A punta de espada (35 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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El agradable joven noble ya le había explicado a Richard cuanto necesitaba saber sobre su inminente interrogatorio. El agradable joven noble, cuyo nombre era Christopher Nevilleson, había sido enviado expresamente por Basil Halliday para tal fin el día de su llegada al fuerte. Richard despreciaba intensamente al joven. Sabía que no tenía motivos para ello, pero así era. Lord Christopher había pedido que quitaran los grilletes de las muñecas y las piernas de Richard, y había mostrado una suerte de desolación oficial, teñida de horror personal, ante el estado en que lo había dejado la Guardia. Pero las magulladuras sanarían con el tiempo, si es que disponía de él. Estaba espantosamente envarado, pero no tenía fisuras ni roturas.

El ayudante de Halliday era serio e inexperto. En él el acento arrastrado de la Colina sonaba como un defecto del habla del que no hubiera podido librarse desde su infancia. Informó a Richard de que sería interrogado primero en privado por una colección de lores importantes, para determinar su grado de culpabilidad en el asesinato de lord Horn. Tenían que saber si estaba trabajando para algún patrono para que pudieran decidir si juzgarlo en el Tribunal de Honor o entregarlo a las autoridades civiles como asesino.

—Hay muy pocas leyes que cubran realmente el uso de un espadachín —explicó—. Si tuvierais algo por escrito nos sería muy útil.

Richard se lo quedó mirando fijamente con un ojo hinchado.

—No trabajo bajo contrato —dijo con voz glacial—. Ya deberían saberlo.

—Yo... sí —dijo lord Christopher. Informó a Richard de que se le pediría que contestara a las preguntas bajo juramento, y de que ya había testigos que habían prestado declaraciones juradas contra él.

—¿Veré a alguna de esas personas en el juicio? —quiso saber Richard.

—No —respondió lord Christopher—, eso no será necesario. Ya han firmado sus declaraciones ante dos nobles. —Continuó—: Lo comprendéis, ¿verdad? —Richard dijo que lo comprendía. Al cabo, el agradable joven noble se fue.

Por la mañana temprano habían enviado a alguien para afeitarle y arreglarle el pelo, porque el duque de Karleigh había llegado la noche anterior y ahora el tribunal estaba completo. Richard se había sometido a los dedos que lo peinaban y las tijeras, pero cuando apareció la afilada navaja preguntó si podía usarla él mismo y se ofreció a comparecer sin afeitar de lo contrario. Al final permitieron que se afeitara él solo y permanecieron solemnemente expectantes a su alrededor para asegurarse de que no se cortaba la garganta.

Sería interesante descubrir cómo era el juicio. En el pasado, cuando le habían encargado matar a algún lord, el noble que le pagaba siempre había comparecido solo en el Tribunal de Honor, de modo que De Vier no tenía que presentarse. Su cuidado en la elección de sus patronos incluía su habilidad para que así fuera. El Tribunal de Honor era algo secreto, presidido por el Consejo Interno. Los espadachines llamados a comparecer ante él después nunca eran muy concisos en sus descripciones: o bien los habían confundido, o querían impresionar haciéndose los misteriosos, o ambas cosas. Richard sospechaba que rara vez se decía la verdad en el Tribunal de Honor: la capacidad de un noble para manipularla y manipular también a sus pares parecía ser la clave del éxito allí. Por eso De Vier sólo aceptaba patronos que parecían tener ese don antes que a hombres que le ofrecían contratos donde su «inocencia» quedaría plasmada por escrito... por eso, y por su deseo de intimidad.

Ahora deseaba haberse mostrado un poco más agradable con lord Christopher y haberle hecho algunas preguntas más. Pero daba igual: pronto averiguaría cuanto necesitaba del tribunal por sí mismo. Podía pensar en eso; podía pensar en el futuro pero no en el pasado. Ya había repasado todo lo que había hecho mal; una vez era suficiente para ese tipo de cosas, para satisfacer su mente; todo lo demás era inútil y desagradable. Si sobrevivía, podría descubrir quién en la Ribera había declarado contra él. La razón del nerviosismo de Katherine estaba clara ahora. Pero ella no lo habría hecho por su cuenta... de algún modo, la habían asustado. Ya no podía ayudarla.

Tenazmente se desperezó y deambuló por la pequeña estancia de piedra. Pasara lo que pasara, no tenía sentido permitir que aumentara su embotamiento. Su cuerpo magullado protestó, pero estaba acostumbrado a no hacerle caso. El cuarto no era tan terrible; había luz, y una cama atornillada a la pared. Sus heridas y la inactividad hacían que se sintiera cansado; pero la tentación del duro catre era resistible.

Se detuvo junto a la ventana, apoyándose en el alféizar de piedra. Era un privilegio, en cierto modo, que no lo hubieran arrojado al Tajo con los criminales comunes de la ciudad. Richard estaba en una de las habitaciones superiores del Viejo Fuerte, que se alzaba sobre la desembocadura del canal guardando la sección más antigua de la ciudad.

Muy abajo resplandecía el río, gris y brillante como la superficie de un espejo. Su ventana era una rendija estrecha que se ahusaba hasta una abertura en la pared superior. La piedra fría era agradable contra su frente. La corriente estaba cambiando; vio pasar botes mercantes en dirección al canal.

La costumbre hizo que pegara la mano al costado cuando oyó abrirse la puerta a su espalda. No se molestó en intentar disimular el gesto cuando sus dedos se cerraron sobre el vacío.

—Maese De Vier. —El alcaide del fuerte traspuso apenas el umbral, respaldado por una falange de guardias—. Está aquí vuestra escolta para conduciros a la Cámara del Consejo.

Le sorprendió el respeto que le prodigaban. No sabía si se trataba simplemente de los buenos modales formales que se extendían a todos los prisioneros del fuerte, o si el que fuera un espadachín famoso se imponía al hecho de que viviese en la Ribera.

—¿Hay mucha gente? —preguntó al alcaide.

—¿Mucha gente? ¿Dónde?

—Fuera, en la plaza de Justicia —dijo Richard—, esperando a vernos pasar. —Había asumido que los guardias debían impedir que los curiosos se les echaran encima al cruzar la plaza. Habría amigos allí, y adversarios; hordas de mirones curiosos sin nada mejor que hacer que darse empujones y observar embobados.

—Oh, no. —El alcaide sonrió—. No tomaremos ese camino. —Interpretó la mirada de De Vier—. Los guardias son para vos. Milord no quiere que os encadenemos, así que necesitaremos un convoy para prevenir vuestra fuga.

Richard se rió. Supuso que podría herir al alcaide, y hacerse quizá con una de las armas de los guardias. Podría convertir su tranquilo desfile en una carnicería. Pero las posibilidades estaban en su contra, y tenía una cita con el Consejo.

Llegaron a una escalera y cogieron más antorchas. Su camino conducía hacia abajo, bajo tierra, con olor a piedra empapada y mineral de hierro. Era un sistema de pasadizos que, bajo la plaza, conectaba el fuerte con la cámara.

—¡Nunca había oído hablar de esto! —dijo Richard al alcaide—. ¿Desde cuándo está aquí?

—Desde mucho antes que yo —respondió el alcaide—. He memorizado el pasadizo. Forma parte de mis deberes. Hay infinidad de callejones sin salida y ramificaciones inexploradas.

—Procuraré no extraviarme —dijo Richard.

—Haréis bien. —El alcaide se rió por lo bajo—. Estáis muy seguro de vos mismo, ¿verdad?

Richard se encogió de hombros.

—¿No lo está todo el mundo?

Las escaleras que ascendían no eran tan largas como las que los habían llevado abajo. Los guardias tuvieron que cruzar en fila de a uno la puerta que había en lo alto, con Richard entre ellos. Llegaron a un pasillo iluminado por la luz del sol. A Richard le escocieron los ojos, y se sintió inmerso en el fuego del día, saturado con los colores de las paredes con planchas de madera, los suelos de mármol y el techo pintado. El calor del sol en el pasillo, con sus altas ventanas, les resultó grato a todos tras el frío del pasadizo. Pero los guardias, disciplinados, permanecieron callados mientras escoltaban a su prisionero por el corredor.

Llegaron por fin ante unas grandes puertas dobles de roble, guardadas por hombres con librea que las abrieron pomposamente. Richard se esperaba algo espléndido; en vez de eso halló otra antecámara, más puertas. También éstas se abrieron, y su escolta y él entraron en el Tribunal de Honor.

La estancia estaba en penumbra, como sumergida en un atardecer perpetuo. Le dio la impresión de ver tal vez a una docena de hombres vestidos con espléndidas túnicas como disfraces teatrales, sentados tras una larga mesa frente a él. Se le dio una silla en el centro de la sala, de cara a Basil Halliday y algunos otros. Halliday vestía de terciopelo azul, con un enorme aro bordado con oro en el pecho: el emblema de la Creciente cuya cancillería ostentaba. Richard pensó irónicamente la diana tan perfecta que constituía ese círculo. Pero por el momento ese encargo estaba aplazado.

—Maese De Vier. —El irritantemente amable joven que le había puesto al corriente salió ahora al frente—. Éstos son los lores encargados de hacer justicia, reunidos en pleno ante nosotros para llevar a cabo el interrogatorio. Han escuchado ya todas las declaraciones firmadas; os harán ahora algunas preguntas.

—Comprendo —dijo Richard—. Pero, ¿no falta uno?

—¿Cómo decís?

—Has dicho, «reunidos en pleno». Pero hay dos asientos vacíos: el tuyo y el que hay al lado de ése que tiene la cara colorada... de ese señor de verde.

—Oh. —Por un momento, lord Christopher pareció confundido. No estaba preparado para contestar preguntas del acusado delante de todos. Pero Basil Halliday sonrió y asintió en su dirección; de modo que, armándose de valor, dijo—: Ése es el asiento de Tremontaine. Junto a mi señor duque de Karleigh. Cada casa ducal tiene derecho a sentarse en el Tribunal de Honor...

—¡Pero esa condenada mujer no se toma sus deberes en serio! —rugió el hombre rubicundo que había sido señalado como el duque de Karleigh. Aunque había aceptado encargos y dinero de él, Richard nunca lo había visto en persona. Karleigh parecía ser el tipo de persona que requería frecuentemente los servicios de un espadachín: orgulloso y polémico, además de poderoso—. ¡No tardó en llegarle el mensaje, estoy seguro! Ella no ha tenido que venir corriendo desde el interior con un solo día de antelación para esto...

—Calma, milord. —Un hombre con un ave bordada en el pecho intentó apaciguar al duque—. Eso es entre la duquesa y su honor, no el nuestro. —Richard reconoció a lord Montague, un hombre para el que había trabajado y que le caía bien. Montague era ahora el Canciller del Cuervo, y menos propenso a las peleas; Richard había resultado herido una vez a su servicio, y lo habían llevado a la casa del mismo Montague para que se recuperara.

Cuando el duque de Karleigh se serenó, lord Halliday comenzó el interrogatorio.

—Maese De Vier, hemos oído jurar a muchas personas que vos matasteis a lord Horn. Pero nadie fue testigo del hecho. Todas las referencias apuntan a vuestro estilo, vuestra habilidad, rumores. Si podéis presentar pruebas concluyentes de que estabais en otra parte la noche de su muerte, nos gustaría escucharlas.

—No —dijo Richard—. No puedo. Es mi estilo.

—¿Y creéis que hay alguien que podría copiar ese estilo para causaros problemas?

—No se me ocurre nadie.

—... milord —terció Karleigh—. Maldita insolencia. No se me ocurre nadie, «milord»... ¡Cuida cómo te diriges a tus superiores!

—Y vos cuidad —dijo lánguidamente una voz—de no dar al traste con los procedimientos, Karleigh. —El florido duque guardó silencio, y Richard pudo intuir por qué: quien había hablado era un hombre de constitución media, tan mayor quizá como Karleigh, pero con manos flexibles que eran más jóvenes, más diestras, y unos ojos mucho más viejos. («Lord Arlen», le indicó Chris Nevilleson moviendo los labios.)—Lo siento —dijo Richard a Creciente—. No pretendía ser grosero.

Se había dado cuenta de que Halliday estaba ignorando los exabruptos de Karleigh; era evidente que había algún problema entre ambos. Halliday se encogió de hombros y dijo al Canciller del Cuervo:

—¿Os ocuparéis de borrar este diálogo de las minutas, milord?

Montague anotó algo e hizo una seña al escribano que estaba a su espalda.

—Por supuesto.

—Comprenderéis, entonces —dijo Halliday a Richard—, que todas las pruebas apuntan hacia vos.

—Como ha de ser —dijo Richard—. Ésa era mi intención.

—¿No negáis haber matado a Horn?

—No.

Aun en el pequeño grupo, la reacción fue escandalosa. Al final, lord Halliday tuvo que hacer un llamamiento a la calma.

—Ahora —le dijo Halliday a Richard—, llegamos al motivo concreto de este juicio. ¿Podéis decir el nombre de vuestro patrono en la muerte de Horn?

—No, no puedo. Lo siento.

—¿Podéis darnos alguna razón? —Montague se inclinó hacia delante para preguntar.

Richard pensó, moldeando su respuesta con palabras que pudieran comprender.

—Fue un asunto de honor.

—Bueno, sí, pero, ¿el honor de quién?

—El mío —dijo Richard.

Halliday suspiró sonoramente y se enjugó la frente.

—Maese De Vier: este tribunal conoce y respeta la firmeza con que cumplís vuestra palabra. Todo patrono de vuestra elección debe tener confianza plena en vos, y estoy seguro que es éste el caso. Pero si es demasiado cobarde para revelarse y someterse al juicio de sus pares, quiero dejaros claro que es vuestra vida la que está en juego aquí. Sin un patrono noble, tendremos que entregaros a las autoridades civiles para que os juzguen por asesinato.

—Lo comprendo —dijo Richard. Un pensamiento con la voz de Alec susurró silenciosamente:
Mi honor no es digno de vuestra atención.
Pero en secreto se sentía aliviado. Parecían desconocer sinceramente por qué había tenido que matar a Horn. Puesto que Godwin había escapado a su desafío, Horn no había querido jactarse de su chantaje a De Vier. Hasta ahora, sólo en la Ribera sabían algo al respecto. Y Richard haría lo que estuviera en su mano para que las cosas siguieran así. Ni siquiera pensaba que supusiera alguna diferencia el que les contara el motivo; seguramente no se sostendría ante sus retorcidas normas. El tribunal estaba resultando ser interesante únicamente en cierto modo sorprendentemente desagradable: al igual que sus excusas para matarse entre sí, había un conjunto de reglas al margen que parecían volverse sobre sí mismas, y cuyo propósito se había perdido en el tiempo transcurrido desde sus orígenes.

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