiera, no se haga problema; necesito un nombre, verdadero o falso, para anotarlo en el registro.

—Siete por Tres es mi nombre, con perdón; de ningún otro tengo noticia.

—Pedro, Juan, cualquier cosa; dígame por favor un nombre—le insistí alegando motivos burocráticos, pero los que en realidad me apremiaban tenían que ver con la oscura convicción de que todo lo estremecedor que la vida depara suele llegar así, de repente, y
sin nombre.
Saber cómo se llamaba este desconocido que tenía al frente era la única manera, al menos así lo sentí entonces, de contrarrestar el influjo que empezó a ejercer sobre mí desde ese instante. ¿Debido a qué? No podría precisarlo, porque no se diferenciaba gran cosa de tantos otros que vienen a parar a estos confines de exilio, envueltos en un aura enferma, arrastrando un cansancio de siglos y tratando de mirar hacia delante con ojos atados a lo que han dejado atrás. Hubo algo en él, sin embargo, que me comprometió profundamente; tal vez esa tenacidad de sobreviviente que percibí en su mirada, o su voz serena, o su oscura mata de pelo; o quizás sus ademanes de animal grande: lentos y curiosamente solemnes. Y más que otra cosa creo que pesó sobre mí una predestinación. La predestinación que se esconde en el propósito último e inconfeso de mi viaje hasta estas tierras. ¿Acaso no he venido a buscar todo aquello que este hombre encarna? Eso no lo supe desde un principio, porque aún era inefable para mí ese todo aquello que andaba buscando, pero lo sé casi con certeza ahora y puedo incluso arriesgar una definición: todo aquello es todo lo otro; lo distinto a mí y a mi mundo; lo que se fortalece justo allí donde siento que lo mío es endeble; lo que se transforma en pánico y en voces de alerta allí donde lo mío se consolida en certezas; lo que envía señales de vida donde lo mío se deshace en descreimiento; lo que parece verdadero en contraposición a lo nacido del discurso o, por el contrario, lo que se vuelve fantasmagórico a punta de carecer de discurso: el envés del tapiz, donde los nudos de la realidad quedan al descubierto. Todo aquello, en fin, de lo que no podría dar fe mi corazón si me hubiera quedado a vivir de mi lado.

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