—Lloré hasta que Dios se cansó de oír mis gritos—me cuenta, al evocar esos días de juicio final, la señora Perpetua, inquilina de este albergue, quien por acasos de la fortuna también es oriunda de Santamaría Bailarina y debió presenciar su destrucción—. Enterré a mi marido y a tres de mis hijos y salí corriendo con los que me habían quedado. Descarnada y ya vacía de lágrimas, me miraba a mí misma y me decía, Perpetua, de ti no queda sino el pellejo.
Los sobrevivientes del exterminio invirtieron la última reserva de coraje en el rescate de su santa patrona, la que le diera nombre al pueblo, una virgen colonial tallada con tino y con ritmo en madera morena, que había derrotado los siglos y las plagas para conservar intacta la frescura de rosicleres en las mejillas y los visos dorados en los pliegues del manto, y que ostentaba el quiebre de cadera y las suaves ondulaciones de brazos que son rasgos propios de esas imágenes de santas que la costumbre ha dado en llamar
bailarinas.
—Madre no hay sino una, pero yo tuve la suerte de contar con dos—se ríe Siete por Tres—. Ambas buenas y protectoras; la celestial tallada en madera de cedro, ¿y la terrenal? De la terrenal yo diría que está hecha de mazapán y azúcar.
Con la Madre Celestial encaramada en andas, resplandeciente y risueña, huyeron a las montañas a esperar a que pasara la matazón. Nada podría sucederles mientras estuvieran bajo el amparo de ella, la Llena de Gracia, la Inmaculada, con su corona de reina fundida en plata fina, su cuarto de luna creciente enredado en las enaguas y más abajo, ya en el pedestal, aquella serpiente de rostro satánico que se rendía sin remedio a sus pies, mientras que ella la pisaba como sin darse cuenta, como si la maldad del mundo no fuera cosa.
Pero la violencia, librada a su antojo, en vez de pasar arreciaba y las noticias que llegaban de abajo eran soplos de desaliento.
—Los conservadores pintaron de azul todas las puertas del pueblo; pintaron de azul hasta las vacas y los burros, y dicen que al que se atreva a andar de colorado le van a tajar la garganta.
—Se prendió el candeleo desde El Totumo hasta Río Cascabel.
—Dicen los azules que sólo paran cuando hayan derramado toda la sangre liberal. Dicen que así piensan ganar las elecciones próximas.
Viendo el caso irremediable, los rojos de Santamaría le dijeron adiós a su tierra, mirándola de lejos por última vez. Improvisaron caravana y avanzaron hacia oriente, desharrapados, fugitivos y enguerrillados, con la muerte pisándoles los talones y la incertidumbre esperándolos adelante, y siempre presente el acoso del hambre. Al centro, junto con la santa de madera, iban Perpetua, sus hijos, Matilde Lina, Siete por Tres, los ancianos, las demás mujeres, los otros niños. Los hombres, armados con ocho fusiles y doce escopetas, formaban en torno un cerco protector.
—Los niños no sufríamos—me confiesa Siete por Tres—. Íbamos creciendo en los vientos de la marcha y no teníamos antojo de permanencias.
La lenta romería se prolongó año tras año, hasta que se hizo larga como la vida misma. Aquí y allá se les fueron incorporando otras montoneras liberales que también vagaban al garete; nuevos desplazados por desahucios y matanzas; más sobrevivientes de pueblos y campos arrasados; comandantes-agricultores acostumbrados a sembrar y a guerrear; diversas gentes correteadas a la fuerza y demás seres que sólo en la errancia encontraban razón y sustento.
—Éramos víctimas, pero también éramos verdugos—reconoce Siete por Tres—. Huíamos de la violencia, sí, pero a nuestro paso la esparcíamos también. Asaltábamos haciendas; asolábamos sementeras y establos; robábamos para comer; metíamos miedo con nuestro estrépito; nos mostrábamos inclementes cada vez que nos cruzábamos con el otro bando. La guerra a todos envuelve, es un aire sucio que se cuela en toda nariz, y aunque no lo quiera, el que huye de ella se convierte a su vez en difusor.
Los que no podían seguir, se iban quedando a la vera del camino bajo una cruz de palo y un montón de piedras. El número de los menores se conservaba siempre el mismo, según restaban los que morían y volvían a sumar los que iban naciendo. Los demás protagonizaban la historia móvil y escurridiza de los que emprenden la huida: horas quietas al acecho, abatimiento por los caminos del Señor, café sin dulce y carne sin sal, pleitos y llantos, conciliaciones y consolaciones, delirios de paludismo y diarrea, juegos de cartas, páramos helados que humedecen la ropa y hacen tiritar la piel, rastrojeras, bosques de niebla, cañaduzales, sembradíos de piña ardiendo bajo el sol. El olor del enemigo impregnándolo todo, hasta la tela de la camisa y las hojas de los árboles, y un constante trasegar de ilusiones y un obsesivo espejeo de tierra propia, que fueron y siguen siendo el motor de su marcha.
—¿Buscando qué, días y noches persiguiendo qué? —se pregunta ahora, ante mí, Siete por Tres—. Nadie sabía bien, y yo, que era niño, menos. Recuerdo la esperanza que abrigábamos entonces porque es la misma que abrigamos todavía: «Cuando la guerra amaine . . .»
Cuando la guerra amaine . . .¿Cuándo será ese cuándo? Ya pasó medio siglo desde aquel entonces y todavía nada; la guerra, que no cesa, cambia de cara no más. A René Girard, quien fuera mi profesor en la universidad, le escribo diciéndole que esta violencia envolvente y recurrente es insoportable por irracional, y él me contesta que la violencia no es nunca irracional, que nadie como ella para llenarse de razones cuando quiere desencadenarse.
Andaban montados en tragedia mayor pero nunca quisieron entenderlo así, ni Matilde Lina, la lavandera de Sasaima, ni el niño de los veintiún dedos. Mientras los demás padecían hambre, ellos vivían olvidados de comer; la tristeza y el miedo no encontraban en su alma paja para tejar rancho; la desolada noche fría les parecía noche y nada más; la vida despiadada era sólo la vida, porque no ambicionaban una distinta ni mejor. Los otros lo habían perdido todo y ellos nada, porque no se pierde lo que nunca se tuvo ni se quiere tener.
—Como no traía nombre preciso, habíamos caído en la usanza de llamar
Veintiuno
al chico del pie extravagante, según el número peculiar de sus demasiados dedos, hasta el día en que Charro Lindo nos prohibió en tono terminante y bajo amenaza de castigo que lo apodáramos así, por no ser caritativo, según dijo, apellidar a la gente por sus defectos—me cuenta Perpetua, aclarándome que Charro Lindo era un joven bandolero liberal de apariencia gallarda, que había heredado de un tío el cargo de jefe de la procesión de desterrados.
Pese a la orden perentoria, algún desprevenido volvió a decir
Veintiuno
en presencia del jefazo, y éste lo tiró al suelo de un sopapo. Entonces, en vez del
Veintiuno
surgió el
Siete por Tres
como eufemismo y desacato encubierto a la autoridad, y ese sambenito se le pegó al niño para no abandonarlo más.
—Recuerdo a Veintiuno como si lo estuviera viendo—me asegura doña Perpetua—. Nacido de la nada y de la rareza de ese pie de dedos pares, de niño se inclinaba hacia lo huraño y hacia la gran timidez. Pero por Dios que aquel dedito sobrante no le impedía correr: como una gacela volaba descalzo por los andurriales.
En algún punto de la travesía, Matilde Lina, apertrechada en su niño, desistió de ocuparse de los demás humanos, ella que nunca fue experta en tratarlos, y se desentendió del todo de sus razones, de sus palabras y de sus actos. Simplemente los seguía sin preguntar ni pedir, llevando al niño consigo, los dos livianos y soñadores, casi imperceptibles para los demás, poderosos e intocables en su extrema indefensión.
Siete por Tres aprendió a caminar detrás, calando su pie pequeño en la huella que ella iba dejando, y así avanzaba confiado, a ratos despierto y a ratos dormido, sin rezagarse ni perder el ritmo, como si conociera aquel rastro desde antes de nacer. Para espantar el silencio que cae cuando se anda huyendo, Matilde Lina le enseñó el arte de hablar, pero sólo de animales. En los desvelos del monte se acurrucaban para adivinar el currucutú del búho saraviado, o las rondas de amor de la tigre en celo, o los ojos rojos y el aliento pútrido de los perros del diablo: el diálogo entre ellos era cháchara irrelevante, permanente y zurumbática sobre las costumbres del animalero.
—¿Oyes? —le preguntaba ella bajo la tempestad—. No es trueno, sino estampida de bestias mostrencas.
Otras veces le indicaba: «Mira, es huella de gato cerrero», o de guagua, de tatabro, de chigüiro, porque cualquier traza sabía distinguir sin riesgo de confusión.
Acaracolada en la memoria traía ella a Sasaima, la tierra donde vivió de niña, y hablaba con cariño de sus muchos animales. De las golondrinas que atraviesan el chorro de luz que cae desde lo alto en las cuevas de Gualivá; de los sapos negros y lisos que se hacen invisibles cuando se paran sobre las piedras negras y lisas del Río Dulce; del chumbilá, que es un ratón alado pero entregado al vicio, porque cuando los campesinos lo atrapan le enseñan a fumar y él aprende gustoso.
—Sólo de eso hablaban, de bichos y más bichos—me cuenta doña Perpetua—. A esos dos no les interesaba nadie más.
Eso lo comprendo yo demasiado bien: que nadie más les suscita pasión y ni siquiera interés, porque cada uno de ellos es el continente donde el otro mora como único habitante. Mírame, Siete por Tres; tócame, huéleme, escucha el runrún que me atormenta sin lograr convertirse en palabra pronunciada . . . ¿Te percatas de que a diferencia de ella yo estoy ahora y aquí, que soy presencia que el ojo registra y el tacto constata? ¿Tendrás por fin el valor de reconocer que en este mundo de acá es preferible alcanzar que perseguir; que una mujer de carne y hueso es mejor que una recordada o imaginada, cien veces mejor, aunque no sea lavandera, ni haya nacido en Sasaima ni sepa un cuerno de animales del trópico?
—El Albeiro se llevó los alicates—le oigo decir a Siete por Tres mientras trabaja en la construcción de un nuevo tambo—. ¡Albeiro! ¿Dónde están los alicates? —grita con desparpajo y yo quisiera advertirle que no trate de engañarse. ¿Qué puede saber él de los Albeiros o de los alicates? ¿Qué sabe acaso del presente y de sus circunstancias?
L
a señora Perpetua, ya muy anciana, es la única persona que sabe lo que yo quiero saber. Se hallaba presente en el atrio de aquella iglesia, siendo mujer casada y con hijos, la noche en que encontraron al niño del pie quimérico. Luego atravesaron juntos los mares rojos del éxodo hasta que la calamidad separó sus vidas, y después de un bache de años espaciados vino a topárselo adulto, por venturas de la errancia, aquí, en este albergue de caminantes. La señora Perpetua se debate en lucha eterna y perdida de antemano contra un aparato de tortura hecho de alambres y pasta rosa que llama con orgullo
mi prótesis dental,
y mientras lo tasca sin lograr acomodarlo, me va contando.
—Vi a Matilde Lina enseñarle a ese niño a amaestrar a un chumbilá. Hacía círculos en el aire con una vara fina de bambú hasta que el animal venía volando, obediente, a pararse en la vara—dice con mímica, y a mí me hacen gracia sus intentos de repetir con el brazo los círculos flexibles y con la boca el hocico del murciélago—. Se iban por los charcos para encontrar a la rana de los cien ojos, que no son suyos sino de los muchos hijos que carga entre los pliegues de la piel. Ellos, los dos, se alimentaban con yuyos y aguadijas, de esas esponjosas que saben hincharse de agua—me informa Perpetua bajando la voz, para que nadie más escuche—. Eso murmuraban por ahí, que Matilde Lina y el niño se alimentaban de pura verdolaga y chamizo de monte. Mientras los demás trajinábamos en oficios y desmayos, las horas de ellos pasaban serenas, perdidos como estaban en pláticas y contemplaciones. Los cuidaba el alma del bosque, o al menos así decíamos para podernos desentender, que ya cada cual tenía bastante, y aun demasiado con cuidar de sí mismo.
También por un animal se apartó Siete por Tres de Matilde Lina, después de trece años de encontrar en su regazo el tibio centro del mundo. En uno de esos períodos de escasez de avío en que la gente devora hasta la suela de los zapatos, a ellos dos les había dado por recoger, en los escombros de una hacienda abandonada, a una gata con su cría. Animales afilados, tullidos y dientudos, diabólicos a punta de hambre, que ellos socorrían a escondidas del resto de la caravana, por temor a que se los comiera el personal famélico, que no le hacía el asco a nada que tuviera pelo, pluma o escama.
—¿Se van a morir? —preguntaba Siete por Tres, también él, como los gatos, convertido en pequeño manojo de ansiedad y huesos.
Un martes en que la niebla y la hambruna hacían la vida borrosa, avanzaba malhumorada la caravana por los barrizales de un paraje llamado Las Águilas cuando fueron alcanzados por los de retaguardia, que venían a avisar que en maniobra envolvente los tenía cercados el sargento Moravia, con un pelotón fieramente armado del Ejército Nacional.
—Charro Lindo, el jefe nuestro, era reconocido por hermoso y por coqueto, y por un frasquito que llevaba siempre colgado al pescuezo, en el que guardaba las cenizas de la que había sido su casa paterna—me relata Perpetua—. Pero, además, se había hecho famoso por el olor nauseabundo de sus pobres pies, gusarapientos de tanto andar embutidos entre las botas de caucho. Se había vuelto proverbial su problema de pecueca, único defecto que como enamorado le encontraban las muchachas que en las noches compartían con él la cobija.