¡A los leones! (24 page)

Read ¡A los leones! Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
9.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Saturnino sabía escuchar con expresión absolutamente impasible, pero noté que me acercaba a alguna oculta verdad. ¿todavía estábamos hablando de Pomponio Urtica, tal vez?

—Sin un ceremonial, seria sólo por el regodeo en la sangre —intervino Helena.

—¿Cómo es eso? —Eufrasia, la esposa elegante, hizo una de sus escasas contribuciones a la conversación—. ¿Es más cruel derramar sangre en un ambiente privado que ante una multitud?

—El circo constituye un rito nacional —dijo Helena—. A mí me parece cruel, en efecto, y no soy la única. Pero los juegos de gladiadores establecen el ritmo de la vida en Roma, junto con las carreras de carros, las naumaquias y las representaciones dramáticas.

—Y muchos combates son un castigo formal para delincuentes —apunté.

Helena torció el gesto:

—Ese es el arte más cruel, cuando un preso lucha, desnudo y sin protección, sabiendo que si vence al oponente sólo conseguirá continuar en la arena para enfrentarse a otro tan desesperado como él y más descansado.

Helena y yo ya habíamos discutido el tema en otras ocasiones.

—Pero tú ni siquiera disfrutas contemplando a los profesionales, cuyo arte con la espada es un asunto de habilidad —apunté.

—No. Aunque eso no es tan terrible como lo que les sucede a los delincuentes.

—Se supone que eso los redime. Su culpa es denunciada por la multitud, las estatuas de los dioses están cubiertas con velos para que no vean la proclamación de los delitos del condenado, y con ello se da cumplimiento a la justicia.

Helena no dejó de mover la cabeza con gesto negativo.

—La multitud debería sentirse avergonzada de participar en esos juegos.

—¿No quieres que los criminales reciban su castigo?

—Parece que todo se lleva a cabo de forma demasiado rutinaria; por eso me disgusta.

—Es por el bien público —repliqué en claro desacuerdo.

—Por lo menos, se ocupan de que reciban un castigo —terció Eufrasia.

—Si no te parece humano —continué la discusión con Helena—, ¿qué opinas que deberíamos hacer con un monstruo como Turio? Ha hecho pasar por experiencias horribles a un gran número de mujeres, las ha matado y las ha descuartizado. Ponerle una simple multa o enviarlo al exilio sería intolerable. Y, a diferencia de un ciudadano privado, no se le puede ordenar que se deje caer sobre su espada cuando es detenido y acusado. Turio no está en condiciones de hacer algo así… y, en cualquier caso, es un esclavo; no se le permite empuñar una espada a menos que lo haga confinado en el circo y que el combate sea su castigo.

Helena sacudió la cabeza.

—Sé que la condena a un preso a morir en público tiene el propósito de escarmentar a otros. Sé que es una muestra de ejemplarización dirigida al público. Simplemente, no me gusta asistir.

Saturnino se inclinó hacia ella. Mientras discutíamos, había permanecido atento y en silencio.

—Si el Estado ordena una ejecución, ¿no debería llevarla a cabo abiertamente?

—Quizás —asintió Helena—. Pero el circo utiliza el castigo como forma de diversión. Eso es ponerse al nivel de los delincuentes.

—Hay cierta diferencia —explicó el lanista—. Acabar con una vida humana en la arena, por efecto de la zarpa de un león o por la espada, debe ser rápido y bastante eficaz. Tú lo has llamado «rutinario» pero, para mí, eso es lo que lo hace tolerable. Es un asunto neutro, desapasionado. No es lo mismo que la tortura; no es como lo que hacía ese criminal de Turio: infligir deliberadamente un daño prolongado a su víctima y disfrutar con sus sufrimientos.

La esposa de Saturnino le pidió que callara con un grácil gesto de la mano.

—Ahora vas a alabar la nobleza de la muerte de un gladiador.

El hombre replicó con brusquedad:

—No. Eso es un revés económico; una muerte así cuesta dinero; cada vez que tengo que asistir a una me siento enfermo. Y si el muerto es uno de los míos, me enfurezco.

—Ahora hablas de tus profesionales, caros de entrenar y de mantener. Y no de hombres condenados. —Le dediqué una sonrisa—: ¿Te gustaría, entonces, ver combates en los que todo el mundo saliera ileso? ¿Simples exhibiciones de habilidad?

—¡La habilidad no tiene nada de malo! —fue su réplica—. Pero a mí, Marco Didio, me gusta lo que le gusta al público.

—Siempre tan pragmático…

—Siempre tan comerciante. Existe una demanda y yo proporciono lo necesario. Si yo no hiciera el trabajo, lo haría otro.

¡La excusa tradicional de los suministradores de vicio! Por eso a los lanistas los llamaban «chulos». Como había comido a su mesa, me reprimí de hacer este comentario en voz alta. Yo también estaba mediatizado.

Al parecer; a Eufrasia le gustaba agitar las cosas. Hacía unos comentarios provocadores: «Me parece que nuestros invitados mantienen un amplio desacuerdo sobre la crueldad y el comportamiento de la humanidad…».

Helena y yo vivíamos como marido y mujer; por definición, nuestros desacuerdos nunca eran muy complicados.

A Helena, probablemente, le sentaba mal que una desconocida hiciese comentarios sobre nuestra relación.

—Marco y yo estamos de acuerdo en que una acusación de crueldad es el peor insulto que puedes lanzarle a nadie. Los emperadores crueles están malditos en el recuerdo público y borrados de la memoria de la gente. Y, por supuesto, «humanidad» es un término latino, un invento romano.

Para tratarse de una mujer sin ínfulas, era capaz de adoptar un aire de superioridad como la miel sobre un pastel de canela.

—¿Y cómo definen los romanos su maravillosa humanidad? —preguntó Eufrasia en tono satírico.

—Como «amabilidad» —apunté—, comedimiento, educación. Una actitud civilizada hacia todo el mundo.

—¿Esclavos, inclusive?

—Incluso lanistas —repliqué secamente.

—¡Ah, esos! —con aire torvo, Eufrasia envió una mirada de reojo a su esposo.

—Yo quiero que los criminales violentos sean castigados —declaré—. Contemplar el castigo no me produce una satisfacción personal, pero parece acertado actuar como testigo. No creo que me falte humanidad, aunque reconozco que me alegra vivir con una chica que anda sobrada de ella.

Eufrasia continuó insistiendo:

—¿Y por eso estás impaciente por ver a Turio devorado por un león?

—Desde luego. —Me volví para mirar directamente al marido—. Y eso nos lleva de cabeza a ese león en particular que estaba previsto que hiciera el trabajo.

Durante unos instantes, nuestro anfitrión bajó la guardia y dejó entrever su incomodidad. Era evidente que Saturnino no deseaba hablar de lo sucedido a Leónidas.

XXIX

Eufrasia sabía que había dicho algo inconveniente; lo de Leónidas era un caso cerrado, aunque tal vez a la mujer no le habían explicado por qué. Sin pestañear; hizo un gesto a los criados para que se llevaran el postre. Cuatro o cinco discretos camareros entraron con pisadas silenciosas para quitar las mesas, con la vajilla usada y la cubertería incluidas. Los esclavos pasaron delante de nuestros triclinios, lo cual resultó muy conveniente porque provocó un alto en la conversación que aprovechó Saturnino para recuperar el aplomo. El gesto ceñudo de la frente del lanista se relajó.

De todos modos, no resultaría fácil si se sintiera arrinconado.

—¿Y qué dice Calíopo de lo sucedido? —me preguntó sin tapujos ni componendas.

Saturnino era demasiado listo como para no darse cuenta de por dónde iban los tiros.

—Según parece, algunos de sus bestiarios liberaron a Leónidas durante una juerga en el patio. El león se entregó al juego y terminó la noche con una lanzada en el costado. Se supone que el cabecilla de la jarana fue un tal Idíbal.

—¿Idíbal? —la sorpresa de Saturnino parecía sincera.

—Un joven bestiario de Calíopo. Esto no es nada especial, aunque quizás está volviéndose loco. Tiene a cierta mujer que lo persigue abiertamente.

Saturnino guardó silencio durante un segundo. ¿Era porque sabia que Idíbal no había tenido nada que ver con el incidente de Leónidas? Por fin, como si diera el tema por cerrado, o eso pretendiese, declaró:

—Calíopo tiene que saber lo que sucede en su propio patio, Falco.

—Bueno, supongo que está al corriente…

—Por tu modo de hablar, parece como si sospecharas que ha sucedido algo más, Falco —intervino Eufrasia. Su marido la miró con rabia mal contenida. La mujer tenía un carácter voluble; en un momento dado era todo tacto y, al siguiente, se volvía contra él con obstinación.

Carraspeé. Empezaba a sentirme cansado y habría preferido aplazar el encuentro. Helena alargó la mano, tomó la mía y la apretó.

—Marco Didio es un informador: ¡por supuesto que cree todo lo que le dicen!

Eufrasia se echó a reír; más tal vez de lo que pedía la ironía.

—¿Es cierto que tú y Calíopo sois serios rivales?

—Somos los mejores amigos —mintió él valientemente.

—He oído comentar que os peleasteis cuando formasteis una sociedad.

—Bueno, hemos tenido alguna pelotera. Calíopo es un típico oeano. Un bufón taimado y falso. Aunque él, probablemente, respondería a eso con un: «¿Cómo no va a insultarme uno de Leptis?».

—¿Está casado? —preguntó Helena a Eufrasia.

—Con Artemisa.

—La mujer me parece casi esclavizada. —Me recuperé un poco y me sumé otra vez a la conversación—. Mi socio y yo descubrimos indicios de que Calíopo tiene una amante… y se supone que su esposa le arma una bronca sobre lo que hace fuera del trabajo.

—Artemisa es una mujer agradable —declaró Eufrasia con firmeza.

—¡Pobrecilla! —Helena frunció el entrecejo—. ¿La conoces bien, Eufrasia?

—Bien, no —la mujer de Saturnino le sonrió entre dientes—. Después de todo, ella también es de Oea y yo soy una buena ciudadana de Leptis. La veo en los baños a veces. Hoy no estaba; alguien me ha dicho que se había marchado a la villa que tienen en Sorrento.

—¿Para las Saturnales? —Helena arqueó las finas cejas con expresión de perplejidad. Sorrento tenía las mejores vistas de Italia y en verano era delicioso. El mes de diciembre, en cambio, es terrible en cualquier promontorio junto al mar. Tuve la secreta esperanza de que no hubiera sido la labor de Falco y Socio lo que hubiera causado el exilio de la pobre mujer.

—Su marido piensa que Artemisa necesita el aire marino —dijo Eufrasia en tono burlón; Helena, con gesto irritado, se lamentó de la falta de tacto de los hombres.

Saturnino y yo intercambiamos unas varoniles miradas de inocencia.

—¿Y esas peloteras con tu antiguo socio —le pregunté bruscamente— incluyen el incidente con tu leopardo, ayer, en la Saepta? He oído decir que varios hombres de Calíopo estuvieron en el lugar de los hechos.

—¡Ah! Él estaba detrás del asunto —asintió Saturnino. Pero, claro, no iba a esperar que lo negara.

—¿Tienes alguna prueba que lo demuestre?

—Por supuesto que no.

—¿Y qué puedes decirme de un saco de grano que esta mañana alguien ha desviado de su destino en la ciudadela y ha resultado estar envenenado?

—No sé de qué me hablas, ni puedo decirte nada al respecto, Falco.

Esperaba una respuesta así. Por eso repliqué:

—Me alegro de que no te atribuyas el mérito. Si los gansos sagrados de Juno hubieran engullido ese grano envenenado, Roma se enfrentaría a una crisis nacional.

—Eso es terrible —dijo él, impasible.

—Calíopo parece ser el destinatario habitual de los sacos que «se caen» del carro…

Saturnino no se sorprendió lo más mínimo al oír esta afirmación.

—Los ladrones de caminos hurtan cosas cuando los carros aminoran la marcha en los cruces, Falco.

—Sí, es un viejo truco que se ha extendido mucho, últimamente. Y como explicación suena mejor que eso de que el suministrador permitía a los propietarios de negocios de fieras un chanchullo continuado y regular.

—Nosotros no tenemos nada que ver con eso. Nosotros adquirimos la comida al precio marcado, a través de los canales regulares.

—Bueno, desde luego te recomiendo que sigas haciéndolo así durante los próximos meses. ¿Y entre esos «canales regulares» está el granero de los Galba?

—Creo que tenemos mejores tratos con el de los Lolio.

—Muy astuto. Por cierto, Calíopo ha perdido un buen ejemplar de avestruz macho que comió del grano envenenado.

—No sabes cuánto lo siento por él.

Helena había notado que yo empezaba a decaer otra vez e intervino en este punto:

—Desde luego, parece que Calíopo tiene bastante mala suerte con sus fieras. O tal vez no. Piensa en el león que perdió primero: ese cuento de una bronca en el patio de entrenamiénto es falso, evidentemente. Hay pruebas que demuestran que Leónidas fue sacado de su jaula y trasladado a otra parte. O Calíopo es tan estúpido como para creer lo que dicen que hizo Idíbal, o conoce la auténtica verdad y todo es un intento ridículo por desviar la atención de Marco Didio.

—¿Por qué haría Calíopo una cosa así? —preguntó Eufrasia con los ojos muy abiertos y una risita delatora.

—La respuesta más fácil, lo que quieren que creamos, es que Calíopo ha decidido tomarse la justicia por su mano por la muerte del león y no quiere interferencias.

—¿Y el asunto tiene una solución complicada, Helena?

Yo estaba observando a hurtadillas a Saturnino, pero éste consiguió dar a su expresión un aire de mera cortesía.

—Una explicación —sentenció Helena— sería que Calíopo estaba perfectamente al corriente de lo que se planeaba para esa noche.

Por el interés que demostraba, se diría que Saturnino estaba escuchando el resumen de una novela griega recién aparecida en el mercado de Roma.

—¿Y por qué querría que le mataran ese león? —Eufrasia expresó su incredulidad con un resoplido.

—Imagino que no lo tenía previsto. No sé qué turbio asunto se llevará entre manos, pero lo más probable es que Leónidas muriese por accidente.

—Cuando Calíopo vio el cuerpo, sus reacciones me parecieron sinceras —asentí para confirmarlo. De hecho, la rabia y la sorpresa del lanista habían sido los únicos signos claros que había visto en toda la jornada—. Pero estoy convencido de que sabía desde el primer momento que iban a llevarse a Leónidas en plena noche.

Me fijé en Saturnino. Su manera de fijar la mirada en las uñas de sus dedos señalaba un cambio de actitud. ¿Qué era lo que le había perturbado? ¿Que Calíopo conociese el plan? No; aquello se lo había oído decir a Helena sin pestañear siquiera. ¿Que iban a llevarse a Leónidas a media noche…? ¿Era Leónidas la palabra clave? Recordé un par de hechos sorprendentes que había visto en el departamento de las fieras: el rótulo con el nombre de Leónidas guardado en otra parte del edificio y el tráfago con el segundo león, primero escondido en otra parte y luego trasladado de nuevo al corredor principal, como si ése fuera su lugar habitual.

Other books

Courier by Terry Irving
Superbia 2 by Bernard Schaffer
Desired Too by Lessly, S.K.
Carola Dunn by My Dearest Valentine
My Brother's Secret by Dan Smith
Exposed by Laura Griffin