A este lado del paraíso (9 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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Se dirigieron a un amplio edificio de piedra blanca, en la trasera de la calle nevada. La señora Weatherby les recibió calurosamente y todos los pequeños primos salieron de los rincones donde discretamente se habían refugiado. Isabelle los fue saludando con tacto. En sus buenos momentos sabía hacerse amiga de todos, excepto de las chicas mayores que ella y algunas señoras. Hizo el impacto previsto. La media docena de muchachas que conoció aquella mañana salió bastante bien impresionada tanto de su personalidad abierta como de su reputación. Amory Blaine estaba en el ánimo de todas. Un tanto desenfadado en cuestiones amorosas, ni era ni dejaba de ser apreciado. En un momento u otro todas las muchachas parecían haber tenido una aventura con él, pero ninguna parecía dispuesta a suministrar información. El venía sólo por ella… Sally lo había hecho público a todo el mundo; así que, tan pronto como pusieron los ojos sobre Isabelle, se confabularon para venderle el favor. Isabelle estaba en secreto resuelta a que le gustase Amory, aunque fuese a la fuerza, porque se lo debía a Sally. No podía sentirse defraudada, porque Sally lo había pintado con tan brillantes colores —tenía muy buen aspecto, «un aire distinguido, cuando quería»—, era original e inconstante— que reunía todas las condiciones para arrastrarla a un romance que ella, por su edad y por su medio, tanto deseaba. Se preguntaba si aquellos zapatos que marcaban un foxtrot alrededor de la blanda alfombra del salón serían los suyos.

Todas las impresiones e ideas de Isabelle eran muy caleidoscópicas. Tenía en su haber esa curiosa mezcla de talento artístico y social que sólo se encuentra en dos clases de mujeres, las actrices y las damas de sociedad. Su educación o, mejor dicho, su amaneramiento lo había absorbido de los jóvenes que la habían rodeado; su tacto era instintivo y su capacidad para aventuras amorosas estaba solamente limitada al número de llamadas telefónicas posibles. La aventura parecía ofrecerse en sus grandes ojos oscuros y brillaba a través de su intenso magnetismo.

Así que esperaba al borde del último escalón mientras llegaban aquellas chinelas. Ya estaba impaciente cuando salió Sally del vestuario, resplandeciente en su habitual buen humor; y juntas descendieron al salón de abajo, mientras la mente de Isabelle se concentraba en dos pensamientos: estaba contenta porque esa noche tenía buen color y le preocupaba saber si Amory bailaba bien.

Abajo, en el gran salón del club, se encontró pronto rodeada de todas las muchachas que había conocido al mediodía, hasta que, mientras la voz de Sally repetía una serie de nombres, se encontró en medio de un sexteto de hombres, en blanco y negro, muy erguidos, figuras vagamente familiares. El nombre de Blaine figuraba entre ellos, pero en el primer instante no logró distinguirlo. Siguió un momento muy confuso y juvenil, lleno de topetazos y vueltas, en virtud del cual cada uno se encontró hablando con la persona que menos le interesaba. Con una hábil maniobra arrastró a Froggy Parker, en primero de Harvard y con quien había jugado alguna vez al aro, para sentarse en los peldaños de la escalera. Todo lo que ella necesitaba era una referencia cómica al pasado. El número de cosas que Isabelle podía hacer con un solo tema era notable; primero, lo repetía embargada por el entusiasmo, con tono de contralto y acento del Sur; luego, parecía contemplarlo a distancia con una sonrisa, una sonrisa maravillosa; y por fin desarrollaba ciertas variaciones sobre el mismo tema, regodeándose en una especie de jugueteo mental, sin dejar de respetar la forma nominal del diálogo. Froggy estaba fascinado y completamente ajeno a que todo aquello no era por él sino por aquellos ojos verdes que brillaban bajo un pelo cuidadosamente atusado con agua un poco a su izquierda, porque Isabelle había descubierto a Amory. Como la actriz que, incluso cuando más aturdida se halla por su propio y consciente magnetismo, sabe calibrar al público de primera fila, Isabelle había percibido a su antagonista. En primer lugar, tenía el pelo castaño; un sentimiento de contrariedad le hizo saber que había esperado de él un pelo oscuro, la esbeltez de un anuncio de fijador… En cuanto al resto, bastante buen color y un perfil recto y romántico; el corte de un traje ajustado y una de esas camisas de seda fruncida, que hacen las delicias de las mujeres, pero de las que los hombres empiezan a cansarse.

Durante todo el examen Amory la observó con calma.

—¿No crees tú? —le preguntó de repente, volviendo hacia él su inocente mirada.

Hubo un pequeño tumulto y Sally se abrió camino hacia su mesa. Amory forcejeó para sentarse junto a Isabelle y le susurró al oído:

—Ya sabes que eres mi pareja. Nos han destinado el uno para el otro.

Isabelle abrió la boca; era un método infalible. Pero en verdad sintió como si su papel de primera actriz se hubiera convertido en el de una segundona… No debía perder la iniciativa. Toda la mesa bullía de risas, y en la confusión por coger sitio algunos ojos curiosos se volvieron hacia ella, sentada en la cabecera. Todo ello le producía un placer inmenso; Froggy Parker, ofuscado por su radiante cutis, olvidó arrimar la silla a Isabelle y cayó en postrada confusión. Amory se sentó al otro lado, rebosando confianza y vanidad, contemplándola con sincera admiración. Tanto él como Froggy empezaron sin rodeos:

—He oído hablar de ti desde que usabas trenzas.

—Qué divertido, aquel mediodía…

Ambos se detuvieron. Isabelle se volvió hacia Amory con timidez. Para respuesta bastaba su semblante pero se decidió a hablar:

—¿Qué? ¿Quién te habló de mí?

—Todo el mundo; todo el tiempo que has estado fuera —ella se sonrojó un poco. A su derecha Froggy estaba ya
hors du combat
aunque él no se daba cuenta de ello.

—Te voy a decir por qué me he acordado de ti durante estos años —continuó Amory. Ella se inclinó ligeramente hacia él y para observar así con disimulo los apios que tenía enfrente. Froggy suspiró; conocía muy bien a Amory y sabía que había nacido para manejar situaciones como esa. Se volvió hacia Sally para preguntarle si iba a volver a la escuela el próximo año. Amory replicó con fuego graneado:

—Ya he dado con el adjetivo que te va. —Ese era uno de sus arranques favoritos; rara vez tenía ese adjetivo en la mente, pero así provocaba la curiosidad; y si se le ponía entre la espada y la pared, siempre sabía encontrar un cumplido.

—¿Y cuál es? —la expresión de Isabelle era un estudio en curiosidad absorta.

Amory movió la cabeza.

—Todavía no te tengo la suficiente confianza.

—¿Y me lo dirás después? —susurró ella.

Amory asintió.

—Nos sentaremos fuera.

Isabelle asintió.

—¿Te ha dicho alguien que tienes unos ojos muy penetrantes? —preguntó ella.

Amory trató de hacerlos más penetrantes todavía. Se imaginó, pero no estaba seguro, que la punta de su pie le había tocado por debajo de la mesa. Aunque también podía ser la pata de la mesa. Era difícil asegurarlo. Aun así, se estremeció. Se preguntaba si sería difícil buscar refugio en el saloncito de arriba.

Los niños en el bosque

Isabelle y Amory, cada cual a su manera, no eran dos niños inocentes, pero tampoco unos desvergonzados. Con todo, la afición pura era lo que menos valor tenía en el juego que habían iniciado, un juego que había de ser —para ella y durante muchos años— su principal tema de estudio. Los dos lo habían comenzado por las mismas razones, buenas promesas y un temperamento excitable; el resto era consecuencia de la lectura de unas cuantas novelas baratas y de charlas de vestuario con jóvenes de más edad. Isabelle ya sabía andar con un paso muy estudiado a los nueve años y medio, cuando sus ojos, amplios y luminosos, parecían anunciar la niña ingenua. Amory no era tan artificioso. Si se ponía un disfraz era para podérselo quitar al día siguiente y, además, no parecía discutir el derecho de ella a usar uno: Ella, por su parte, no parecía impresionada por su estudiada pose de aburrimiento. Había vivido en una gran ciudad y en cierto modo tenía más horas de vuelo que él, pero aceptó su pose, una de las doce posibles convenciones en esta clase de asuntos. Comprendía él que gozaba de sus favores porque la habían aleccionado para ello; pero, por no ser otra cosa que la mejor oportunidad de la noche, tenía que mejorar su actuación si no quería perder la iniciativa. Por todo eso ambos jugaban con una astucia tan descomunal que habría horrorizado a todos sus antepasados.

Después de la cena empezó el baile… dulcemente. ¿Dulcemente? Los jóvenes se cambiaban a Isabelle cada cuatro pasos para reñir después por los rincones:

—¡Me la podías haber dejado un poco más!

—Te digo que ella no quería; me lo dijo en el baile anterior.

Era verdad, así lo dijo a todos al tiempo que les daba la mano con un apretón que quería significar: «Bien sabes, Amory, que esta noche sólo contigo he estado bailando de verdad».

Pero el tiempo pasaba; al cabo de dos horas, incluso los
beaux
menos sutiles se habían decidido a concentrar sus seudo-apasionadas miradas en otra parte, porque cuando dieron las once Isabelle y Amory estaban sentados en la poltrona del saloncito de lectura del piso de arriba. Ella presentía que formaban una buena pareja y parecía sentirse a sus anchas en aquel aislamiento, mientras la gente remolineaba y cuchicheaba por allá abajo.

Los que pasaban frente a la puerta miraban con envidia, y las chicas reían, fruncían el ceño y tomaban nota para el futuro.

Ya habían alcanzado por fin un escalón definido. Se habían contado todo lo que había ocurrido desde la última vez que se vieron, y ella tuvo que escuchar casi todo ló que había oído antes acerca de él. Que estaba en segundo, en la redacción del
Princetonian
, que esperaba llegar a ser pronto presidente. Ella le dijo que muchos jóvenes con quienes salía en Baltimore eran «terribles», que a veces iban borrachos a los bailes; tenían unos veintes años o cosa así y conducían unos fascinantes Stutzes rojos. A la mitad de ellos les habían expulsado de varios colegios y universidades, y algunos ostentaban unos nombres tan atléticos que no pudo por menos de mirarles con admiración. En realidad, la intimidad de Isabelle con la Universidad apenas había empezado; tan sólo mantenía una reverencial amistad con un grupo de jóvenes que pensaban: «Es una monada, vale la pena seguirla de cerca». E Isabelle ensartó una retahila de nombres con tal desparpajo que habría asombrado a un noble vienes. El le preguntó si tenía mucho amor propio. Replicó ella que era distinto el amor propio de la confianza en sí mismo; que le encantaban los hombres con gran confianza en sí mismos.

—Y Froggy, ¿es muy amigo tuyo? —preguntó.

—Bastante. ¿Por qué?

—Baila muy mal. Baila como si llevara la chica a la espalda en lugar de llevarla en los brazos —ella rió la gracia.

—Eres terrible para definir a la gente.

Amory lo negó con pesadumbre pero, no obstante, definió a unas cuantas personas. Luego hablaron de manos.

—Tienes unas manos muy delicadas —dijo ella—. Como si tocaras el piano. ¿Tocas el piano?

Dije antes que habían alcanzado un escalón definido; quiá, lo que habían alcanzado era un escalón muy crítico. Amory se había quedado aquel día solo para verla, y su tren salía a las doce y media de la noche. Sus maletas le esperaban en la estación, y su reloj empezaba a pesarle en el bolsillo.

—Isabelle —dijo de repente— quiero decirte algo.

Habían estado charlando de cosas superficiales, «sobre esa expresión tan divertida de tus ojos», e Isabelle comprendió por el cambio de tono que algo se avecinaba; incluso había estado imaginando cuánto tardaría en llegar. Amory se inclinó y apagó la luz de forma que quedaron en una oscuridad sólo mitigada por el resplandor rojo debajo de la puerta del salón de lectura. Entonces empezó:

—No sé si te imaginas lo que yo… te quiero decir. Diablo, Isabelle, suena a frase hecha pero te aseguro que no lo es.

—Ya lo sé —dijo suavemente Isabelle.

—Tal vez no nos volvamos a ver como ahora. He tenido siempre mala suerte —estaba separado de ella y apoyado en el otro brazo del sillón, pero sus ojos brillaban en la penumbra.

—Claro que me volverás a ver, tonto —y en la última palabra puso el énfasis justo para atraerle. El continuó con acento ronco:

—Me he enamorado de muchas mujeres y supongo que tú también… de hombres, claro; pero, sinceramente, tú… —se interrumpió de súbito y se inclinó hacia ella, la barbilla apoyada en sus manos—. Bueno, siempre pasa lo mismo; tú seguirás tu camino y yo el mío.

Hubo un silencio. Isabelle estaba muy inquieta; hizo con su pañuelo una pelota y a la pálida luz que la envolvía lo arrojó deliberadamente contra la puerta. Sus manos se tocaron por un instante pero no llegaron a hablar. Los silencios se hacía más frecuentes y deliciosos. Había subido otra pareja descarriada que aporreaba el piano de la habitación de al lado. Tras la obligada introducción de escalas y ejercicios, uno de ellos arrancó con
Los niños en el bosque
, y una delicada voz de tenor introdujo las palabras en el salón:

Dame, dame ya tu mano

para que sepa que vamos

a la tierra del ensueño.

Isabelle la canturreó suavemente, y cuando sintió la mano de Amory entre las suyas se puso a temblar.

—Isabelle —susurró—. Ya sabes que estoy loco por ti y tengo esperanzas de interesarte un poco.

—Sí.

—¿Te importa mucho? ¿No prefieres a otro?

—No —apenas podía oírla aunque estaba tan próximo a ella que sentía su respiración en su mejilla.

—Isabelle, tengo que volver al colegio y no volveré en seis meses. ¿Por qué no podemos…? Me gustaría tanto tener un recuerdo tuyo…

—Cierra la puerta… —su voz era tan queda que él se preguntó si había llegado a hablar. Al empujar suavemente la puerta, la música pareció vacilar.

Bajo esa brillante luna

dame un beso de buenas noches.

Qué canción tan maravillosa, pensaba ella. Todo parecía maravilloso aquella noche, y, sobre todo, la romántica escena del salón, con las manos entrelazadas aproximando el inevitable espejismo. Su vida futura parecía una interminable sucesión de escenas como ésta: bajo la luz de la luna y de las pálidas estrellas, en los asientos de cálidas
limousines
y en bajos y cómodos
roadsters
parados en una arboleda protectora… sólo el acompañante podía cambiar y éste parecía encantador. El tomó su mano con suavidad y, con un repentino movimiento para llevarla a los labios, le besó la palma.

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