¡A los leones! (20 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
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—Deja el mapa —propuso Helena—. Haré una copia y se lo enviaré a Quinto cuando le escribamos. Por lo menos, así sabrá dónde se encuentra en ese momento.

—Sabe muy bien dónde está —replicó su padre con acritud—. Metido en graves problemas. No puedo ayudarlo, pues eso sería insultante para su hermano. Quizá debería enviar a mi jardinero a cuidar de él. Cuando se acaben las esmeraldas de Claudia, tendrá que darse prisa en la búsqueda de esquejes de esa preciada planta.

Por cambiar de tema, introduje en la conversación el asunto de Leónidas. Helena quería saber si había conseguido ver a Rúmex después de que ella y Maya fueran rechazadas.

—¿Rechazadas? —repitió su padre.

Me apresuré a contarle cómo había conocido a Saturnino y a su luchador estrella, con la esperanza de evitar al senador la preocupación de pensar en el escándalo de que su hija intentara ver a un gladiador.

—Rúmex es el típico gigantón de cuerpo perfecto y cerebro de buey, pero habla despacio y cuida sus palabras, como si se considerara un filósofo. El preparador, Saturnino, es un personaje más interesante… —Decidí no mencionar que Helena y yo cenaríamos con el lanista al día siguiente—. Por cierto, señor, Saturnino ha facilitado una coartada a Rúmex al decir que a Leónidas lo mataron mientras ellos dos estaban juntos en casa de un antiguo pretor llamado Pomponio Urtica. ¿Conoce a ese hombre?

—Su nombre es noticia estos días —apuntó Décimo con una sonrisa.

—¿Por algo que debería saber?

—Ha sido nombrado organizador de la apertura del nuevo anfiteatro.

Se me escapó un silbido.

—Muy oportuno —murmuré.

—Pero es impropio de él favorecer a un lanista en concreto.

—¿Cuándo se ha reprimido un pretor de hacer algo porque resultara impropio? ¿Qué clase de persona es Urtica, senador?

—Es un aficionado a los Juegos —apuntó Décimo y, con su habitual sequedad, añadió—: ¡Dentro de unos límites respetables, por supuesto! En el año que estuvo en el cargo no hubo quejas acerca de su magistratura ni sobre cómo llevaba los espectáculos que organizaba. Su vida privada sólo tiene ligeras manchas —continuó, como si diera por sentado que la vida de la mayoría de los senadores era famosa por su libertinaje desenfrenado—. Se ha casado un par de veces, creo; hace bastante tiempo, porque sus hijos ya son mayores. En la actualidad lleva vida de soltero.

—¿Qué significa eso? ¿Mujeres? ¿Chicos?

—Bien, otra de las razones de que su nombre suene públicamente es que recientemente se ha comprometido con una chica que tiene fama de licenciosa.

—¡Eres un demonio para los chismes, papá! —se asombró Helena.

Su padre dio muestras de estar sumamente complacido consigo mismo.

—Incluso puedo decirte que se llama Scilla.

—¿Y qué forma concreta adopta la extravagancia de esa Scilla?

Esta vez Décimo se sonrojó un poco.

—La que se lleva hoy día, sin duda. Me temo que llevo una vida demasiado tranquila como para saberlo.

Era un hombre encantador.

Cuando su padre se marchó, Helena Justina extendió de nuevo el mapa.

—¡Mira! —exclamó, y señaló un punto de la costa de la Tripolitania, a medio camino entre Cartago y Cirene—. Aquí está Oea y ahí, Lepsis Magna. —Se volvió a mirarme con disimulo—. ¿No son las dos ciudades de las que proceden Saturnino y Calíopo?

—Es una suerte —comenté— que ninguno de los dos siga viviendo allí. De este modo, puedo seguir mis investigaciones aquí mismo, en Roma, con toda tranquilidad.

XXIV

A la mañana siguiente había que ocuparse de dos problemas: encontrar una túnica limpia y no demasiado apolillada para la cena a la que estábamos invitados y responder a los lamentos de mi querido socio comercial, Anácrites, respecto a los líos en que me había metido el día anterior. Los dos problemas tenían un grado parejo de dificultad.

Pensaba llevar mi túnica favorita, la vieja de color verde, hasta que la sostuve por los hombros y la repasé con ojo crítico. Ni era de lanilla tan gruesa, ni se hallaba en tan buen estado. Estaba muy rozada en el cuello, donde siempre ceden los hilos cuando uno lleva una vida activa. Y era de una talla adecuada para un hombre más joven y más delgado. No había alternativa: tendría que recurrir a la nueva prenda que Helena llevaba un tiempo tratando de introducir en mi guardarropa. Era de color bermejo. Detesto ese color. La túnica era cálida, bien cortada y de buena tela, tenía la longitud precisa e iba adornada con dos largas tiras de trencilla. ¡Dioses, cómo la aborrecía!

—Muy bonita —mentí.

—Pues ya has escogido —dijo ella.

Conseguí dejarla caer al suelo, donde
Nux
pudiera utilizarla todo el día como cubil. Aquello le imprimiría cierto carácter.

Nux
olisqueó la prenda y se apartó con desagrado. La perra no pensaba quedarse en casa con aquello y salió conmigo.

Más tiempo llevó apaciguar a Anácrites. Estábamos en el despacho de Calíopo, en el piso superior del cuartel.

—Falco, ¿dónde habías ido a…?

—Cállate y te lo diré.

—¿La perra es tuya?

—Sí. —
Nux
, que era muy capaz de determinar quién estaba al mismo nivel que las ardillas o que los gatos, gruñó como si se dispusiera a lanzarse sobre Anácrites enseñando los dientes—. Eso es que se muestra amistosa —le aseguré no convencido.

Le hice el honor de contarle toda mi aventura de la víspera. La teoría de Famia, el leopardo huido, la teoría de Talía, lo de Saturnino y lo de Rúmex.

Me callé lo de Urtica y su ninfa, Scilla. Anácrites era un espía palaciego. A menos que lo mantuviera muy a raya, era capaz de acudir corriendo al grito de «¡traición!» a una serie de escribientes que tenían el tintero lleno de veneno. No tenía objeto difamar a un ex pretor por triplicado hasta que estuviera seguro de que lo merecía. Tampoco tenía por qué confundir a mi socio contándole demasiado, aunque fuera verdad.

—Nada de eso te lleva a ninguna parte —decidió Anácrites—. Si preguntas a un gladiador dónde estaba cierta noche, no te contestará, porque es incapaz de recordar dónde estuvo; ¿qué tiene eso de raro? Algunos lanistas no se caen bien entre sí; bueno, eso es algo que cabía esperar. Una rivalidad honrada no es mala; la competencia estimula la calidad.

—Si continúas así, pronto te oíré decir que Leónidas sólo es una trágica víctima de las circunstancias, que estaba en la jaula que no debía en el momento más inoportuno y que, en los negocios, tienes que aceptar ciertas pérdidas sostenibles.

—Muy cierto —asintió.

—Anácrites, un tipo como tú al que ya han abierto la cabeza una vez debería aprender a no irritar a la gente… —Me di por vencido—. ¿Y tú, has encontrado algo más en la contabilidad de Calíopo? Por cierto, ¿dónde está ese gilipollas? Normalmente siempre anda tras nosotros para oír lo que hablamos.

Calíopo no había hecho acto de presencia en todo el día. Anácrites, que había llegado antes que yo y había preguntado por él, respondió piadosamente:

—Corren rumores de que está en su casa, en plena pelea con su esposa.

—Así pues, acertamos al sospechar que tenía una amante…

—Sacanna —replicó Anácrites—. Se lo saqué a ese cuidador, a ese Buxo. Parece que la mujer tiene su salón en una posada llamada El Pulpo, en la calle Boreal. No tendremos dificultades para averiguar quién consta como arrendatario del local. Ya lo encontraremos. Pero teníamos razón al pensar que nuestro hombre oculta algo más que esa amante, Falco. —Sacó un documento de la bolsa que llevaba al cinto. Era la lista de discrepancias entre lo que Calíopo había declarado a los censores y las propiedades no registradas que habíamos identificado—. Está bien jodido —añadió con placer mal disimulado. Anácrites seguía siendo el investigador imparcial de siempre—. Lo único que tenemos que comprobar antes de ir por él es si existe ese presunto hermano en Tripolitania. Si no es así, y si la sucursal familiar del negocio en Oea pertenece al propio Calíopo, yo calculo que nos quedará una suma de cinco cifras.

Eché una ojeada a las cuentas. El asunto parecía ilegal incluso sin el elemento de Oea, pero, si se podía añadir éste, sería un golpe de primera magnitud. Podíamos estar muy orgullosos de nosotros mismos.

—Tengo una idea de cómo podríamos llevar a cabo una comprobación —dije, pensativo—. En este momento tengo un contacto en Cartago. Me dispongo a escribirle. Merecería la pena que invirtiéramos en él y le garantizáramos el pasaje para que investigue la propiedad de la sucursal en Oea.

—¿Quién es? ¿Podemos fiarnos de él? —Anácrites parecía saber qué clase de contactos solía tener.

—Es una joya —tranquilicé a mi socio—. Y aún más importante: su palabra pesará en la opinión de Vespasiano.

—Entonces, adelante.

Cabía asegurar en favor de Anácrites que, desde que la herida en la cabeza lo hacía comportarse imprevisiblemente, mi socio era capaz de tomar, sin pestañear, la decisión de gastar grandes sumas del dinero que aún no habíamos ganado. Por supuesto, aquel mismo comportamiento errático podía llevarlo a cambiar de idea; pero, para entonces, yo habría enviado una carta de pago a Justino y ya sería demasiado tarde para volverse atrás.

—Claro que podría ir a Oea yo mismo… —apuntó Anácrites, siempre abierto a cualquier posibilidad que torciese mis planes secretos.

—Buena idea. —A mí me encantaba decepcionarlo cuando se ponía en aquel plan—. Pero estamos en diciembre, de modo que no será fácil viajar hasta allí. Tendrás que hacer pequeñas travesías marítimas. De Ostia a Puteoli, de Puteoli a Buxentum y Regio, y de Regio a Sicilia, para empezar. No deberías tener problemas para encontrar transporte desde Siracusa a la isla de Melita, pero desde allí el viaje se complica…

—Está bien, Falco.

—No, no; te agradezco el ofrecimiento.

Dejamos el asunto en el aire, aunque me proponía escribir a Justino de todos modos.

Hablamos sobre qué hacer a continuación. Podíamos dejar a un lado los documentos sobre Calíopo hasta que terminásemos los asuntos relativos a la casa de la amante y las propiedades en el exterior. Era preciso que pasáramos a otra víctima, ya fuera Saturnino, ya alguno de los demás lanistas. Lamenté que aquello requiriese abandonar las instalaciones sin respuesta a los interrogantes sobre Leónidas, pero no teníamos elección. Estaba previsto que el censo terminara a los doce meses de su inicio. En teoría, podíamos prolongar las disputas durante años, si queríamos, pero Vespasiano necesitaba con urgencia ingresos para el Estado y nosotros esperábamos con ansia nuestros honorarios.

Comenté que aquella noche cenaría con Saturnino. Añadí que intentaría medir si era un buen candidato a una auditoría. Anácrites se mostró muy de acuerdo en que confraternizáramos. Si el asunto resultaba provechoso, compartiría el mérito conmigo; si salía mal, podría denunciarme a Vespasiano por prácticas corruptas. Era encantador tener un socio en quien poder confiar.

—Es aceptable…, siempre que no me lo pase bien —bromeé.

—Cuida que no haya veneno en la comida —me advirtió él con voz amistosa, como si se propusiera suministrar acónito de la mejor calidad a mi anfitrión. Lo que me preocupaba a mí era el veneno que existía en nuestra relación de socios.

Me sentía en baja forma. Como si hubiera pillado un resfriado durante mis hazañas en los Baños de Agripa el día anterior.

Inquieto, salí al balcón desde el que se divisaba toda aquella parte del cuartel.
Nux
dedicó un último gruñido a Anácrites y vino a tumbarse a mis pies. Mientras intentaba aclararme la garganta dolorida, allí de pie, advertí la presencia de Buxo, el guardián encargado de la exhibición de fieras. El hombre salía del edificio situado frente por frente a donde estaban los animales y llevaba consigo uno de los avestruces. Yo lo había visto hacerlo en otras ocasiones; transportaba a los animales de la manera más curiosa, cogiéndolos en brazos y sujetándoles las alas bajo el codo al tiempo que esquivaba el largo cuello y el poderoso pico.

Pero aquel ejemplar era otra cosa. La gran ave había perdido toda su movilidad. Le colgaban las patas, mantenía las alas quietas y el cuello le caía bajo de forma que la cabeza casi tocaba el suelo.

Un vistazo me bastó para saber que el animal estaba muerto.

—¿Qué le pasa, Buxo? —pregunté desde el balcón.

Daba la impresión de que el cuidador, con su habitual ternura, estaba lloriqueando.

—Algo le ha sentado mal.

Nux
percibió el cadáver y corrió escaleras abajo a investigar. Le ordené que volviera y la perra se detuvo y se volvió a mirarme, sorprendida de que le estropeara la diversión. Fui tras ella y bajé al patio.

Algunos de los bestiarios que estaban entrenándose con pesas se acercaron a ver qué sucedía. Todos contemplamos al ave muerta. Observé que se trataba del macho más imponente, el que alcanzaba casi ocho pies de altura. Hacía poco, era un ejemplar espléndido con un magnífico plumaje blanco y negro; ahora, en cambio, estaba reducido a una selección de plumas para bailarina de espectáculo.

—Pobre bicho —murmuré—. Esas aves son una molestia si consiguen pillarte y te hacen trizas la túnica, pero da pena verlas muertas. ¿Estás seguro de que no ha sido cosa del tiempo? Quizás el invierno de Roma sienta mal a los avestruces.

—Hace una hora estaba bien —dijo Buxo entre lamentos. Dejó su carga en el suelo desnudo del patio de instrucción y se quedó en cuclillas con la cabeza entre las manos. Agarré a
Nux
por el collar para evitar que se lanzara sobre el ave y la destrozara—. ¿Cuál será el siguiente? —gimió el cuidador con gran agitación—. Todo esto ya es demasiado…

Los bestiarios se miraron unos a otros. Unos se alejaron discretamente, pues no querían saber nada del asunto. Otros dieron unas firmes palmaditas en el hombro a Buxo, como compadeciéndose de sus lamentos. Con
Nux
cogida bajo el brazo, hinqué una rodilla para examinar al avestruz. Desde luego, había dejado de respirar, pero no soy ornitólogo; para mí, no era sino un pollo enorme y fláccido.

—¿Qué ha sucedido exactamente? —pregunté con voz calmada.

Buxo había captado la insinuación de los demás presentes y su respuesta no nos sacó de dudas, como cuando intentó despachar mi interés por Leónidas.

—Se quedó quieto y, de pronto, fue como si se doblase. Cayó al suelo como un fardo y apoyó la cabeza en tierra como si durmiese.

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