El «Conde del Monte» se comió también una caja de añil que por el momento no le hizo mucho daño. Posteriormente, sin embargo, perdió sus facultades mentales; correteaba locamente por las calles, se golpeaba contra las vallas, se revolcaba en las zanjas y así siguió, llevando una vida un tanto excéntrica, hasta que Amory le perdió de vista. Amory se lamentaba al acostarse.
—Pobre «Conde» —lloraba—, ¡pobrecillo «Conde»!
Pero a los pocos meses empezó a sospechar que el «Conde» había sido un redomado actor.
Amory y Frog Parker consideraban que la mejor frase de la literatura se encontraba en el acto III de
Arsenio Lupin
.
Todas las
matinées
de los miércoles y los sábados acudían a su butaca de primera fila. La frase era la siguiente:
«Si uno no puede llegar a ser un gran artista o un general, lo mejor es ser un gran criminal».
Amory se enamoró de nuevo y escribió este poema:
Marylyn y Sally
las chicas para mí.
Marylyn a Sally es superior
en tierno y profundo amor.
Le preocupaba si McGovern, de Minnesota, sería el primero o el segundo en el «americano cien por cien»; cómo hacer juegos de manos y cartas, las corbatas camaleónicas, cómo nacían los niños y, en fin, si Brown «Tres-Dedos» era realmente mejor
pitcher
que Christie Mathewson.
Entre otras cosas leyó:
Por el honor del colegio, Mujercitas (dos veces), La ley de todos, Safo, El peligroso Dan McGrew, El camino real (tres veces), La caída de la casa Usher, Tres semanas, Mary Ware, la compañera del pequeño coronel, Gungha Din, La Revista Policiaca y Jim-Jam Jems
.
Había hecho suyas las ideas de Henty sobre la historia y le encantaban las novelas policiacas de Mary Roberts Rinehart.
El colegio echó a perder su francés y le inculcó una cierta aversión a los autores clásicos. Sus profesores le tenían por un chico holgazán, inadaptado y de una inteligencia superficial.
Coleccionaba los rizos de las cabelleras de muchas chicas y usaba los anillos de algunas de ellas. La manía de morderlos y deformarlos le impidió tener más anillos, aparte de que provocaba la sospecha y la envidia del siguiente usuario.
Durante los meses de verano Amory y Frog Parker iban todas las semanas a la función de teatro. A la salida paseaban por las avenidas Hennepin y Nicollet, a través de la alegre muchedumbre, soñando en el aire embalsamado de las noches de agosto. Todavía no comprendía Amory cómo la gente no se daba cuenta de que era un joven destinado a la gloria; y cuando de entre la multitud se volvían a mirarle unos ojos ambiguos, adoptaba la más romántica de las expresiones para caminar por encima de las burbujas que pavimentan el camino de los adolescentes.
Siempre, cuando se acostaba, oía voces: voces indefinidas, apagadas, fascinadoras, que venían del otro lado de la ventana para sumirle en uno de sus sueños favoritos: llegar a ser un gran jugador o el general más joven del mundo, condecorado por su acción en la invasión japonesa. Siempre se trataba de lo que llegaría a ser, nunca de lo que era. Este era otro rasgo característico de Amory.
En el momento de volver a Lake Geneva su aspecto era tímido pero alumbrado de un fuego interior: llevaba sus primeros pantalones largos, una corbata acordeón color púrpura en uno de esos cuellos de camisa altos, redondos, con los bordes unidos; unos calcetines de color púrpura y un pañuelo con un ribete también púrpura que asomaba del bolsillo superior. Pero sobre todo había formulado ya su primera filosofía, esto es, unas reglas de conducta que, a falta de otro nombre, constituían una especie de aristocrática egolatría.
Se había convencido de que sus intereses le llevaban a asociarse con cierto voluble personaje llamado —al objeto de identificar su pasado con él— Amory Blaine. Amory se tenía por un joven afortunado, capaz de extenderse hasta el infinito tanto por el bien como por el mal. No se consideraba un «carácter fuerte», pero confiaba en su facilidad (porque aprendía las cosas de prisa) y en su gran inteligencia (porque había leído un montón de libracos). Se sentía orgulloso de su incapacidad para llegar a ser un genio de la mecánica o de la ciencia, pero no estaba dispuesto a renunciar a cualesquiera otras glorias.
Físicamente
. Amory tenía la certeza absoluta de que era extraordinariamente hermoso. Lo era. Se tenía por un atleta de infinitas posibilidades y por un bailarín consumado.
Socialmente
. En este campo, sus condiciones eran, quizás, más peligrosas. Había otorgado gratuitamente a su persona encanto, amabilidad, magnetismo, equilibrio, el poder de dominar a todos los varones contemporáneos suyos y el don de fascinar a todas las mujeres.
Mentalmente
. Una superioridad absoluta fuera de toda discusión.
Pero aquí es necesario poner las cosas en claro. Amory tenía una conciencia puritana. Y aunque no se sometiera a ella —más tarde en su vida llegó a acallarla por completo—, a los quince años le inducía a considerarse como un chico peor que los demás…, carente de escrúpulos…, deseoso de tener influencia a cualquier precio, incluso para el mal…; un tanto frío y carente de afecto, capaz de llegar a la crueldad…; un voluble sentido del honor…, un feroz egoísmo…, un extraño y furtivo interés en todo lo relativo al sexo.
Además, una singular vena débil atravesaba toda su personalidad…, una frase violenta en labios de un chico mayor (los mayores en general le detestaban) era bastante para alterar todo su equilibrio y sumirle en una huraña animosidad, en una tímida estupidez… esclavo de su propia vanidad, aunque se sentía capaz de cierta audacia y valor, no tenía coraje ni perseverancia ni dignidad.
Esa vanidad, matizada de sospechas ya que no de conocimientos; una imagen de la gente como autómatas sujetos a su voluntad; el anhelo de ganar al mayor número posible de compañeros y de alcanzar una indefinida cumbre… constituían todo el equipaje con que Amory se embarcó en la adolescencia.
El tren se detuvo con languidez estival en Lake Geneva cuando Amory divisó a su madre esperando en el andén, subida al electromóvil. Era un electromóvil de modelo antiguo, pintado de gris. La primera visión que tuvo de ella, erguida y esbelta, aquel rostro donde se combinaban la belleza y dignidad para fundirse en una soñadora sonrisa, le llenó de un súbito orgullo. Tan pronto como, tras un frío beso, subió al electromóvil sintió miedo de haber perdido el necesario encanto para equipararse con ella.
—Querido, qué alto estás… Mira a ver si viene algo por detrás.
Mirando a derecha e izquierda, se deslizó prudentemente a cuatro kilómetros por hora, encareciendo a Amory que actuara de vigía; en un cruce frecuentado le obligó a descender para correr por delante y señalar su presencia, como si fuera un policía de tráfico. Beatrice conducía, lo que se dice, prudentemente.
—Estás muy alto… pero muy guapo. Ya has pasado la edad del pavo, dieciséis años. A lo mejor es a los catorce o quince. Ya no me acuerdo. Pero ya la has pasado.
—No me avergüences —murmuró Amory.
—Pero, querido, ¡qué traje más raro! Parece que eres de un equipo, ¿verdad? La ropa interior, ¿también es de color púrpura?
Amory gruñó desabridamente.
—Tienes que ir a Brooks por algún buen traje. Ah, tenemos que hablar seriamente esta noche; o mejor, mañana por la noche. Quiero que hablemos de tu corazón; probablemente has descuidado tu corazón sin darte cuenta.
Amory cavilaba sobre lo superficial que era la capa que abrigaba a su generación. Dejando aparte una pasajera timidez, sintió que el cinismo que caracterizaba sus relaciones con su madre seguía intacto. Durante los primeros días vagabundeó por los jardines, a lo largo de la costa, en un estado de extrema soledad, contentándose con el letárgico consuelo de fumar
Bulls
en el garaje, en compañía de uno de los choferes.
Las veinticuatro hectáreas de la finca estaban sembradas de antiguas y recientes casas veraniegas; muchas fuentes y bancos blancos saltaban de pronto a la vista tras el colgante follaje de los escondrijos; existía una gran familia de gatos blancos, siempre en aumento, que deambulaban entre los macizos de flores y por las noches, de repente, aparecían sus siluetas sobre los oscuros troncos. En uno de aquellos senderos umbrosos Beatrice, al fin, apresó a Amory, una vez que Mr. Blaine, como de costumbre, se había retirado al caer la tarde a su biblioteca. Tras reprocharle que tratara de evitarla, tuvo con él un largo
tête-à-tête
al claro de luna. Pero él a duras penas podía sentirse a gusto con aquella belleza —progenitura de la suya—, las formas exquisitas de su cuello y sus hombros, las gracias de una mujer afortunada en sus treinta años.
—Amory, querido —musitó con ternura—; qué época más ingrata y extraña desde que te fuiste.
—¿Por qué, Beatrice?
—Cuando tuve mi última crisis —se refería a ello como a algo irresistible e indomable— los médicos me confesaron que si un hombre hubiera bebido de la forma que yo lo hice —su voz adquirió el acento de las confidencias— estaría ahora
deshecho
físicamente, en la tumba. Hace mucho que estaría en la
tumba
.
Amory respingó; se imaginaba cómo habría sonado aquello a Froggy Parker.
—Sí —continuó Beatrice, con tono de tragedia—, tenía sueños, visiones maravillosas —se apretó los ojos con las palmas de las manos—. He visto ríos de bronce corriendo entre riberas de mármol y grandes pájaros que volaban a mucha altura; pájaros multicolores, de plumaje brillante. He escuchado músicas muy extrañas y el fulgor de las trompetas de los bárbaros… ¿Qué?
Amory se reía a hurtadillas.
—¿Qué decías, Amory?
—Nada, nada. Continúa, Beatrice.
—Eso es todo; me ha ocurrido muchas veces: jardines de llamativos colores junto a los cuales este te parecería gris; lunas que giraban y se balanceaban, más pálidas que las lunas de invierno, más doradas que las lunas de las eras.
—Y ahora, ¿cómo te sientes Beatrice?
—Perfectamente, como nunca. Pero no me entienden. No puedo explicarlo, Amory…, pero no me entienden.
Amory se había emocionado. Rodeó a su madre con su brazo, acariciando su cabeza contra el hombro de ella.
—Pobre Beatrice, pobre Beatrice.
—Pero hablame
de ti
Amory. ¿También para ti han sido terribles estos dos años?
Amory pensó primero en mentir, pero decidió no hacerlo.
—No, Beatrice. Me he divertido mucho. Me he adaptado a la burguesía. Me he convertido en una persona normal —se sorprendió de confesar semejante cosa y se imaginó la mueca de Froggy—. Beatrice —dijo de improviso—, me gustaría ir al colegio. Todo el mundo en Minneapolis va interno al colegio.
Beatrice mostró una cierta alarma.
—Sólo tienes quince años.
—Pero todo el mundo va al colegio a los quince años; y yo quiero ir, Beatrice.
Por indicación de Beatrice el asunto fue demorado el resto del paseo; pero una semana más tarde le sorprendió agradablemente al decirle:
—Amory, he decidido hacer lo que quieres. Si todavía lo deseas, puedes ir al colegio.
—¿De verdad?
—Al St. Regis, en Connecticut.
Amory tuvo una repentina emoción.
—Ya está todo arreglado —continuó Beatrice—. Es mejor que vayas. Hubiera preferido llevarte a Eton y después al Christ Church, en Oxford, pero es casi imposible en estos tiempos. Y decidiremos la cuestión de la universidad más adelante.
—¿Qué vas a hacer tú, Beatrice?
—Dios sabe. Parece que mi destino es malgastar mi tiempo en este país. No es que lamente ser americana, eso es propio de gente vulgar; creo que nos estamos convirtiendo en una gran nación, pero —aquí suspiró— siento que mi vida debería haber transcurrido en una civilización más vieja y madura, en una tierra de praderas y sombras otoñales.
Amory no contestó; su madre continuó:
—Es una pena que no conozcas el extranjero; pero como eres hombre es mejor que te eduques aquí, al amparo del águila acechante…, ¿es ese el término correcto?
Amory lo confirmó. Decididamente su madre no habría apreciado la invasión japonesa.
—¿Cuándo iré al colegio?
—El mes que viene. Primero irás hacia el Este, para tus exámenes. Y después tendrás una semana de vacaciones para hacer una visita, en el Hudson arriba.
—¿A quién?
—A monseñor Darcy, Amory. Quiere verte. Estuvo en Harrow y Yale y después se hizo católico. Quiero que hable contigo porque te puede ayudar mucho —apretó su pelo castaño con cariño—: Amory querido, Amory querido…
—Beatrice querida…
A primeros de septiembre Amory, provisto de «seis mudas de ropa interior de verano, seis mudas de ropa interior de invierno, un jersey, una camiseta de lana, un abrigo, etc.», salió para Nueva Inglaterra, el país de los colegios.
Allí se encuentran Andover y Exeter, con sus recuerdos de la Nueva Inglaterra muerta, colegios amplios como democracias; St. Mark, Groton, St. Regis con su gente de Boston y los
Knickerbocker
de Nueva York; St. Paul, con sus grandes canchas; Pomfret y St. George, para la gente próspera y bien vestida; Taft y Hotchkiss, que preparan a los ricos del Medio Oeste para su triunfo en Yale; Pawling, Westminster, Choate, Kent y un centenar más; todos dispuestos a desbastar, año tras año, al mismo tipo acomodado, convencional y presumido; de estimular sus aptitudes mentales mediante exámenes de ingreso y vagos propósitos expuestos en centenares de folletos: «A fin de comunicarle la educación mental, moral y física que corresponde al caballero cristiano; al objeto de adaptar al joven
para enfrentarse con los problemas de su tiempo y de su generación
y proporcionarle, al mismo tiempo, una sólida formación en las artes y las ciencias».
En St. Regis permaneció tres días y llevó a cabo sus exámenes de ingreso con altiva confianza. Después fue a Nueva York, de paso para su famosa visita. La metrópoli, apenas entrevista, le produjo poca impresión, a no ser por la sensación de limpieza que le dieron los rascacielos blancos desde el vaporcito del Hudson, una mañana muy temprano. Por otra parte, su mente estaba tan ocupada por los sueños de proezas atléticas en el colegio que no podía por menos de considerar esa visita como un engorroso preámbulo a la gran aventura. Sin embargo no fue así.