A punta de espada (16 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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—¿Quién es ése?

—¿Qué más da? Puedes acabar con él y volver a casa a tiempo para cenar con cuarenta legítimos y honorables reales bajo el cinto.

—¿Sabe luchar?

—«Lo único que saben hacer con sus espadas es azuzar perritos falderos.» Creo que cito fielmente tus palabras. No creo que este tal Godwin destaque por encima de otros azuzadores de chuchos.

—Que lo mate Hugo, entonces.

—Ah. —Alec se dio unos golpecitos en la palma con la carta—. ¿Le digo eso a lord Horn?

—A lord Horn no le digas nada —dijo bruscamente Richard. Cogió una pesa de hierro y flexionó la muñeca contra ella—. No hago negocios por carta. Si tuviera algo de cerebro se habría molestado en averiguar eso primero.

—Richard... —Alec estaba balanceando el talón sobre el brazo del diván con aire irresponsable—. ¿Cuánto crees que estaría dispuesto a pagar lord Michael por descubrir que Horn intenta matarlo?

Richard intentó verle la cara, pero estaba oculta en las sombras.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Has vuelto a perder a los dados?

—No.

El espadachín se quedó plantado sobre los talones, con la pesa en equilibrio entre las dos manos.

—Comprenderás —dijo cuidadosamente—que mi reputación depende de que la gente sepa que puedo guardar sus secretos.

—Oh, claro que lo comprendo —dijo despreocupadamente Alec—. Pero ha sido una estupidez por parte de Horn ponerlo por escrito, ¿no?

—Una gran estupidez. Por eso me interesa más trabajar con Ferris y su duquesa —lanzó la pesa al aire—que con Horn. Quema ahora mismo esa carta, ¿quieres?

***

Cuando Michael no soñaba con los ojos glaciales de la duquesa, pensaba en la manera de desarmar a un hombre que lo agrediera en perfecta forma. Ya lo conocían en la escuela. Dos de los alumnos más serios, criados aspirantes a guardias, querían que fuera a beber con ellos después de clase y se le estaban acabando las excusas. No es que despreciara su compañía; de hecho, le gustaban por tomarse en serio lo mismo que él; pero aunque estaba seguro de poder pasar por plebeyo en medio del rigor de las lecciones, no sabía si podría mantener su fachada en sociedad. Estaba aprendiendo a hablar más deprisa en su compañía... y había, de hecho, alarmado recientemente a su sirviente al espetar la orden de que le limpiara las botas «rapidito». Michael se entretenía recorriendo la ciudad y seleccionando tiendas en las que podría fingir que trabajaba; manipulando piedras preciosas e imaginándose que se pasaba el día seleccionándolas para los clientes y no para él... pero nunca conseguía que le pareciera real.

Michael no se sorprendió demasiado cuando el maestro lo llevó aparte después de la clase para hablar con él. Había solicitado una lección más a la semana, pero hasta ahora Applethorpe se había limitado a asentir distraídamente y decir que ya vería. Ahora Michael le ofreció salir e invitarlo a cenar para poder discutirlo cómodamente.

—No —dijo el maestro, asomado a una ventana alta al final del estudio—. Creo que podemos hablar aquí.

Lo condujo hasta un pequeño cuarto diseñado originalmente para los arreos del antiguo establo. Ahora estaba atestado de guantes, cuchillos arrojadizos, piezas de lona y otros detritos de la academia. Se sentaron encima de un par de dianas cuyo relleno se salía ligeramente.

Applethorpe se frotó la barbilla con el puño. Luego miró a Michael.

—Quieres ser espadachín —dijo.

—Umm —dijo Michael, una costumbre que debería haber abandonado a temprana edad. No cabía duda sobre lo que estaba hablando el maestro: hombres que se ganaban la vida peleando a muerte... y que debían ganar todas las veces.

—Podrías conseguirlo —dijo Vincent Applethorpe.

Una serie de respuestas inadecuadas centelló en la cabeza de Michael:
Oh, ¿de veras? ... ¿Qué le hace decir eso? ... ¿Puedo preguntarle si habla en serio?
Comprendió que estaba parpadeando como un pez.

—Oh —dijo—. ¿Usted cree?

No se esperaba de los espadachines que dominaran las artes de la elocuencia. Applethorpe respondió como si se hubiera explicado perfectamente.

—Creo que tienes talento. Y sé que estás interesado. Deberías empezar de inmediato.

—Debería... —repitió tontamente Michael.

El maestro empezó a hablar con la tensa emoción que empleaba en medio de una buena lección:

—Naturalmente, es un poco tarde para ti... ¿Cuántos años tienes? ¿Diecinueve? ¿Veinte? —Tenía más, pero la vida fácil de un noble de la ciudad había sido clemente con su juventud—. Tienes la intuición, sin embargo, el movimiento, eso es lo que importa ahora —prosiguió Applethorpe sin esperar a que contestara—. Si estás dispuesto a trabajar, tendrás además las aptitudes necesarias, y entonces serás rival para cualquiera de ellos.

Michael logró, al fin, formular una frase completa.

—¿Es así como funciona? Pensaba que hacían falta años.

—Así es, claro. Pero tú ya tienes parte de lo que necesitas. Tenías la postura en tu primera lección, a muchos les hacen falta meses para conseguirla. Aun así, tendrás que trabajar todos los días durante horas si quieres enfrentarte a los otros y tener alguna posibilidad de sobrevivir. Pero si te lo tomas en serio, si permites que te enseñe, eso te lo podré proporcionar.

Michael se lo quedó mirando. La única mano del maestro estaba apretada sobre su rodilla. Michael se sintió arrobado por la visión del cuerpo del espadachín, perfectamente apostado, tenso a la espera de una respuesta. Pensó con tristeza: Ahora tendré que decírselo. He llegado al final de este juego; tengo que decirle quién soy. Es imposible que me convierta en espadachín.

Applethorpe le estudiaba la cara. La tensión abandonó al maestro, su entusiasmo se apagó como una vela.

—Claro que quizá esto no sea importante para ti.

Se le ocurrió entonces a Michael que era un estúpido por pensar que Applethorpe no había sabido quién era desde el primer momento.

—Maese Applethorpe —dijo—, me siento honrado. Aturdido, pero honrado.

—Bien —dijo con su acostumbrada tibieza el maestro—. En ese caso, empecemos.

Capítulo 12

La respuesta de De Vier, cuando la recibió lord Horn, pronto quedó reducida a un legajo arrugado en el suelo. Con caligrafía excéntrica, distinguida por unos fuertes trazos verticales, decía:

Gracias por vuestro amable ofrecimiento. Hemos disfrutado con su lectura más de lo que os proponíais. Lamentablemente, el encargo en cuestión no se adecua a nuestras actuales necesidades. Os deseamos suerte en otra parte. (Vuestras próximas cartas os serán devueltas sin abrir.)

Firmaba «La Corporación Duelista De Vier, al servicio de la Ribera y la Aristocracia de Distinción».

Bastó para conseguir que dejara de pensar en Michael Godwin por un momento. Envuelto en muda furia, lord Horn partió al rescate de su orgullo con la prestigiosa compañía de los lores Halliday, Montague y otros caballeros de alcurnia en una cena que celebraba el Canciller del Dragón.

***

Al día siguiente por la noche, Ferris tendría su respuesta. Había dado tiempo suficiente a De Vier para que sopesara el trabajo; tiempo suficiente para acicatear su interés. Una vez el espadachín aceptara el pago por adelantado, estaría entregado a la empresa y aguardaría hasta que se le ordenara golpear. Una vez De Vier estuviera comprometido, Ferris pensaba hacerle esperar, todo lo cerca que pudiera de la elección del Consejo. Así Ferris tendría tiempo de avivar la disputa entre Karleigh y Halliday. Así De Vier tendría tiempo de estudiar las rutinas de Halliday. No debía haber ningún obstáculo para que el desafío formal fuera aceptado y Halliday resultara heroicamente eliminado: Ferris planeaba heredar la corona de un mártir. Para entonces quizá algunos de los partidarios de Halliday supieran que éste favorecía a Ferris, de modo que éste podría ocupar la Creciente antes de que recayera sospecha alguna sobre él. Una vez en su poder, las sospechas recaerían sobre quien él quisiera.

La anticipación aumentaba los sentidos de Ferris, aguzando su apetito por todas las actividades igual que resultaban inexplicablemente emocionantes cuando era pequeño hasta los hechos más mundanos días antes de Año Nuevo y sus regalos: el hielo que se rompía en la superficie del lavamanos era como la promesa de una revelación; el desabrocharse una camisa era como desembalar los paquetes; y el soplar la vela cada noche significaba que faltaba una llama menos para el día señalado. Lord Ferris encontraba un regusto parecido en ostentar la Cancillería del Dragón: siempre había algo a punto de ocurrir, y cualquier acción estaba investida de significado. Al sentarse ahora a la cabeza de la mesa, rodeado de hombres poderosos y acaudalados y los restos de la cena que habían compartido, partió una nuez entre sus fuertes dedos blancos y sonrió al sentir la agitación que innegablemente le producía.

Uno a uno se fueron a la cama, al encuentro de otras citas, hasta quedar tan sólo los lores Halliday y Horn. Ferris sabía que Halliday esperaba hablar con él cuando se hubieran marchado todos sus invitados; lo que quería Horn sólo él lo sabía. Quizá no tuviera adonde ir, simplemente, y no quisiera regresar a su casa vacía.

El engalanado comedor parecía engullir a los tres hombres; ni siquiera el rango era rival para la arquitectura. Lord Ferris sugirió que se trasladaran a una sala de estar adyacente para beber ponche caliente. Ferris era soltero, considerado a sus treinta y dos años una de las presas más preciadas de la ciudad. El salón de su residencia permanecía tal y como lo había decorado su madre cuando llegó a la ciudad en calidad de novia, con los voluminosos y cómodos muebles y los colores oscuros de la generación anterior. Aunque él mismo lo prefería, lord Horn había desterrado lo mejor de sus antiguas piezas a su casa de campo, donde el estilo importaba menos.

Entró una muchacha para ocuparse del fuego. Ferris sonrió al verla, inclinando la cabeza para poder abarcar todos sus movimientos con su único ojo. Tenía las caderas anchas, los senos grandes, y manejaba con destreza las herramientas de hierro; pero había algo en ella que indicaba malnutrición... quizá fuera simplemente su corta talla, o la fuerza con que se pegaba las faldas al cuerpo para apartarlas del fuego. Cuando hizo una reverencia a su señor desde la puerta, Ferris dijo, con la encantadora voz de orador que encandilaba al Consejo de los Lores:

—Katherine, quédate. Estamos todos un poco borrachos; nos hace falta alguien sobrio que cuide del fuego.

Los ojos de la mujer saltaron nerviosamente a los otros dos lores y de nuevo a él.

—Iré a buscar mi labor —dijo al cabo.

Pero lord Ferris levantó una mano elegante.

—Nada de eso —dijo con afabilidad, arrastrando las palabras—. Siéntate ahí... ahí, debajo del espejo, donde la luz se refleje en tu pelo, y le encargaré a John que te traiga un vaso de jerez. A menos que prefieras otra cosa.

—El jerez está bien —dijo ella, acomodándose en la silla indicada, frente a los caballeros al otro lado de la sala—; gracias.

Su voz era monótona, las vocales entrecortadas y bruscas. De la parte baja de la ciudad. Pero se movía con seguridad, con cierta elegancia en la muñeca y la postura de la cabeza. A ninguno de los visitantes se le ocurrió identificar la altanería de la Ribera; aunque, claro está, ninguno de ellos había estado allí. Les sorprendía ver a Ferris comportándose así... Debía de estar más borracho de lo que aparentaba. Traer una amante a una reunión de solteros no era algo inusitado; pero no era propio de Ferris y sí impropio de la compañía. Si sólo era una criada, resultaba cruel imponerle su sociedad.

Ferris sonrió candorosamente a sus invitados, invitándolos a disculpar su capricho.

—Un toque de belleza femenina —explicó—es esencial para la sobremesa.

—Ya que hablamos de belleza femenina —acotó expertamente lord Horn—, es una lástima que lady Halliday no esté con nosotros.

Pero lord Halliday se resistió a enfrascarse en esa conversación. Había recibido preocupantes informes de los tejedores de Helmsleigh; nada que no pudiera esperar hasta el día siguiente, pero dormiría más tranquilo sabiendo que también Ferris se preocupaba. De modo que guardó silencio, con la esperanza de que Horn se conformara con el escenario principal el tiempo necesario para quedarse sin tema de conversación y marcharse. La mujer de la silla ya había quedado ignorada: un antojo momentáneo de Ferris del que éste parecía haberse olvidado.

Ferris disfrutaba enormemente. Ahora todos los ocupantes de la estancia estaban desconcertados salvo él. Siempre disfrutaba de la compañía de Horn, por lo que sabía que eran motivos innobles: la torpeza de Horn, sus infatigables indirectas de segunda, reforzaban la estima de Ferris de su propia astucia social y su sutileza política. Podía correr en círculos dialécticos alrededor de Horn, hacerle pasar por el aro, que se revolcara por el suelo como un gato con su comida. Era un placer privado: el truco estaba en no dejar que Horn se diera cuenta de lo que hacía.

Katherine recogió las manos sobre el regazo. Sabía que Ferris no estaba tan borracho como pretendía. Era agradable estar sentada y descansar, pero se sentía aburrida por dentro, viendo cómo se pavoneaban los nobles entre sí. Lord Horn y su señor discutían ávidamente sobre espadachines, aunque no parecían saber gran cosa al respecto.

—Bah —estaba diciendo Horn—. No tienen poder. Hacen lo que les pagas por hacer, y eso es todo.

—Pero —dijo el más joven de los dos—, ¿si decidieran rechazar tu encargo...?

—¿Mi encargo? —repuso bruscamente Horn; pero el semblante tuerto de Ferris era más benigno que nunca. Estaba mirando a la joven, sonriendo.

—O el de cualquiera —respondió Ferris—. Es una forma de hablar.

—Que se mueran de hambre —dijo Horn—. Si alguno no quiere el dinero, ya habrá otro que sí.

—¿No crees que es peligroso, entonces, que haya alguien al corriente de tus planes pero no a tu servicio?

—¿Peligroso? —repitió Horn, ruborizándose ante la idea—. No, a menos que vaya con el chisme al otro bando. Lo que no es probable, sabiendo cómo trabajan. Si te traiciona, jamás volverá a conseguir trabajo.

Ferris retorció un anillo de oro en su mano.

—Sin duda, eso es verdad.

—No es tanto peligroso... —Horn se dejó seducir por el tema, convencido ahora de que Ferris no sabía nada de su reciente decepción con De Vier, y satisfecho de poder quejarse al respecto aunque fuera a nivel teórico—... no es tanto peligroso como bochornoso. A fin de cuentas, nadie les pide que piensen. Ellos no tienen que gobernar la ciudad, no tienen de cuidar de las tierras que tienen entre manos. No necesitan preocuparse por la opinión de sus superiores. Se limitan a coger el dinero y hacer el trabajo. Verás... Mi sastre no se negará a hacerme una chaqueta de montar porque no le gusten los caballos. Es lo mismo. Si dejas que empiecen a pensar que tienen derecho a negarse...

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