La pendiente enfangada y llena de aceite no me facilitaba el ascenso; parecía que bajaba en lugar de subir y, por un momento, llegué a pensar que nunca podría salir de aquel inmenso agujero, hasta que me agarré a la gran plancha de metal que quedaba de la oruga del destructor terrestre. Lo que mataría a mi amado iba a salvarme a mí: utilicé las secciones entrelazadas de la oruga incrustada a modo de escalera, y conseguí llegar a la cima.
Fuera del cráter, en la lejanía iluminada por el fuego, entre construcciones demolidas y ráfagas de lluvia, pude ver los contornos de otras enormes máquinas de guerra y las minúsculas siluetas que corrían tras de ellas.
La pequeña nave descendió en picado desde las nubes. Me lancé a bordo y nos elevamos de inmediato. Intenté volverme a mirar atrás, pero las puertas se cerraron de golpe y me precipité al interior mientras el pequeño módulo esquivaba los rayos y misiles, y ascendía hacia la nave
Tormenta de nieve,
que lo estaba esperando.
I
La luz de antiguos errores
L
as barcazas descansaban en la oscuridad del tranquilo canal, con sus contornos difuminados por la nieve apilada en montículos sobre sus cubiertas. Las superficies horizontales de los caminos, los muelles, los bolardos y los puentes levadizos también cargaban con el mismo peso nebuloso de la nieve, y los altos edificios alejados de los muelles se cernían sobre la noche, con las ventanas, los balcones y los canalones rociados con una suave línea blanca.
Kabe sabía que aquella zona de la ciudad era tranquila a casi cualquier hora, pero aquella noche parecía y estaba más calmada todavía. Podía oír sus propios pasos hundirse en la blancura virgen de la nieve. Cada uno de ellos producía una especie de crujido. Se detuvo y levantó la cabeza, aspirando el aire frío. Reinaba la calma. Nunca había visto la ciudad tan silenciosa. Supuso que la nieve la hacía parecer más callada, amortiguando cualquier ínfimo ruido que pudiera dejarse oír. Aquella noche tampoco hacía viento, lo que significaba que, en ausencia de tráfico, el canal, pese a no estar helado, estaba perfectamente inerte y silencioso, sin gorgoteos de olas.
No había iluminación alguna que se reflejase sobre la negra superficie del canal, lo que hacía parecer que las barcazas reposaban sobre la nada, sobre una ausencia absoluta en la que apoyarse. Aquello tampoco era habitual. Las luces estaban apagadas en casi toda la ciudad, y en casi toda aquella cara del mundo.
Kabe miró hacia arriba. La nieve caía ahora con más suavidad. El remolino de nubes que cubría el centro de la ciudad y las montañas más alejadas se estaba disipando, revelando algunas de las estrellas más brillantes. Una tenue línea de luz iba y venía en función del movimiento de las nubes en el cielo. No había aeronaves ni buques; al menos, él no los vio. Incluso las aves parecían haber mitigado sus propias voces.
Y tampoco sonaba la música. Normalmente, en la ciudad de Aquime, siempre se oía alguna melodía procedente de un lugar u otro, si se prestaba la suficiente atención (y Kabe tenía muy buen oído). Pero, aquella noche, reinaba un absoluto silencio.
Sometido. Ese era el término. El lugar estaba sometido. Aquella era una noche especialmente sombría («¡Esta noche, bailaréis a la luz de antiguos errores!», había afirmado Ziller en la entrevista de aquella mañana... con cierto deleite) y ese humor parecía haber infectado a toda la ciudad, a toda la plataforma de Xaravve, en realidad, al orbital de Masaq al completo.
No obstante, pese a todo, parecía que la calma reinaba todavía más, gracias a la nieve. Kabe se quedó quieto durante un momento, preguntándose qué era lo que producía exactamente aquel silencio añadido. Era algo que había percibido ya antes, pero que nunca le había preocupado lo suficiente como para permanecer inmóvil e intentar descubrirlo. Algo relacionado con la propia nieve...
Se volvió a mirar el rastro que había dejado en el camino del canal. Tres líneas de huellas. Se preguntó lo que un humano –o cualquier bípedo– pensaría de aquellas pisadas. Seguramente, no se darían cuenta. Y, en caso de hacerlo, preguntarían y obtendrían una respuesta. El Centro se la daría: son las huellas del nuestro honorable embajador de los homomdanos: Kabe Ischloear.
Pocos misterios quedaban ya para entonces. Kabe echó un vistazo a su alrededor y luego realizó una breve danza saltando y arrastrando los pies, ejecutando los pasos con una delicadeza insólita para su peso y su tamaño. Volvió a mirar en torno a sí, aparentemente aliviado de haber escapado a cualquier observación. Estudió el rastro que sus movimientos habían dejado sobre la nieve. Aquello estaba mejor... Pero, ¿en qué habría estado pensando? En la nieve, y en su silencio.
Sí, de eso se trataba; lo que reinaba era algo parecido a una sustracción de sonido, porque todo el mundo estaba acostumbrado a que las condiciones climáticas fuesen acompañadas de algún ruido; el viento soplaba o rugía, la lluvia repiqueteaba o siseaba o, si era tan leve como para no producir por sí sola ningún sonido, al menos creaba goteos o gorgoteos. Pero la nieve, sin viento que la acompañase, parecía desafiar a la propia naturaleza; era como contemplar una pantalla con el volumen al mínimo, era como estar sordo. De eso se trataba.
Satisfecho, Kabe siguió caminando por el camino, justo cuando un montón de nieve acumulada en un tejado de un edificio alto cayó al suelo con un ruido sordo. Se detuvo, observó la larga cresta blanca que la avalancha en miniatura había creado cuando los últimos copos cayeron arremolinados a su alrededor, y se echó a reír.
Discretamente, para no perturbar el silencio.
Finalmente, las luces de una barcaza aún distante iluminaron la curva gradual del canal. Desde allí, sonaba una música suave, fácil de escuchar, pero música al fin y al cabo. Música de fondo, como la llamaban a veces. No era el propio recital.
Un recital. Kabe se preguntaba por qué lo habían invitado. El dron de Contacto E. H. Tersono había solicitado su presencia mediante un mensaje entregado aquella misma tarde. Estaba escrito con tinta sobre una tarjeta, que también había llegado en un dron de tamaño más reducido. En realidad, era más bien una «escudilla volante». El caso era que Kabe siempre acudía al recital del Octavo Día de Tersono sin ser expresamente invitado. El hecho de haberse asegurado de su asistencia tenía que significar algo. ¿Acaso le estaban diciendo que era un acto de osadía el haber ido en ocasiones anteriores en las que no había sido específicamente avisado?
Aquello resultaría extraño; en teoría el evento estaba abierto a todo el mundo –¿Y qué no lo estaba, en teoría?– pero las costumbres de los moradores de la Cultura, especialmente de los robots, y más de los viejos, como E. H. Tersono, todavía lograban sorprender a Kabe. No había leyes ni normas escritas, pero sí un montón de sutiles... cumplimientos, conjuntos de modales, formas de comportamiento cortés. Y modas. Había modas en casi todo, desde lo más trivial hasta lo más trascendental.
Trivial: aquella tarjeta entregada en una «escudilla volante»; ¿significaba acaso que todo el mundo iba a empezar a mover invitaciones físicamente? ¿Incluso la información rutinaria de un lugar a otro, en lugar de transmitirse con normalidad mediante un familiar, un dron, un terminal o un implante? ¡Qué tediosa y ridícula idea! La clásica afectación retrospectiva de la que podrían enamorarse, durante una temporada más o menos (¡ja! Como mucho).
Trascendental: ¡vivían o morían a su antojo! Algunas de sus personalidades más ilustres anunciaron que vivirían una vez y morirían para siempre, y miles de millones así lo hicieron. Y luego se inició una nueva tendencia entre la gente que ejercía la mayor de las influencias, consistente en renovar completamente sus cuerpos o cultivar cuerpos nuevos, o trasladar sus mentes a androides réplicas o diseños aún más extraños... Bien, en realidad, a cualquier cosa, no había límites. El caso era que todo el mundo empezaría a actuar así sin medida, solo porque se había puesto de moda.
¿Qué clase de comportamiento debía esperarse de una sociedad madura? ¿La mortalidad como un estilo de vida de libre elección? Kabe conocía la respuesta de su propio pueblo. Era una locura, una infantilidad, irrespetuosa con uno mismo y con la propia vida; una especie de herejía. Él, sin embargo, no estaba tan seguro, lo que podía significar que llevaba allí demasiado tiempo, o, simplemente, que estaba manifestando la empatía terriblemente promiscua hacia la Cultura que había ayudado a atraerlo allí en primer lugar.
De aquella forma, meditando sobre el silencio, la ceremonia, las modas y su propio lugar en la sociedad, Kabe llegó a la ornada pasarela que discurría desde el muelle hasta la extravagante e iluminada barcaza ceremonial de madera dorada, la
Soliton.
Allí, la nieve estaba plagada de pisadas, cuyo rastro conducía al acceso subterráneo de un edificio cercano. Obviamente, el raro era él, que disfrutaba caminando sobre la nieve. Pero Kabe no vivía en aquella ciudad; en su hogar nunca había nieve o hielo, con lo que aquello era toda una novedad para él.
Justo antes de subir a bordo, el homomdano levantó la vista hacia el cielo nocturno, para ver una bandada de grandes aves blancas, formando una uve y volando en silencio por encima de su cabeza, sobre las jarcias de la embarcación, en dirección al interior desde el litoral del mar Alto. Las vio desaparecer tras los edificios, se sacudió la nieve del abrigo, agitó su sombrero y subió a bordo.
–Es como las vacaciones.
–¿Vacaciones?
–Sí. Vacaciones. Antes significaban lo opuesto a lo que ahora significan. Casi lo opuesto exacto.
–¿A qué te refieres?
–Oye, ¿esto se come?
–¿El qué?
–Esto.
–No sé. Muerde a ver.
–Pero se acaba de mover.
–¿Se ha movido, dices? ¿Cómo? ¿Por voluntad propia?
–Creo que sí.
–Bueno, aquí tenemos algo. Con una evolución desde un auténtico depredador como nuestro amigo Ziller, la respuesta instintiva, probablemente, sea afirmativa, pero...
–¿Qué es eso de las vacaciones?
–Ziller era...
–... lo que él decía. El opuesto exacto. Una vez, las vacaciones aludían al tiempo en que uno se marchaba.
–¿En serio?
–Sí. Recuerdo haberlo oído. Algo primitivo... de la Era de la Escasez.
–La gente tenía que hacer todo el trabajo y crear riqueza para ella misma y para la sociedad, por lo que no podía permitirse pasar mucho tiempo fuera. Así que trabajaba, más o menos, la mitad del día, la mayor parte de los días del año. Y luego tenía unos días libres asignados durante los que podía marcharse, si había logrado ahorrar suficiente intercambio colateral...
–Dinero. La palabra técnica es dinero.
–... entre tanto. Entonces, se iban a pasar el tiempo libre a otro lugar.
–Perdón, ¿es usted comestible?
–¿En serio le estás hablando a la comida?
–No sé. Es que no sé si es comida.
–En las sociedades muy primitivas, ni siquiera tenían eso. ¡Solo tenían algunos días libres al año!
–Pero yo pensaba que las sociedades primitivas podían ser...
–Se refería a sociedades primitivas industriales. Ni caso. ¿Vas a dejar de pinchar eso? Lo vas a estropear.
–
¿
Pero se puede comer?
–Cualquier cosa que puedas meter en tu boca y tragártela se puede comer.
–Ya sabes a qué me refiero.
–Pues pregunta, idiota.
–Lo acabo de hacer.
–¡Pero no a eso directamente! ¿Dónde está tu recordador, tu terminal, o lo que sea que tienes?
–No, es que no quería...
–Ya. ¿Se te han escapado todos de golpe?
–¿Cómo iban a hacerlo? Las cosas dejarían de funcionar si no hicieran nada al mismo tiempo.
–Ah, claro.
–Pero, a veces, tenían días en los que una especie de armazón manejaba la infraestructura. Y sí no, escalonaban el tiempo en que se marchaban. Depende del lugar y del momento.
–Aja.
–En cambio, lo que hoy definimos como vacaciones, o tiempo esencial, es el hecho de quedarnos en casa, porque de otra forma, no habría momentos de reunión. No conoceríamos a nuestros vecinos.
–En realidad, creo que no los conozco.
–Porque somos muy volátiles.
–Largas vacaciones.
–En el sentido antiguo del término.
–Y hedonista.
–Nos pica el gusanillo de movernos.
–Nos pica el gusanillo, las zarpas, las aletas, las barbas...
–Centro, ¿puedo comerme esto?
–Las bolsas de gas, las costillas, las alas, las ventosas...
–Vale, creo que la idea queda clara.
–¿Centro? ¿Hola?
–Las pinzas, las babas, las membranas móviles...
–¿Te callarás de una vez?
–¿Centro? ¿Me recibe? Mierda, no me funciona el terminal. O el Centro no contesta.
–A lo mejor está de vacaciones.
–Las aletas, los músculos,
¡mmpf!
¿Qué pasa? ¿Me he atragantado con algo?
–Sí, con un gusanillo, creo.
–Creo que por ahí empezamos.
–Muy apropiado.
–¿Centro? ¿Centro? Vaya, nunca antes me había ocurrido esto...
–¿Embajador Ischloear?
–
¿Mmm?
–Habían pronunciado su nombre. Kabe se dio cuenta de que debía de haberse sumido en uno de aquellos extraños estados de trance que experimentaba a veces en reuniones como aquella, cuando la conversación (o, más bien, varias conversaciones simultáneas), zumbaban de un lado al otro de forma abrumadora y lo mareaban de tal forma que no podía seguir quién decía qué a quién, y por qué.
Había descubierto que, posteriormente, solía recordar las palabras exactas que se habían pronunciado, pero todavía debía esforzarse para determinar el sentido que se ocultaba tras ellas. Pero, en el momento, se sentía extrañamente perdido. Hasta que se rompía el hechizo, como ahora, y su propio nombre lo despertaba.
Se encontraba en el salón de baile superior de la barcaza ceremonial
Soliton,
con varios cientos de individuos más, la mayoría humanos, pero no todos antropomórficos. El recital del compositor Ziller, con un antiguo mosaicordio chelgriano, había terminado hacía media hora. Había consistido en la interpretación de una pieza contenida, solemne, en concordancia con el ambiente de aquella tarde, aunque fue agradecida con entusiastas aplausos. Ahora la gente comía y bebía. Y hablaba.