Authors: Ellen Kushner
—¿Lo reconoceríais si volvierais a verlo?
—No necesariamente —dijo ambiguamente Richard—. Sólo lo vi esa vez. Y parecía estar disfrazado.
—¿Oh, sí? ¿Disfrazado? —Pudo percibir el placer en la voz de Alec. Era como si estuvieran librando un combate de demostración, como los que les gustaban a las muchedumbres, con abundancia de fintas y alardes—. ¿Qué clase de disfraz? ¿Una máscara? —Ambos sabían lo que se avecinaba, y eso forjó el primer lazo de complicidad entre ellos aquel día.
—Un parche en el ojo —dijo Richard—. Sobre el ojo izquierdo.
—Un parche en el ojo —repitió con voz fuerte Alec—. El agente de Tremontaine llevaba un parche en el ojo.
—Claro que —añadió candorosamente Richard—mucha gente lo lleva.
—Sí —convino Alec—, cierto. Apenas sí bastaría para acusar a alguien de hacerse pasar por representante de los Tremontaine en una cuestión de honor, ¿no es así, señores? —Se volvió hacia el jurado—. De todos modos, hagamos la prueba. ¿Me permite la mesa llamar a declarar a Anthony Deverin, lord Ferris y Canciller del Dragón?
Nadie tuvo problemas para oír a Alec. Pero la sala permaneció desesperadamente silenciosa.
Ferris se incorporó fluida y lentamente, como un mecanismo engrasado. Bajó los escalones y se situó junto a Alec, enfrente de Richard.
—Bueno, maese De Vier —dijo; sólo eso—. ¿Y bien?
Intentaba infundir temor en Richard, que percibía algo de locura en el canciller, más intenso y furioso que Alec en su peor momento. Era como si lord Ferris no se creyera aún que estaba derrotado, y al mismo tiempo lo creyera tanto que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de negarlo.
—Milord —dijo amablemente Richard a Alec... y esta vez Alec no pudo obligarle a retirar el título—, debéis preguntarme qué queréis de mí.
—¿Es éste el hombre que habló con vos en la Ribera? —preguntó Alec.
—Sí —respondió Richard.
Alec se giró hacia Ferris. El cuerpo de Alec estaba tan cargado de tensión que no podía temblar. Su voz había cambiado: formal, ausente, como si estuviera atrapado en aquel ritual de acusación y justicia.
—Milord Ferris, Tremontaine os acusa de falsedad. ¿Lo negáis?
El ojo sano de Ferris estaba clavado en el joven.
—¿Falsedad para con Tremontaine? —Sus labios se apretaron en una agria sonrisa—. No lo niego. No niego haberme entrevistado con el honorable De Vier en la Ribera. No niego haberle enseñado el sello de Tremontaine. Pero sin duda, señores —dijo, con su voz ganando en seguridad mientras se enfrentaba a la hilera de sus pares—, a cualquiera de vosotros se os podrá ocurrir otra razón para que yo hiciera algo así.
Richard abrió la boca, la cerró. Ferris sugería que había acudido a él para pedirle que matara a Diane.
Alec lo dijo por él:
—De Vier no acepta bodas.
La frase conocida alivió en parte la tensión reinante en la sala:
—Ni bodas, ni mujeres, ni duelos de demostración... —recitó con voz triste Montague.
—Muy bien —dijo Alec directamente a Ferris, resonando su voz con emoción contenida—. Y si rechazó el trabajo, como sin duda ocurrió, ¿por qué enviasteis dos veces a vuestra criada, Katherine Blount, para negociar con él?
El aliento de Ferris siseó fuertemente al escapar por su nariz. Así que era allí adonde había acudido... a Diane, su rival en la cama. La muy zorra no tenía orgullo. Pero tenía que ser eso... ¿Cómo sabría si no Tremontaine de sus encuentros con De Vier? Lo sabía, entonces; pero no podía demostrar que él lo sabía.
—Mi criada. —Ferris se obligó a aparentar sorpresa—. Entiendo. La señorita Katherine es natural de la Ribera. La tomé a mi servicio para librarla de la cárcel. No tenía ni idea de que retuviera sus viejas costumbres, sus antiguas amistades...
—Un momento —dijo Richard de Vier—. Si lo que queréis decir es que ella es mi amante, no es cierto. Vos lo deberíais saber muy bien, milord.
—Lo que quiera que sea —dijo fríamente Ferris—, no es de mi incumbencia. A menos que pretendáis que mi criada comparezca ante este Consejo para testificar que hacía de recadera en mi nombre, me temo que tendremos que olvidarnos de este asunto.
—¿Y qué hay del rubí? —Alec se dirigió a Ferris en voz tan baja que aun Richard tuvo problemas para oírlo. Pero la vieja nota burlona había vuelto a su voz.
—Ah —empezó Ferris, con tono estentóreo para el público—. Sí. Robado...
—Es mío —murmuró Alec. Con la gracia y el sentido de la oportunidad de un actor abrió la mano, manteniéndola baja entre su cuerpo y el de Ferris. El anillo de rubí relucía en su dedo—. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Lo reconocí enseguida cuando Richard lo trajo a casa. —Ferris escudriñaba su rostro—. Sí —continuó Alec con un ronroneo insinuante—, eres increíblemente obtuso, ¿verdad? Incluso me vestí de negro especialmente para que establecieras la conexión. Pero supongo que no se te puede pedir que veas las cosas igual de claro que el resto de nosotros...
El insulto dio en el blanco; Ferris apretó el puño. Richard se preguntó cómo podría impedir que Ferris matara a Alec aquí en el Consejo.
—¿Milord...? —La voz de Basil Halliday intentó sacar el drama al escenario público; pero Ferris se había quedado paralizado de repente por la doble visión del joven que tenía ante sí tal y como era la noche de los fuegos artificiales, subiendo a la carrera las escaleras de aquella taberna de la Ribera.
Dicen que tiene una lengua capaz de arrancar la pintura de la pared. Richard dice que antes era un estudiante.
Gracias, Katherine.
Lo he visto. Es muy alto.
Alto, y mucho más apuesto que cuando tenía el pelo alborotado encima de la cara... vestido de negro, por supuesto: los harapos negros de un estudiante, entonces. Ferris recordó haber preguntado por el espadachín y recibir la respuesta de un risueño tabernero: «Oh, es con el erudito de De Vier con quien debéis hablar, señor. Él es el que sabe dónde se mete últimamente». Y Ferris había visto pasar a Alec por su lado camino de la puerta, se había fijado en los huesos... pero jamás hubiera relacionado a ese andrajoso con la criatura melosa y acida que le había insultado en casa de Diane.
De modo que no era Katherine la que había informado a la duquesa, sino su pariente. Con su información Diane habría conjeturado todo lo que había hecho Ferris, y lo que se proponía. Sintió deseos de reírse de su propia estupidez. Había estado observando su mano derecha estos últimos días, la mano que sostenía sus afectos, preguntándose como un marido celoso por qué lo repudiaba; mientras que todo ese tiempo era su mano izquierda la que guardaba la llave de su futuro, sus complots y su mente.
Diane había descubierto su traición, la cual viniendo de su amante y alumno era inaceptable. Basil Halliday era su tesoro, el corazón mimado de sus esperanzas políticas para la ciudad. Ya había contratado al espadachín Lynch para que se enfrentara a uno de Karleigh en defensa de Halliday, y había conseguido disuadir a Karleigh. No estaba dispuesta a perdonar que Ferris intentara deshacerse de su rival político. El que Ferris hubiera fingido que las órdenes procedían de ella era doblemente condenable.
No era ésa su intención. Pensaba que podría convencer a De Vier de que trabajara para él por sus propios medios. Pero cuando el espadachín había demostrado ser recalcitrante, Ferris recordó el sello de Tremontaine que descansaba en su bolsillo, prestado por la duquesa aquella noche con un propósito completamente distinto. Enseñárselo a De Vier le había parecido el culmen de la astucia. Recordaba haber pensado que si, algún día, De Vier era llamado a declarar por el asesinato de Halliday, las pruebas señalarían a Tremontaine y la duquesa, por fin, se vería obligada a pisar la Cámara del Consejo para defender su casa ante Ferris, el nuevo Canciller de la Creciente...
Una vez comenzada la charada con el sello, darle también a De Vier el rubí de Tremontaine le había parecido una oportunidad demasiado buena como para dejarla escapar. Diane se lo había tirado un día con una broma sobre ir a empeñarlo; no esperaba recuperarlo. Era la pasión por el detalle de Ferris, su amor por los embaucamientos y la complejidad, y la fe en su propio poder para controlar a cualquiera, lo que le había puesto la zancadilla.
Ahora estaba atrapado en los dorados floreos de sus propias maquinaciones. Si hubiera dejado en paz a Godwin, si hubiera dejado en paz a Horn, quizá De Vier no se hubiera sentado nunca ante el Consejo; y quizá Alec no hubiera vuelto nunca a la Colina en busca de ayuda para su amante...
En fin, aún podría asumir la culpa por la muerte de Horn... Era justo que lo hiciera, a fin de cuentas. Sería eso lo que querían, la duquesa y su joven. Lord David quería salvar la vida de su amante. Y Diane quería ver a su propio amante arruinado. Poseía los medios necesarios para ello. La duquesa se había encargado de que estuviera presente una considerable multitud de espectadores: hasta el último lord de la ciudad estaba allí. Si Ferris se negaba a actuar para salvar a De Vier, Tremontaine revelaría el complot de Halliday delante de todos.
—¿Y bien, milord? —La voz de Tremontaine sonó alta y clara para que todos la oyeran—. ¿Habremos de olvidarnos del asunto? Pues no os falta razón; no tengo a vuestra criada guardada en la manga, esperando a testificar contra vos.
Así recibió Ferris uno de los momentos que atesoraba. Se sentía en lo alto de la cúspide del pasado y el futuro, sabedor de que sus acciones regirían sobre ambos. Y le pareció sumamente claro entonces que debía asumir el control, y cómo hacerlo. Se desgraciaría por voluntad propia, por sí solo, frente a los ojos que todos clavaban perfectamente en él.
Lord Ferris se giró, de modo que no diera la espalda a los jueces ni a la masa de hombres que aguardaban sus palabras. Se dirigió a Tremontaine, pero sus palabras eran para todos ellos, transmitidas con esa fuerte voz de orador que tan a menudo había encandilado al Consejo.
—Milord, no hace falta que os saquéis nada de la manga. Me avergonzáis, señor, como esperaba no tener que avergonzarme jamás en mi vida; y aun así, por el bien de la justicia debo hablar. Quizá digáis que estoy dispuesto a vender mi honor para mantener mi honor; pero vender mi honor a cambio de justicia, eso nunca podré hacerlo.
—Interesante —dijo en tono familiar Alec—, aunque se aparta de las normas de la retórica conocidas. Continuad.
Asumiendo correctamente que nadie más había oído ese comentario, Ferris procedió.
—Señores; sea para sus excelencias la justicia, y el honor para maese De Vier. —Richard se sintió enrojecer de azoramiento. Para lord Ferris, hacer de sí mismo un espectáculo era su trabajo; pero Richard no tenía paladar para el drama—. Ante todos vosotros, confieso libremente aquí que me presenté en falsedad ante De Vier en nombre de Tremontaine, y que fue por medio de mi intervención que Horn halló la muerte.
Y eso, pensó complacientemente Ferris, ni siquiera era mentira.
Basil Halliday lo miraba fijamente con incredulidad. Todos los jueces estaban paralizados, callados, calculando, contemplando a aquél de ellos que había tomado el estrado para destruirse. Pero en los bancos era otro cantar. Los nobles del país gritaban, discutían, comparaban notas y comentarios.
Por encima del telón de ruido, Halliday le dijo:
—¡Tony, que estás haciendo!
Y, llevado por la corriente de su pura manipulación, Ferris encontró el delicioso valor de mirarlo gravemente a los ojos y decir:
—Ojalá no fuera cierto; lo deseo de corazón. —Hablaba en serio.
—Pide silencio, Basil —dijo lord Arlen—, o no habrá forma de detenerlos. —Los heraldos dieron golpes y voces, y al cabo se restableció una suerte de orden.
—Milord Ferris —dijo pesadamente Halliday—. Asumís la responsabilidad por el desafío a lord Horn. Es un asunto para la Corte de Honor, y como tal se resolverá allí.
Pero eso no le serviría de nada a Ferris, aunque a la duquesa podría complacerle el verlo barrido bajo la alfombra. Para servir a sus fines su caída tenía que ser espectacular; algo que se recordara con asombro... algo de lo que regresar envuelto en gloria. De modo que Ferris levantó una mano, un gesto de desaprobación que hizo que le ardiera la palma como si sostuviera en ella sus espíritus vivos. Por supuesto que lo escucharían todos. Había sido su prodigio, el joven brillante de encanto y coraje. Se había ocupado de que estuvieran listos para seguirlo: podría haber conseguido la Creciente con sólo pedirla. Ahora tardaría más; pero con su mismo acto de abnegación estaba labrándose el camino de vuelta a sus corazones.
—Señores —se dirigió a la cámara—. El Consejo de mis pares, los nobles señores de este país, es corte de honor suficiente para mí. Confieso libremente que merezco un castigo a vuestras manos y no rehuiré el peso de su justicia. Pero creo que lo que ha predestinado que mis malas obras sean reveladas ante todos me ha reservado asimismo el don de permitiros escuchar mis motivos, la «causa de honor» que me impelió a cometer tal acto, aquí, de mis propios labios. —La galería se revolvió de interés. Esto era lo que habían venido a ver, al fin y al cabo: el drama, la pasión, la violencia; la creación y la destrucción de reputaciones en una sola mañana. Casi en un aparte, pero enunciado de modo que todos lo oyeran, Ferris acotó:
—En cuestiones de honor, el sabio temerá mucho menos la censura de sus pares que su conjetura. —El epigrama suscitó una oleada de risas aprobatorias.
Los jueces murmuraron entre sí, decidiendo si aprobar la inusitada solicitud. Sólo Alec estaba preocupado: Richard conocía esa expresión de sumo desdén y lo que significaba. Aparentemente, en los planes de Tremontaine no entraba ningún discurso de Ferris. Pero no había gran cosa que pudiera hacer Alec al respecto, tan sólo quedarse allí plantado dejando que la altanería enmascarara sus nervios. Richard no podía apartar la vista de él, esbelto, quebradizo y ecuánime. Todo lo que, en la Ribera, viniendo de un desecho académico harapiento y de largos cabellos, había inspirado rabia homicida en los hombres, era apropiado y común en el mundo de esta elegante criatura... refinado casi hasta la parodia, pero aún en los límites de la normalidad. Los nobles no le amarían por ello, pero lo aceptarían en su seno. Éste era su sitio, después de todo. Richard intentó imaginarse a Alec como era ahora, de nuevo en sus habitaciones de la Ribera... y sintió que le atenazaba el estómago una emoción que juzgó mejor no tomar en consideración. Apartó los ojos de los secretos del comportamiento de Alec y volvió a fijarse en lord Ferris.