Authors: Ellen Kushner
Alec la miró inexpresivamente.
—En fin, ¿no es así? Pensaba que acababas de decirme que me divirtiera.
La sonrisa irónica de la duquesa resultaba forzada.
—Ah, así que eso es lo que quieres oír, mi joven idealista. Poder por el bien del pueblo; poder para cambiar las cosas; grandes responsabilidades y grandes cargas, que deben acarrear quienes tienen el cerebro y la habilidad necesarios para utilizarlas. Pensaba que todo eso ya lo sabías, y no querías oírlo.
—Ni quiero —dijo Alec—. Te he dicho lo que pienso. No quiero tener nada que ver con eso. No sé por qué me tomas por mentiroso. Ni siquiera Richard cree que sea un mentiroso. A Richard no le gusta que le utilicen, y tampoco a mí.
—Tampoco a mí —dijo la duquesa con voz glacial, desaparecida toda su calidez—me gusta que me utilicen. Acudiste a mí porque podía ayudarte. Jamás podrías haberlo salvado tú solo. Pero mi niño, ahora no puedes dar media vuelta e irte sin más. Seguro que conocías los riesgos de antemano. Lo has perdido. Hoy has dejado que Tremontaine lo utilizara para sus propios fines. Es un hombre orgulloso, y listo. Sabe lo que hiciste.
Alec intentaba ver más allá de la red en la que estaba envolviéndolo, sin conseguirlo, a juzgar por la palidez de su rostro y lo apagado de su mirada. Pero aun en medio de su debilidad, había conseguido enojarla más allá de lo que era propio en ella. Y porque era dueña de la debilidad de los hombres, de la fragilidad, de la incertidumbre, estaba retorciendo la verdad a su alrededor como un señuelo.
—Pensaba ahorrarte esto —dijo secamente la duquesa—. No quiero hacerte daño... Pensé que entrarías en razón por ti mismo. Pero ven aquí.
Atraído por compulsión al olor del peligro, fue hacia ella. Diane sacó el segundo rubí de su canesú.
—¿Ves esto? Se lo ofrecí con mi agradecimiento. Pero me lo tiró a la cara. Sabe exactamente cómo lo hemos utilizado, tú y yo. No lo quiso. Me pidió que te lo diera... como regalo de despedida. Para él has terminado, David... «Alec». Así que ya lo ves, no hay salida.
—Oh, no seas ridícula —dijo Alec—. Siempre hay una salida.
Le dio la espalda y se acercó a la ventana de cuerpo entero; y cuando su mano rompió el cristal siguió caminando unos pasos, antes de detenerse. Se quedó en el centro de una tormenta de cristales rotos. Los fragmentos yacían sobre sus hombros, elevándose y descendiendo y titilando a la luz de su respiración, lenta y entrecortada. La sangre manaba de su brazo extendido. Lo observaba con ojo clínico.
La duquesa de Tremontaine se puso de pie a su vez, contemplando la ruina del hombre a través de la ruina de su ventanal. Entonces dijo:
—Katherine. Haz el favor de ocuparte de que lord David no muera antes de irse de aquí.
Se dio la vuelta, y la seda gris susurró que la duquesa se marchaba, yendo a atender cualquier otro asunto que requiriera su atención en la casa, la ciudad, el mundo.
Dejó a lord David Alexander Tielman Campion solo con su brazo ensangrentado y una criada que rasgaba feroz y metódicamente sus enaguas en tiras para él.
El flujo de sangre remitió finalmente. Los cortes habían sido muchos, pero ninguno profundo.
—Lo más gracioso es —le dijo Alec a Katherine en tono indiferente—que no siento nada.
—Lo sentiréis —dijo ella—. Cuando lleguéis a casa, quitaros todos los cristales. Es cierto que le devolvió el anillo, pero todavía os quiere. Siento haber esperado tanto para decíroslo. Va a ser muy doloroso, creedme.
—Estás molesta. Está bien que te fueras de la Ribera. No vuelvas nunca.
—No lo haré.
—Y acuérdate de permitir que la abuela te intimide. Es perfectamente encantadora mientras uno se lo permita.
—Sí... Alec, márchate ahora, antes de que vuelva.
—Lo haré —dijo él, y se guardó algunos adornos de plata en los bolsillos.
Cuando Richard llegó a la Ribera, la noticia de su liberación se había extendido por todo el distrito. Algunas de sus posesiones ya le habían sido devueltas; las encontró apiladas como ofrendas delante de su puerta: una alfombrilla, los candelabros con forma de dragón, y la caja de palisandro con algunas monedas en su interior. Encajó un trozo de vela en una de las palmatorias y entró. Las habitaciones no estaban apenas cambiadas: algunos muebles se habían cambiado de sitio, y había desaparecido un cojín que nunca le había gustado. Deambuló por las estancias, bañándose en la familiaridad de formas y sombras. Sacó prendas del arcón, las dobló y volvió a guardarlas; ahuecó almohadas y reordenó sus cuchillos. Quedaba poco de Alec en la casa, y se alegraba de ello. Su circuito terminó en el diván. Llevaba casi un año sentándose en él con regularidad. Se estiró, con los tobillos encima del borde, y se quedó dormido.
Cuando despertó, Richard pensó que estaba soñando. Un hombre alto vestido elegantemente estaba cerrando la puerta tras de sí.
—Hola —dijo Alec—. He traído pescado.
La cálida noche de primavera se enrosca silenciosamente alrededor de la Ribera como un gato somnoliento. Una a una las estrellas se asoman al cielo despejado, rutilando alegremente sobre cualquier diablura que esté fraguándose bajo ellas en el laberinto de calles y casas allí esta noche. Bajo su mirada las chimeneas se alzan en entrecortada disputa, frías, inmóviles y pintorescas.
Desde las alturas celestiales los hechos arbitrarios de la vida se dirían pautados como el paisaje de un cuento de hadas, poblado de figuras encantadoras y excéntricas. Las titilantes observadoras requieren dosis vitales de gozo y dolor, súbitos reveses de la fortuna, ominosos presagios y muertes no anticipadas. La vida misma procede en sus impredecibles e infinitos patrones —tan opuestos a la calculada danza de las estrellas—hasta que, para satisfacción de su entretenimiento, las espectadoras eligen un punto en el que dejar de mirar.
Esta novela no existiría en su presente forma sin la ayuda de más personas de las que pueden nombrarse en una página. No obstante, quisiera dar las gracias particularmente a
Isabel Davidson Swift por escuchar y planchar;
Linda Post, Caroline Stevermer y al resto de los Muchachos por creer que podría conseguirlo antes que yo (o por fingir de forma tan convincente);
la Fundación «Medici» Kushner para la Ayuda a los Esforzados Artistas;
David G. Hartwell por esperar hasta que volví a aparecer;
Tom Canry por la caja enjoyada;
... y Mimi Panitch por desconectar el teléfono e inventar la Sopa de Escritor.
Ellen Kushner
Nueva York
1989
¡Oh, las locuras de juventud! Elegante y críptico, sí, pero cuan inadecuado es lo arriba escrito. Quizá me lleve más de una página, pero permítanme mencionar asimismo el gran apoyo que recibió
A punta de espada
en su natividad por parte de mi agente, la inimitable Julie Fallowfield de Macintosh Otis, a quien le encantó el libro y creyó en él y en mí cuando nadie más se atrevía... y de Joy Chute, mi maestra de escritura en la facultad, que me aceptó porque, decía, le gustaba mi forma de reescribir, y que casi diez años más tarde tuvo la amabilidad de leer este manuscrito y asegurarme que tío era ridículo tardar tanto tiempo en escribir semejante libro.
Jim Frenkel fue el primero que me explicó que todos esos relatos que estaba escribiendo en realidad querían ser una novela, y Joan Vinge me animó a intentarlo. Eve Sweetser y Alex Madonik aguardaron pacientemente cada entrega. Fred Smoler se paseó arriba y abajo por su atestada sala de estar, ondeando un cigarro mientras me explicaba la política de los villanos. Tappan King dijo que quizá fuera algo radical, pero que adelante de todos modos. David Fielder y Jane Johnson me guiaron en la gloriosa compañía de los autores de Unwin, publicando antes el libro en Gran Bretaña. David Hartwell fue el único editor americano con el valor de aceptarlo, y ha sido su ferviente campeón desde entonces.
Mi editora en Bantam, Anne Groell, ha sido inmensamente paciente mientras yo insistía, como James Thurber en
The Thirteen Clocks,
en «juguetear con los relojes y subir y bajar por escaleras secretas» hasta el último minuto posible; y mi actual agente, Christopher Schelling, es amigo y abogado de Richard y Alec desde hace más años de los que ni él ni yo nos podemos creer. Por último,
Apunta de espada
ha encontrado muchos amigos cordiales a lo largo de los años —libreros, críticos, lectores de diversos países—, pero ninguno más sabio y comprensivo que Delia Sherman, que hace tiempo compró una primera edición y ahora pasea libremente por la ciudad, compartiendo los azares de la autora dondequiera que nos llevan los hechos y el destino.
Ellen Kushner
Boston
2002
Decidí no escribir nunca una secuela de
A punta de espada.
Justo después de que este libro apareciera por primera vez en 1987 y los lectores empezaran a preguntar «¿qué pasa luego?» mi respuesta estándar era: «Oh, al año siguiente se desata una epidemia de difteria que barre media ciudad. Todos mueren. Fin».
Tonta de mí. Por aquel entonces me asustaban muchas cosas, especialmente Lo que Podría Pensar la Gente. ¿Parecería que me estaba repitiendo? ¿O copiando a otros autores o intentando ser demasiado comercial...?
Los echaba de menos, no obstante. Añoraba la ciudad, que era, al fin y al cabo, una recreación de mis partes favoritas de todas las ciudades en las que había estado o sobre las que había leído: el Londres de Shakespeare, el París de Georgette Heyer, el Nueva York de Damon Runyon, para empezar... y el Nueva York en el que vivía por aquel entonces, donde los antiguos alumnos todavía podían vivir en económicos apartamentos de descolorido esplendor cerca de la Universidad de Columbia, compartiendo manzana con criminales, artistas, inmigrantes y estudiosos.
Y echaba de menos a mis chicos malos y locos. Sólo una vez, pensaba, no hará ningún daño... Escribiré sobre ellos justo tras el final de la novela, pero no me repetiré porque abordaré temas que la novela no toca: el fracaso de Richard y Alec por aceptar el desagradable papel de la mujer en su sociedad, y un poco de la historia familiar de Alec. Escribí "El espadachín cuyo nombre no era Muerte", y lo publicaron en la
Magazine ofFantasy Science Fiction
en 1991.
Intenté escribir otros relatos, pero estos personajes no encajan cómodamente en ese formato... o seré yo la que no encaja. "La capa roja" fue lo primerísimo que escribí acerca de Richard y Alec (¡y la primera historia que vendí! La publicó Stuart David Schiff en 1982, en el número dedicado a Stephen King de su revista
Whispers).
Mi primera novela tuvo varios falsos comienzos mientras me afanaba infatigablemente por copiar el estilo de "La capa roja" y elaboraba elementos sacados de fragmentos de otros relatos... antes de tomar una dirección radicalmente distinta, para producir la novela que tienes en las manos.
Hacia 1992 estaba enganchada; había empezado una nueva novela que comienza unos quince años después de ésta con el Duque Loco de Tremontaine decidiendo entrenar como espadachina a su sobrina Katherine. Poco después, mi carrera en la radio pública se hizo con el control de mi vida cuando me convertí en locutora de una serie de difusión nacional titulada
Sound Spirit,
de modo que dejé ese libro a fuego lento. Mientras tanto, había empezado una relación con Delia Sherman, otra novelista, que admitía haber leído
A punta de espada
más de una vez. Empezamos a jugar al «¿qué pasa luego?» siquiera para entretenernos en nuestros largos viajes en coche... pero, siendo como éramos las dos escritoras, decidimos que sería divertido ponerlo todo por escrito, así que juntas escribimos la novela corta "The Fall of the Kings" para la antología
Bending the Landscape: Fantasy,
que publicaron Nicola Griffith y Stephen Pagel en 1997. Esa novela corta se convirtió en el germen de nuestra novela
The Fall of
the Kings
en 2002. La acción transcurre unos sesenta años después de este libro, pero muchos de los personajes de
A punta de espada
hacen algún carneo como fantasmas, o antepasados, o leyendas para sus descendientes. Sus protagonistas son un idealista erudito universitario y un atribulado joven noble con interesantes parientes. Como escritora de ficción histórica, a Delia le interesaba especialmente sondear la historia del país para ver qué clase de pasado habría desembocado en el presente de
A punta de espada
y, como «académica en vías de recuperación» por definición propia, le interesaba criticar severamente la Universidad. Pero daba igual cuánto me rogara y discutiera, yo seguía negándome a ponerle nombre a la ciudad.
El cuento "La muerte del duque" se me ocurrió como una especie de fantasía, una reflexión sobre el final de un conjunto de vidas y el comienzo del siguiente. «¡Santa Madona!» (o algo parecido) exclamó entusiasmado el editor, Patrick Nielsen Hayden. «¡Ya tengo el eslabón perdido!». Apareció en su antología
Starlight 2
en 1998.
Me veo cambiar conforme envejezco. Veo también cómo cambia el mundo que me rodea. A ninguno debería sorprendernos, pero a veces nos pasa de todos modos. He dejado de preocuparme por si me repito o no. Estoy ansiosa por explorar estas transformaciones... ¿y qué mejor laboratorio que una ciudad imaginada que viene completa ya con su pasado y su posible futuro?
Así que me rindo. Adoro este sitio, adoro a esta gente, y quiero descubrir qué es lo que pasará a continuación.
Ellen Kushner
Boston, Massachussets
2002
Después de la pelea, Richard tenía sed. Decidió dejar a los loros en paz por el momento. Se suponía que los loros daban mala suerte a los espadachines. En este caso la maldición parecía haber recaído sobre su oponente. Curioso, había preguntado al herido: «¿Tropezaste conmigo a propósito?». A veces la gente lo hacía, para provocar una pelea con Richard de Vier, el maestro espadachín que no aceptaba desafíos de cualquiera. Pero el herido se limitó a apretar los labios blancos. El resto de su cuerpo estaba verde. Algunas personas no soportaban ver su propia sangre.
Richard comprendió que lo había visto antes, en un bar de la Ribera. Era un matón llamado Jim —o Tim—algo. Poca cosa como espadachín; el tipo de hombre que se abría camino en el ingobernable distrito de la Ribera con bravuconadas, y se ganaba la vida en la ciudad haciendo chapuzas con la espada para aquellos mercaderes que remedaban a la nobleza contratando espadachines.