¡A los leones! (40 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
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Me sentí impotente. Además, también había perdido a algunos de mis partidarios naturales. Como él mismo había pedido, dejamos a Justino en Berenice y, cuando nos separamos, todo lo que había entre él y Claudia parecía estar a punto para la tragedia. Después, cuando descargó su reducido equipaje y se despidió del resto del grupo en el embarcadero, se dirigió a la muchacha.

—Será mejor que me digas adiós con un beso —oímos que le decía en voz baja. Claudia se lo pensó dos veces y, por fin, alcanzó con sus labios la mejilla de Justino y los apartó rápidamente.

Con su entrenamiento militar para reaccionar con premura, Camilo Justino aprovechó la ventaja que le daba el haberse puesto sobre aviso y pasó un brazo en torno a su talle.

—No, así no. Dame un buen beso, como es debido…

La firmeza en el tono de voz de Justino presionó tanto a Claudia que ésta se vio en la obligación de hacer lo que le decía. Esta vez, el joven prolongó el beso largo rato y retuvo a Claudia lo más cerca posible sin que pudieran acusarlo de comportamiento inadecuado. Tuvo la sensatez necesaria para contenerse hasta que ella dejó de resistirse y rompió en llanto. Quinto la consoló, y la dejó que llorara en su hombro; hizo ademanes de que se proponía conservarla a su lado y, con gestos, nos indicó que recogiéramos las pertenencias de Claudia. Después empezó a hablar con ella en voz baja:

—¡Por Júpiter, acabo de ver lo que sucede cuando Quinto tiene una charla con una chica que, secretamente, lo considera maravilloso!

Mientras se encaminaba a recoger el equipaje de Claudia, Helena hizo una pausa y me taladró con la mirada. No pude recordar si le había contado alguna vez a Helena lo de la desaparición de su hermano en la torre de los bosques germanos con la profetisa que, más adelante, lo abandonaría y lo dejaría herido de amor. Yo lo vi bajar de la torre más tarde, visiblemente alterado. No era difícil adivinar la razón.

—Tal vez está disculpándose —apuntó Helena, cáustica y mordaz.

Lejos de mantenerse pasiva pese a que lloraba a moco tendido, Claudia interrumpió a Justino con una larga y enfurecida diatriba, cuyo tema central no llegué a determinar. Él le respondió y ella intentó desasirse de su abrazo lanzándole furiosos golpes al pecho con la palma de la mano hasta que Quinto se vio obligado a retroceder palmo a palmo hasta llegar al borde del muelle. Pero ella no se atrevería a empujarlo al agua y los dos lo sabían.

Quinto dejó que Claudia le gritara una y otra vez hasta que la muchacha quedó callada. Entonces hizo una pregunta. Ella asintió. todavía en precario equilibrio al borde del embarcadero, se rodearon con los brazos. Advertí que ofrecía las facciones muy pálidas, como si supiera que estaba condenándose pero pensando, quizá, que era preferible el problema que ya conocía a cualquier otro que pudiera surgir.

Contuve una sonrisa al pensar en la fortuna que Justino acababa de conseguir. Gayo, mi sobrino, fingió un violento ataque de vómito en el muelle ante la turbulenta escena que acababa de presenciar. Helena fue a sentarse en la proa de la nave, sorprendida de ver que su hermano menor tenía su propia vida.

Los demás volvimos a bordo y zarpamos. Justino declaró una vez más que intentarían alcanzarnos antes de que dejáramos Leptis.

Yo seguía pensando que la pareja estaba destinada al fracaso, pero la gente había dicho lo mismo de Helena y de mí. Y aquello nos había dado una buena razón para seguir juntos. Los buenos presagios no se cumplen. Los malos le dan a uno motivos contra qué luchar.

—Sabrata parece una ciudad muy atractiva —dijo Helena intentando apaciguarme mientras asimilaba la confusión de Famia respecto a nuestro destino. Eso fue antes de que mi amada descubriera la existencia de un santuario dedicado a Tanit, lo cual le incitó a tener más cuidado en vigilar a la pequeña y a mi sobrino Gayo.

—Estoy seguro de que los rumores de sacrificios de niños —apunté— sólo van dirigidos a proporcionar a Tanit un halo de notoriedad y a incrementar su autoridad.

—Sí, claro —respondió Helena en tono burlón. Los rumores sobre ritos religiosos repugnantes pueden inquietar incluso a las chicas menos sensibles.

—Sin duda, la razón de que haya aquí tantos sarcófagos de pequeño tamaño es que quienes veneran a los dioses púnicos también aman profundamente a los niños.

—Y tienen la mala fortuna de perder a muchos de ellos a una edad muy temprana… ¡Qué le vamos a hacer, Marco!

Helena estaba perdiendo su presencia de ánimo. Los viajeros siempre pasan por momentos bajos. Soportar una larga travesía para, en el preciso momento en que uno cree que ha llegado, descubrir que está en realidad a doscientas millas de su destino (y que tiene que desandar el camino) puede provocar desesperación en el espíritu más animoso.

—Esperemos que a Scilla no le importe que me presente con una semana de retraso. —Scilla había insistido en viajar a Leptis Magna por su cuenta, otro claro ejemplo de su actitud caprichosa, que me hacía recelar de ella como clienta—. Podemos intentar convencer a Famia de que no saque a flote el barco, o de que lo deje aquí, pendiente de la dentadura de los caballos con la esperanza de que alguno de ellos le dé un buen mordisco, y fletar otra embarcación por nuestra cuenta. Y mientras estamos aquí, podríamos hacer un poco de turismo —propuse. Me correspondía a mí ofrecer a mi familia una perspectiva de la rica diversidad de experiencias culturales del imperio.

—¡Oh, no! ¡Otro apestoso foro extranjero, no! —murmuró Gayo—. Y puedo pasarme sin visitar ningún curioso templo más, muchas gracias.

Como decente
paterfamilias
, presté oídos sordos a las protestas del chico. Sus padres cortaban las discusiones con él a bofetadas; yo quería representar para él un ejemplo de tolerancia y afabilidad. Gayo aún no parecía darse demasiada cuenta de ello, pero yo era un hombre paciente.

Como la mayoría de ciudades de la estrecha franja de tierra ocupada del norte de África, Sabrata tenía un emplazamiento soberbio junto a la orilla del mar, del que venía un intenso olor a pescado. Casas, tiendas y baños casi se fundían con el mar, azul y profundo. Los edificios de menos categoría estaban construidos con piedra desnuda de la localidad; se trataba de una piedra caliza de color rojizo de la clase más porosa, salpicada de agujeros. Todo el centro de actividad urbana jugaba con las vistas del mar. El foro espacioso y abierto no sólo despedía ese aire extranjero, como temía Gayo, sino que su centro principal (dedicado a Liber Pater, una deidad púnica que no le inspiraba confianza) había quedado malparado tras un reciente terremoto y aún no había sido reconstruido. Procuramos no pensar en terremotos. Ya teníamos suficientes problemas.

Deambulamos por las calles como almas en pena. En un extremo del foro se alzaban la Curia, el Capitolio y el templo de Serapis.

—¡Oh, mira eso, Gayo! Otra curiosa capilla extranjera.

Nos encaramamos a la base y nos sentamos allí, cansados y desanimados.

Gayo se divirtió haciendo un ruido de mal gusto.

—Tío Marco, seguro que no estás dispuesto a tolerar que Famia, ese gordo fastidioso, te frustre los planes, ¿verdad?

—De ninguna manera —mentí, y me pregunté dónde podría encontrar un buen guiso de carne con especias y si la comida, en aquella nueva ciudad, me produciría algún nuevo dolor de estómago. Distinguí un puesto y compré pastelillos de pescado para todos. Dimos buena cuenta de ellos como turistas despreocupados y la experiencia me dejó inequívocas señales de aceite por todas partes.

—Siempre consigues echarte por encima más comida que
Nux
—comentó Helena. Me limpié los labios con todo cuidado antes de besarla; era un acto de cortesía que siempre la hacía responder con una risilla. Se apoyó en mí con aire cansado—. Supongo que te has sentado aquí a esperar, por si aparece alguna acróbata escasa de ropas.

—Si te refieres a alguna de mis antiguas amigas tripolitanas, hoy tendrán casi cien años y andarán con muletas.

—Eso suena a una de esas viejas exageraciones tripolitanas… Pero hay una cosa que si podrías hacer por mí —apuntó Helena.

—¿Cuál? ¿Echar una ojeada a esta ciudad espléndida, impregnada de olor a sal, con sus animados comerciantes, fletadores y terratenientes, absolutamente desinteresados de mis problemas, y luego rajarme la garganta?

Helena me dio unas palmaditas en la rodilla.

—Hanno procede de Sabrata. Ya que estamos aquí, ¿por qué no averiguamos dónde vive?

—Hanno no forma parte de mi misión para la nueva clienta —respondí.

No obstante, todos nos pusimos en marcha e iniciamos las averiguaciones pertinentes.

LI

A diferencia de los estirados griegos de Cirene, los campechanos millonarios de Sabrata dependían del extremo occidental del Mar Interior para la obtención de sus ganancias, las cuales eran sin duda fabulosas. La gente de la ciudad mantenía un comercio totalmente moderno con Sicilia, Hispania, la Galia y, por supuesto, Italia; sus productos más apreciados eran no sólo los exóticos traídos del desierto en caravanas, sino también el aceite de oliva local, el pescado en salmuera y la alfarería. Las calles de la hermosa ciudad se habían convertido en vías para el comercio, abarrotadas de gentes de muchas nacionalidades. Estaba claro que la ciudad ántigua junto al mar ya no satisfacía a los potentados; quienes no proyectaban la expansión hacia otra zona más espaciosa empezarían a pedir barrios más cuidados en un futuro cercano. Era una de esas ciudades que, en un par de generaciones, se haría irreconocible.

Sin embargo, de momento, quienes podían permitirse lo mejor vivían al este del foro. En Sabrata, lo mejor eran las residencias palaciegas. Hanno tenía una mansión ostentosa de planta helenística dotada de excelente decoración romana. Desde la puerta de la calle cruzamos un pequeño pasillo hasta un patio interior rodeado de columnas. Una gran sala se extendía al otro lado del patio, donde los enlucidores remodelaban, desde un andamio, un fresco descolorido de las Cuatro Estaciones y lo convertían en la Valerosa Cacería de Nuestro Amo: leones libios, panteras desproporcionadas y una serpiente moteada un tanto sorprendida (con un friso de tórtolas en una fuente y unos gazapillos que mordisqueaban unos arbustos). Unos cortinajes de colores subidos engalanaban las entradas a las habitaciones laterales. El buen gusto de Hanno para el mármol era extraordinario y la mesa baja donde los visitantes dejaban sus sombreros era una gran plancha de madera noble tan pulida que uno podía contemplar el deterioro que habían sufrido durante el día los granos del rostro mientras esperaba a que el esclavo informase de su llegada.

El esclavo no nos anunció a Hanno en persona; Hanno estaba ausente de la ciudad. De caza todavía, sin duda. La visita de personas notables como nosotros se le comunicó a su hermana. Y no cabía esperar que ésta hiciera acto de presencia. Sin embargo, se dignó recibirnos.

La hermana de Hanno era una mujer de tez oscura, aire majestuoso y gesto firme y seguro, de unos cuarenta y bastantes años, vestida con una túnica de color turquesa. Su andar era lento y avanzaba con la cabeza muy erguida. Un collar de oro granulado que debía ser largo como un hipódromo reposaba sobre un escote formado por la naturaleza para hacer de plataforma donde exponer el contenido de un cofrecillo de joyas muy selectas. Una columna de brazaletes con incrustaciones de gemas cubría su brazo izquierdo; el derecho lo llevaba envuelto en un chal multicolor que hacía ondear al moverse. Nos recibió con una efusividad sorprendente, aunque no supimos qué decía porque, como su hermano, la mujer sólo hablaba en lengua púnica.

Más práctica y comprensiva que Hanno, tan pronto como se dio cuenta del problema nos dirigió una amplia sonrisa y mandó llamar a su intérprete. Este era un esclavo menudo, delgado, de color verde oliva y patillas prominentes; era, sin duda, de procedencia oriental, y vestía una túnica más bien blancuzca; calzaba unas sandalias grandes como abarcas en unos pies de tamaño mediano. Las piernas firmes, unos ojos vivaces y acerados y unos modales algo refunfuñones completaban la descripción del hombre. Era evidente que se trataba de un esclavo de la familia, cuyos murmullos eran tolerados por su dueña con un gesto grácil de la mano.

Los criados trajeron un refrigerio. Mis acompañantes se lanzaron sobre él y pedí disculpas, sobre todo en nombre del joven Gayo. La hermana de Hanno, de nombre Mirra, hizo cosquillas a Gayo bajo la barbilla (algo que yo no me habría arriesgado a hacer nunca), soltó una carcajada y dijo que conocía bien a los chiquillos; ella también tenía un sobrino.

Bromeé sobre mi visita forzada a aquel lugar y aludí a que tenía asuntos pendientes en Leptis y en Oea. Todos nos reímos. El esclavo transmitió mis elogiosos comentarios sobre Hanno y mi pesar por no haberlo encontrado en casa. A continuación, el hombre nos tradujo varias corteses respuestas de Mirra a nuestras palabras. Todo resultó deliciosamente cortés y diplomático. Se me ocurrían mejores maneras de pasar la tarde.

Cuando se hizo un silencio bastante forzado, al cabo de un rato, Helena buscó mi mirada para decirme que debíamos marcharnos. La escultural Mirra se percató de ello, seguramente, puesto que se puso en pie al instante. Lejos de agradecer a los severos dioses de aquella tierra que la liberasen de un grupo de forasteros indeseables, nos comunicó que Hanno estaría en Leptis Magna por razones comerciales: algo acerca de los resultados de un peritaje de tierras. Ella, Mirra, se disponía a zarpar en su propio barco por la costa para reunirse con su hermano y estaría encantada de llevarnos.

Consulté con Helena. El intérprete, que parecía hacer lo que le venía en gana, pensó que no merecía la pena traducir aquellas palabras y, mientras nosotros murmurábamos en voz baja, se lanzó a lo que Gayo había dejado en la fuente del refrigerio. Mirra, que tenía el aspecto de ser partidaria de una disciplina estricta, lanzó una recriminación al esclavo, quien se limitó a devolverle la miráda, desafiante.

En las profundidades de mi cerebro, agotado por el calor y por el viaje, se agitó un recuerdo. Tenía la sensación de que aquella mujer de gran porte y de espalda recta me resultaba familiar. De pronto, me acordé. La había visto anteriormente, en una ocasión en que la oí proclamar, con formidable energía, sus rotundas opiniones en una conversación. La mención a que poseía su propio medio de transporte marítimo también avivó mis recuerdos.

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