–Ziller –dijo el dron, pausadamente–, quieren reunirse con usted. Aunque se embarque en un crucero, no le quepa duda de que lo seguirán y se encontrarán con usted en la nave.
–Y, por supuesto, no intentaréis detenerlo.
–¿Cómo íbamos a hacerlo?
–Supongo que querrán que vuelva –musitó Ziller, aspirando de su pipa–. ¿Es correcto?
–No lo sabemos –respondió el dron, con el aura del color del bronce, en señal de desconcierto.
–¿De verdad?
–Compositor Ziller, le estoy diciendo todo lo que sé.
–Bien. ¿Y se le ocurre alguna otra razón para esta expedición?
–Muchas, amigo, pero ninguna de ellas es especialmente prometedora. Como ya he dicho, no lo sabemos. No obstante, si me viera obligado a especular, coincidiría con usted en que solicitar su regreso a Chel sería el motivo más probable de esta inminente visita.
Ziller mordió la cánula de su pipa con tal fuerza que Kabe pensó que se rompería.
–No pueden obligarme a volver.
–Querido Ziller, ni siquiera se nos ocurriría sugerírselo –repuso el dron–. Ese emisario puede venir con tales intenciones, pero la decisión le corresponde enteramente a usted. Es un invitado honrado y respetado, Ziller. La ciudadanía de la Cultura, en la medida en que tal cosa exista hasta cierto nivel de formalidad, es suya por poderes. Sus muchos admiradores, entre los que me incluyo, hace tiempo se la habrían otorgado por aclamación, sí tal hecho no hubiera parecido un acto presuntuoso.
Ziller asintió con aire pensativo. Kabe se preguntó si aquella expresión era chelgriana por naturaleza o bien un gesto adquirido o traducido.
–Muy halagador –dijo Ziller. A Kabe le dio la impresión de que la criatura realmente intentaba sonar elegante–. Pero sigo siendo chelgriano. Aún no estoy naturalizado.
–Por supuesto. Su presencia ya es un honor suficiente. Declarar que este es su hogar ya sería...
–Excesivo –cortó Ziller. El campo de aura del dron cambió de color, adquiriendo una tonalidad similar a la del barro, que indicaba vergüenza, aunque la escasez de flecos rojos denotaba que tampoco era muy aguda.
Kabe carraspeó. El dron se volvió hacia él.
–Tersono –dijo el homomdano–, no tengo del todo claro por qué estoy aquí, pero ¿puedo preguntar si, en todo este asunto, estás hablando como representante de Contacto?
–Por supuesto que puede. Y sí, hablo en nombre de la sección de Contacto. Con plena cooperación del Centro de Masaq.
–No me faltan amigos entre mis admiradores –dijo Ziller de pronto, mirando fijamente al dron.
–¿Faltan? –dijo Tersono, con el campo de aura anaranjado–. Ya le he dicho que...
–Me refiero entre algunas de las Mentes de aquí; las naves, Tersono, dron de Contacto –repuso Ziller con frialdad. El dron se echó hacia atrás en la silla. Un poco melodramático todo aquello, a ojos de Kabe–. Podría convencer a alguno de ellos para acogerme y proporcionarme mi propio crucero privado. Un crucero en el que al emisario le costaría mucho introducirse.
El aura del dron se tornó de color púrpura. Se tambaleó sobre la silla.
–Está en su derecho de intentarlo, estimado Ziller –dijo–. Pero eso podría tomarse como un terrible insulto.
–Que los jodan.
–Sí, bueno. Me refería a nosotros. Un terrible insulto a nuestra comunidad. Terrible, en tales circunstancias, ya tristes y lamentables...
–Ah, déjame ya. –Ziller miró hacia otro lado.
Claro, la guerra,
pensó Kabe. Y la responsabilidad. La sección de Contacto consideraría el asunto como algo muy delicado.
El dron, medio vaporizado en el halo púrpura, guardó silencio durante un momento. Kabe se removió en los cojines.
–El caso es –continuó Tersono– que incluso la nave más voluntariosa podría no acceder a la clase de petición que acaba de mencionar. En realidad, apostaría a que ninguna lo haría.
Ziller volvió a morder la pipa. Se había extinguido por completo.
–Lo que significa que Contacto ya lo tiene todo bien atado, ¿no es así? –preguntó.
–Digamos que se han contemplado posibilidades –dijo Tersono, temblando de nuevo.
–Digámoslo, sí. Por supuesto, siempre dando por hecho que ninguna de esas naves Mentes a las que usted hace referencia estuviera mintiendo.
–Ah, no, nunca mienten. Aparentan, evaden, prevarican, confunden, desconciertan, distraen, ocultan, distorsionan sutilmente y malentienden con lo que acostumbra a presentarse como un deleite positivo, y suelen ser perfectamente capaces de lograr darle a uno una impresión completamente inequívoca de sus futuras acciones cuando, en realidad, su intención es justo la contraria, pero nunca mienten. Donde va a parar.
Kabe se asombró de la gélida mirada que Ziller lanzó a Tersono. Incluso sintió alivio de que esos grandes ojos oscuros no se dirigieran a él. Sin embargo, el dron parecía imperturbable.
–Ya veo –prosiguió el compositor–. Bien, entonces supongo que no puedo moverme. Imagino que puedo negarme a abandonar mi apartamento.
–Por supuesto que puede. Tal vez no sea muy digno, pero está en su derecho.
–Efectivamente. Pero si no tengo alternativa, que nadie espere que sea amable y cortés. –Ziller inspeccionó la cazoleta de la pipa.
–Esa es la razón por la que he solicitado la presencia de Kabe. –El dron se volvió hacia el homomdano–. Kabe, te agradeceríamos mucho que nos ayudaras a recibir y acoger a nuestro invitado o invitada de Chel cuando aparezca. Lo haríamos a medias, posiblemente con la ayuda del Centro, si se acepta. Todavía no sabemos cuándo será exactamente ni cuánto durará la visita, pero, obviamente, si se alarga más de lo previsto, ya lo arreglaríamos sobre la marcha. –La máquina se inclinó unos grados hacia un lado en su silla de madera–. ¿Nos harías ese favor? Ya sé que es pedir mucho, y no es necesario que respondas ahora mismo. Piénsalo y, si lo deseas, solicita toda la información que quieras. Pero nos harías un gran favor, dada la reticencia del compositor Ziller, por otro lado, perfectamente comprensible.
Kabe se acomodó en los cojines y parpadeó unas cuantas veces.
–Bueno, en realidad, puedo contestar ahora mismo –repuso–. Me encantaría ayudar. –Kabe miró a Ziller–. Por supuesto, sin ánimos de molestar al mahrai Ziller...
–Todo depende –le dijo Ziller–. Si puede distraer a ese saco de bilis, también me hará un favor a mí.
El dron emitió una especie de suspiro, elevándose y descendiendo de forma mínima sobre su asiento.
–Bien, eso resulta... satisfactorio –concluyó–. Kabe, ¿podemos seguir hablando mañana? Nos gustaría informarte a lo largo de los próximos días. Nada demasiado intenso, pero, teniendo en cuenta las desafortunadas circunstancias de nuestra relación con los chelgrianos en estos últimos años, está claro que no queremos perturbar a nuestro invitado o invitada con alguna falta de conocimiento sobre sus usos y costumbres.
Ziller pronunció un sonido similar a un ¡ja!
–Por supuesto –dijo Kabe a Tersono–. Lo comprendo perfectamente. –Kabe extendió sus tres brazos–. Mi tiempo es vuestro.
–Y nuestra gratitud es tuya. Ahora –dijo la máquina, elevándose–, me temo que hemos estado aquí de charla durante tanto rato que nos hemos perdido el pequeño discurso del avatar del Centro, y si no nos apresuramos, llegaremos tarde al evento principal de la velada.
–¿Ya es tan tarde? –preguntó Kabe, levantándose también.
Ziller abrió la funda de su pipa y la guardó de nuevo en su chaleco. Se desplegó de la mesa y los tres regresaron al salón de baile, justo cuando se apagaban las luces y el techo se enrollaba con un fuerte estruendo, para dejar al descubierto un cielo de nubes finas y esparcidas, multitudes de estrellas, y el centelleante halo de luz del lado lejano del orbital. Sobre un pequeño escenario situado en el extremo del salón, el avatar del Centro –con la forma de un humano de piel plateada– estaba de pie, con la cabeza inclinada hacia delante. El aire frío se coló entre los humanos reunidos y los demás asistentes. Todos, excepto el avatar, levantaron la vista hacia el cielo. Kabe se preguntó en cuántos lugares más de la ciudad, de toda la plataforma y de todo aquel lado del gran mundo en forma de brazalete, se estaban produciendo escenas similares.
Kabe inclinó su enorme cabeza y miró hacia arriba, como el resto. Sabía más o menos dónde debía mirar; el Centro de Masaq llevaba insistiendo en ello los últimos cincuenta días, aproximadamente.
Silencio.
Entonces, algunos de los congregados murmuraron algo y varios de los terminales personales repartidos en aquel inmenso espacio emitieron sendos pitidos.
Y una nueva estrella brilló en los cielos. Al principio, solo era un mínimo parpadeo, pero después, el minúsculo punto de luz empezó a fulgurar cada vez con más fuerza, exactamente igual que si fuera una lámpara de intensidad regulable. Las estrellas más próximas empezaron a desaparecer, con sus débiles centelleos ahogados por el torrente de radiación que vertía la recién llegada. En unos momentos, la estrella había adquirido un resplandor homogéneo, de un color azul grisáceo que casi hacía sombra a las luces de las plataformas más lejanas de Masaq.
Kabe oyó algunas expresiones de admiración e incluso algún grito contenido.
–¡Madre mía! –dijo una mujer. Alguien sollozó.
–No es precisamente bello –murmuró Ziller, tan bajito que Kabe sospechó que solo él y el dron lo habían oído.
Todos contemplaron la escena durante unos momentos más. A continuación, el avatar de piel plateada y traje oscuro dijo:
–Gracias.
Su voz sonó hueca. No era alta, pero sí profunda, la típica voz de los avatares. Bajó del escenario y se marchó, abandonando el salón y dirigiéndose al muelle.
–Vaya, era auténtico –dijo Ziller–. Pensaba que solo se trataba de una imagen. –Miró a Tersono, que se permitió un débil resplandor de modestia aguamarina.
El techo empezó a desenrollarse, sacudiendo suavemente la cubierta bajo los tres pies de Kabe, como si los motores de la antigua barcaza se hubieran despertado de nuevo. Las luces alumbraban más bien poco; el resplandor de la nueva estrella seguía filtrándose entre las juntas del tejado, y luego a través del cristal cuando los segmentos se hubieron cerrado definitivamente. El salón era mucho más oscuro que antes, pero la gente veía perfectamente.
Parecen fantasmas,
pensó Kabe, observando a los humanos. Muchos seguían mirando a la estrella. Otros salían a la cubierta exterior. Algunas parejas y varios grupos más numerosos se reunieron, reconfortándose unos a otros.
No pensaba que fuera a afectarlos tan profundamente,
pensó el homomdano.
Creía que incluso se reirían de ello. En realidad, no los conozco. Ni siquiera después de tanto tiempo.
–Esto es casi morboso –observó Ziller, levantándose–. Me marcho a casa. Tengo trabajo que hacer. Y no precisamente porque la noticia de esta noche haya resultado inspiradora o motivadora.
–Sí –dijo Tersono–. Perdone a un dron impaciente y grosero, pero quisiera preguntarle en qué ha estado trabajando últimamente, compositor Ziller. Hace tiempo que no edita nada, pero parece que ha estado muy ocupado.
–En realidad –repuso Ziller–, se trata de una pieza por encargo.
–¿En serio? –El aura del dron adoptó varias tonalidades, en señal de sorpresa–. ¿Para quién?
Kabe vio la mirada del chelgriano dirigirse brevemente hacia el escenario del que había descendido el avatar momentos antes.
–Todo a su debido tiempo, Tersono –contestó Ziller–. Pero es una composición importante, y aún falta un tiempo para su estreno.
–Ah. Qué misterioso.
Ziller se estiró, colocó una de sus peludas patas detrás de él y se relajó. Miró a Kabe.
–Sí, y si no me pongo enseguida a trabajar en ello, no llegaré a tiempo. –Se volvió hacia Tersono–. ¿Me mantendrás informado sobre el maldito emisario?
–Tendrá acceso a toda la información de la que dispongamos.
–De acuerdo. Buenas noches, Tersono. –El chelgriano hizo un movimiento de cabeza a Kabe–. Embajador.
Kabe le devolvió el mismo saludo. El dron descendió. Ziller se alejó con gráciles pasos a través de la multitud.
Kabe miró a la estrella nova, con aire pensativo.
La luz de ochocientos tres años era la que brillaba con fuerza.
La luz de antiguos errores,
pensó. Así era como Ziller la había denominado en la entrevista que Kabe había escuchado aquella mañana: «Esta noche bailaréis a la luz de antiguos errores». Con la salvedad de que nadie estaba bailando.
Había sido una de las últimas grandes batallas de la guerra idirana, y una de las más feroces y de las menos contenidas, ya que los idiranos lo arriesgaron todo, incluido el oprobio de los que consideraban amigos y aliados, en una serie de intentos desesperados y brutalmente destructivos de alterar el cada vez más evidente y probable resultado de la guerra. Solamente (si la palabra pudiera utilizarse en un contexto tal) seis estrellas habían sido destruidas durante los casi cincuenta años que duró la devastadora guerra. Aquella batalla por un ínfimo tallo de porción galáctica, que se prolongó algo menos de cien años, provocó entre tanto desastre la explosión de los dos soles Portisia y Junce.
Pasó a ser conocida como la batalla de las Dos Novas, pero, realmente, lo que habían sufrido los dos soles había generado algo más que una supernova en cada uno de ellos. Ninguno de los dos astros había brillado en un sistema inhóspito. Varios mundos habían muerto, biosferas enteras se habían extinguido y miles de millones de criaturas pensantes habían sufrido –aunque brevemente– y perecido en aquellas catástrofes gemelas.
Los idiranos habían cometido los actos, los bautizados como «atroces crímenes»; su monstruoso armamento, incomparable al de la Cultura, se había ensañado primero con una de las estrellas y después con la otra. Aún así, podía afirmarse que la Cultura podría haber prevenido lo que ocurrió. Los idiranos intentaron demandar la paz en varias ocasiones previas al inicio de la batalla, pero la Cultura persistió en el intento de la rendición incondicional, de forma que la guerra había proseguido y los dos astros habían muerto.
Ya hacía tiempo de aquello. La guerra había finalizado ochocientos años antes y la vida continuó. Pero la verdadera luz espacial llevaba todos aquellos siglos arrastrándose a través de la distancia intermedia, y dado su parámetro relativístico, ahora era cuando los astros debían estallar, y aquel era justo el momento de la muerte de aquellos miles de millones de seres, mientras la deslumbrante cáscara de luz invadía el sistema de Masaq.