A barlovento (47 page)

Read A barlovento Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
8.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Recordaría lo que necesitara recordar, y no más, poco a poco. Los recuerdos disponibles se mantendrían a salvo de intrusiones y lecturas salvo por los procedimientos más obvios y dañinos. Tuvo la sensación de que empezaba a sentir el comienzo del proceso del olvido al mismo tiempo que recordaba que tendría lugar.

La lluvia estival caía con suavidad a su alrededor. El sonido del motor y las luces del coche que lo había llevado hasta allí habían desaparecido entre las nubes, mucho más abajo. Levantó la mano ante la pequeña puerta incrustada en las verjas.

El postigo se abrió de inmediato y en silencio y le hicieron señas para que entrara.

~ Sí. Bien hecho.

Se le había ocurrido que una vez que había hecho lo que se suponía que tenía que hacer, una vez terminada la misión, podría empezar (o intentar empezar) a contarle al dron Tersono, o al propio avatar del Centro, o al homomdano Kabe, o a los tres, lo que acababa de hacer, para que a Huyler no le quedara más remedio que incapacitarlo; con un poco de suerte lo mataría, pero no hizo nada.

Huyler quizá no lo matase, después de todo, quizá solo lo incapacitase y además, en parte estaría comprometiendo la misión. Era mejor para Chel, mejor para la misión, que todo pareciera normal, hasta que la luz de la segunda nova inundase el sistema y cruzase el orbital.

–Bueno, con eso completamos la visita –dijo el avatar.

–Bien. Amigos míos, ¿nos vamos? –dijo el dron E. H. Tersono con un gorjeo. Su recubrimiento de cerámica estaba rodeado por un saludable resplandor rosa.

–Sí –se oyó decir Quilan–. Vamos.

XV. Una cierta perdida de control

XV

Una cierta perdida de control

D
espertó poco a poco, un poco mareado. Estaba muy oscuro. Se estiró con pereza y sintió a Worosei a su lado. La hembra se acercó adormilada, se enroscó contra su cuerpo y se adaptó a él. La rodeó con un brazo y la joven se acurrucó un poco más contra él.

Justo cuando empezaba a despertarse del todo y decidía que la deseaba, la hembra volvió la cabeza hacia él, le sonrió y abrió los labios.

Se deslizó sobre él y fue una de esas veces en las que el sexo es tan fuerte, equilibrado y excitante que es casi como si estuviera más allá de la diferencia de géneros, es como si no importara quién es el macho y quién es la hembra, ni qué parte pertenece a quién, cuando los genitales parecen de algún modo compartidos e independientes a la vez, partes que pertenecen a los dos y a ninguno; el sexo de él era una entidad mágica que los penetraba a los dos por igual cuando ella se movió sobre él, mientras que el de ella se convertía en una especie de manto fabuloso y encantado que se había extendido y crecía para cubrir los cuerpos de los dos, convirtiendo cada parte en una única superficie sensual y sexual.

Fue haciéndose de día muy poco a poco mientras hacían el amor y después, después de que terminaran los dos y tuvieran el pelo apelmazado por la saliva y el sudor y los dos se encontraran jadeando con fuerza, se quedaron echados el uno junto al otro, mirándose a los ojos.

Estaba sonriendo. No podía evitarlo. Miró a su alrededor. Todavía no estaba muy seguro de dónde estaba. La habitación parecía anónima y, sin embargo, parecía tener un techo altísimo y estar llena de luz. Tenía la extraña sensación de que deberían dolerle los ojos, pero no le dolían.

La miró otra vez. Había apoyado la cabeza en un puño y había bajado la cabeza para mirarlo. Cuando vio aquel rostro, cuando asimiló aquella expresión, sintió una impresión extraña y después un terror exquisito, intenso y perfecto. Worosei jamás lo había mirado así, no solo a él, sino también todo lo que tenía alrededor, como si viera a través de él.

Había una frialdad absoluta y una inteligencia feroz e infinita en aquellos ojos oscuros. Algo sin piedad ni ilusión había clavado los ojos en su alma y más que encontrar carencias en ella, la había encontrado ausente.

El pelo de Worosei había adquirido un tono argentino perfecto y se había alisado sobre su piel. Era un espejo desnudo de plata y él se vio en su cuerpo largo y ágil, perversamente distorsionado como algo que fundieran y fueran deshaciendo. Abrió la boca e intentó hablar. Tenía la lengua demasiado grande y se le había secado la garganta.

Fue ella la que habló, no él.

–No creas que me han engañado ni por un momento, Quilan.

No era la voz de Worosei.

Se apoyó en el codo y se levantó de la cama con un movimiento ágil, elegante y poderoso. La vio irse y luego fue consciente de que detrás de él, al otro lado del colchón ondulado, había un macho viejo, también desnudo y mirándolo con un parpadeo.

El anciano no dijo nada. Parecía confuso. Era a la vez alguien muy conocido y un extraño absoluto.

Quilan despertó jadeando y se quedando mirando a su alrededor con expresión de loco.

Estaba en el amplio colchón ondulado del apartamento de la ciudad de Aquime. Parecía que estaba a punto de amanecer y había un torbellino de nieve más allá de la cúpula del tragaluz.

–Luces –dijo con la voz entrecortada y miró la enorme habitación cuando se iluminó.

Nada parecía estar fuera de lugar. Estaba solo.

Era el día que terminaría con el concierto en el estadio Stullien, que llegaría a su punto culminante con el estreno de la nueva sinfonía de mahrai Ziller,
La luz que expira,
que a su vez culminaría cuando la luz de la nova inducida sobre la estrella Junce ochocientos años atrás llegara al fin al sistema de Lacelere y el orbital Masaq.

Con una sensación vil y desgarradora de náuseas recordó que había cumplido con su obligación y el asunto ya no estaba en sus manos, ni en su cabeza. Lo que tuviera que ocurrir, ocurriría. No podía hacer más que ninguno de los demás. Menos, de hecho. Nadie más tenía otra mente a bordo, escuchando cada uno de sus pensamientos.

Por supuesto, desde la noche anterior, si no había sido antes, ya no disponía de su hora de gracia al final y al comienzo de cada día.

~ ¿Huyler?

~
Aquí. ¿Ya has tenido antes sueños como ese?

~ ¿Tú también lo has experimentado?

~
Estoy vigilando y observando por si hay alguna señal que pudieras enviar y que pudiera advertirles sobre lo que va a pasar esta noche. No estoy invadiendo tus sueños. Pero tengo que monitorizar tu cuerpo así que sé que fue un sueño erótico de la leche que pareció convertirse de repente en algo aterrador. ¿Quieres hablar de ello?

Quilan dudó. Apagó las luces con un gesto y se quedó echado en la oscuridad.

–No.

Fue consciente de que había dicho la palabra en lugar de pensarla al mismo tiempo que se dio cuenta de que no podía decir la siguiente palabra que creyó que iba a decir. Habría vuelto a ser «No» pero nunca salió de sus labios.

Se dio cuenta de que no podía hacer ningún movimiento. Otro momento de terror, por la parálisis y por el hecho de estar a merced de otra persona.

~
Perdona. Estabas hablando, no comunicándote. Ya está; ya, esto, vuelves a estar al mando.

Quilan se movió por el colchón y carraspeó para comprobar que volvía a controlar su cuerpo.

~ Todo lo que iba a decir era, no, no hace falta. No hace falta hablar de ello.

~
¿Estás seguro? Jamás habías estado tan angustiado, no te había visto así en todo el tiempo que llevamos juntos.

~ Te estoy diciendo que estoy bien, ¿de acuerdo?

~
Está bien, de acuerdo.

~
E incluso si no lo estuviera, tampoco importaría, ¿no? No después de esta noche. Voy a intentar dormir un poco más. Podemos hablar luego.

~
Lo que tú digas. Que duermas bien.

~ Lo dudo.

Se echó y observó los copos oscuros de nieve, de aspecto seco, que se lanzaban como un torbellino contra la cúpula del tragaluz, con una furia sorda cuyo sentido parecía equilibrarse a medio camino entre lo cómico y lo amenazador. Se preguntó si la nieve le parecería igual a la otra inteligencia que miraba a través de sus ojos.

No creía que el sueño volviera acudir a él, y no lo hizo.

La docena más o menos de civilizaciones que con el tiempo terminarían formando la Cultura, durante sus épocas independientes de escasez habían empleado fortunas inmensas para convertir la realidad virtual en algo tan palpablemente real y tan poco virtual como fuera posible. Incluso una vez establecida la Cultura como entidad y cuando el uso del dinero convencional terminó por verse como un obstáculo arcaico que impedía el desarrollo en lugar de ser el sistema que lo moderaba y hacía posible, se habían empleado unas cantidades notables de tiempo y energía (tanto biológica como mecánica) perfeccionando los varios métodos gracias a los que los sistemas sensoriales humanos podían convencerse de que estaban experimentando algo que en realidad no estaba pasando.

Gracias sobre todo a ese esfuerzo preexistente, el nivel de precisión y credibilidad exhibidas por lo general por los entornos virtuales de los que podía disponer cualquier ciudadano de la Cultura había llegado a alcanzar tal perfección que ya hacía mucho tiempo que era necesario (al nivel de saturación más profundo de la manipulación de entornos manufacturados) introducir accesos sintéticos en la experiencia, solo para recordarle al sujeto que lo que parecía real, no lo era.

Incluso en estados mucho menos excesivos de impregnación ilusoria, la inmediatez y la intensidad de la aventura virtual estándar bastaba para que todos, salvo los más decididos y comprometidos de los cuerpos humanos, olvidaran que la experiencia que estaban viviendo no era real, y la omnipresencia de esta convicción común y corriente era un poderoso tributo a la tenacidad, inteligencia, imaginación y determinación de todos esos individuos y organizaciones de todas las épocas que habían contribuido a que, en la Cultura, cualquiera, en cualquier momento, pudiera experimentar cualquier cosa, en cualquier lugar, y por nada, y que nunca tuvieran que preocuparse por la idea de que, en realidad, todo era mentira.

Claro que, como es natural, había, para casi todo el mundo en ocasiones y para algunas personas casi de forma constante, un caché casi incalculable en el hecho de haber visto, oído, olido, saboreado, sentido o en general experimentado algo que fuera de la forma más absoluta y definitiva real, sin que se interpusiera en el camino ninguna de esas despreciables tonterías virtuales.

El avatar lanzó un bufido.

–Lo están haciendo de verdad.

Se rió con un entusiasmo sorprendente, pensó Kabe. No era el tipo de cosa que te esperabas que hiciera una máquina, ni siquiera una representación con forma humana de una máquina.

–¿Haciendo qué? –preguntó.

–Reinventado el dinero –dijo el avatar con una amplia sonrisa y sacudiendo la cabeza.

Kabe frunció el ceño.

–¿Eso es posible?

–No, pero es posible en parte. –El avatar miró a Kabe–. Es un viejo refrán.

–Sí, lo sé. «Serían capaces de reinventar el dinero por esto» –citó Kabe–. O algo parecido.

–Eso. –El avatar asintió–. Bueno, pues para conseguir entradas para el concierto de Ziller prácticamente lo están haciendo. Hay personas que no soportan a otras y que las están invitando a cenar o reservan juntas cruceros por el espacio profundo; por todos los cielos, incluso acceden a ir de acampada juntas. ¡De acampada! –El avatar lanzó una risita–. La gente está intercambiando favores sexuales, han accedido a embarazos, han alterado su apariencia física para adaptarse a los deseos de sus parejas, han comenzado a cambiar de sexo para complacer a amantes, y todo para conseguir entradas. –Extendió los brazos–. ¡Qué maravilloso, extraño, romántico y bárbaro por su parte! ¿No le parece?

–Desde luego –dijo Kabe–. ¿Estás seguro del término «romántico»?

–Y, de hecho –continuó el avatar–, han llegado a acuerdos que van mucho más allá del trueque, una forma de liquidez sobre consideraciones futuras que tiene un parecido notable con el dinero, al menos tal y como yo lo entiendo.

–Extraordinario.

–Lo es, ¿verdad? –dijo la criatura plateada–. Uno de esas extrañas modas que surge por un instante, como un destello, del caos muy de vez en cuando. De repente todo el mundo admira la música sinfónica en directo. –Pareció perplejo durante unos segundos–. He dejado claro que en realidad no hay sitio para bailar. –Se encogió de hombros y luego dio un barrido con el brazo para señalar la vista–. Bueno, ¿qué le parece?

–Impresionante.

El estadio Stullien estaba casi vacío. Los preparativos para el concierto de esa noche iban según lo previsto y a buen ritmo. El avatar y el homomdano se encontraban al borde del anfiteatro, cerca de una batería de luces, láseres y morteros de efectos, cada uno de los cuales eclipsaba a Kabe y que al embajador se le parecieron mucho a armas.

Aquel día azul, fresco y despejado, solo tenía un par de horas de vida y el sol empezaba a salir detrás de los dos espectadores. Kabe apenas podía distinguir las sombras diminutas que el avatar y él arrojaban sobre un conjunto de asientos que tenían a cuatrocientos metros de distancia.

El estadio tenía más de un kilómetro de anchura: un coliseo con una escarpada inclinación de fibras de carbono entrelazadas y laminado de diamante transparente cuyos asientos y plataformas se centraban alrededor de un generoso campo circular que podía adaptarse para albergar varios deportes, una gran variedad de conciertos y otro tipo de espectáculos. Tenía un techo de emergencia, pero nunca se había usado.

Lo que daba sentido al estadio era que se encontraba al aire libre y si el tiempo tenía que ser de cierto tipo, bueno, entonces el Centro hacía algo que casi nunca hacía e interfería con la climatología utilizando su prodigiosa proyección de energía y su capacidad para manejar campos, manipulaba los elementos hasta que conseguía el efecto deseado. Semejante intromisión carecía de elegancia y pulcritud, y era torpe y coercitiva, pero se aceptaba que era lo que había que hacer para tener a la gente contenta, que era, en último caso, toda la razón de ser del Centro.

Técnicamente hablando, el estadio era una barcaza gigante especializada. Flotaba en el interior de una red de amplios canales, ríos que fluían con lentitud, lagos anchos y mares pequeños que se extendían por una de las plataformas continente más variadas de Masaq y a través y a lo largo de la cual podía desplazarse (aunque con bastante lentitud) para proporcionar una amplia selección de fondos que se podían ver entre la estructura en la que se apoyaba y sobre el borde del estadio, selección que incluía montañas irregulares salpicadas de nieve, acantilados gigantes, inmensos desiertos, selvas pobladas, imponentes ciudades de cristal, grandes cataratas y bosques de árboles dirigibles que se agitaban bajo las suaves brisas.

Other books

Ocean Burning by Henry Carver
Echoes of the Past by Susanne Matthews
Croissants and Jam by Lynda Renham
True Born by L.E. Sterling
The Devil You Know by Elrod, P.N.
Hard Irish by Jennifer Saints