A barlovento (19 page)

Read A barlovento Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
12.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¡Ja! Puede que todo se hubiera descubierto al final de cualquier manera, y que intentasen parecer honestos confesándolo todo.

–Pero si nos lo dijeron a nosotros y a los Invisibles en primer lugar, para detener la guerra...

–Es lo mismo; quizá estábamos a punto de descubrirlo. Intentaron disfrazar su intervención. –El coronel apoyó una de sus garras en un lateral de la cama de Quilan–. Es decir, ¿de verdad podemos creer que realmente han tenido el descaro de revelarnos cifras y estadísticas? ¿de decirnos que esto casi nunca ocurre, que en el noventa y nueve por ciento de los casos ese tipo de «intromisiones» funcionan según lo previsto, que nosotros hemos tenido muy mala suerte, que lo sienten de veras y que nos ayudarán a reconstruirnos? –El coronel negó con la cabeza con vehemencia–. ¡Para nada! ¡Si no hubiéramos perdido casi todo lo que teníamos en esa puta guerra loca que ellos provocaron, me entrarían ganas de entrar en conflicto contra ellos!

Quilan miró a Jarra. Los ojos del coronel eran grandes, y el pelo de su cabeza se erizó al moverla. Sintió que la suya daba vueltas, por la incredulidad.

–¿Todo eso es cierto? –preguntó– ¿De verdad?

El coronel se levantó, como si su rabia lo hubiera hecho saltar de la silla.

–Deberías ver las noticias, Quil. –Miró hacia ambos lados, como si esperase que algo o alguien le extrajera la rabia acumulada, y luego respiró hondo–. Esto no acaba aquí, puedes creerme. Esto no terminará hasta dentro de mucho, mucho tiempo. Te veré más tarde, Quilan. Adiós, por ahora. –El coronel salió de la habitación dando un portazo.

Y Quilan encendió un monitor, por primera vez en meses, y descubrió que todo era como el coronel le había contado, y que las pautas del cambio de su propia sociedad las había marcado la Cultura que, con su propia confesión, había ofrecido lo que ellos mismos denominaban ayuda, y que otros podían considerar como un soborno, para las elecciones de quienes creían que debían ser elegidos, y aconsejados y persuadidos y casi amenazados, para obtener lo que la Cultura creía que era mejor para los chelgrianos.

Su implicación había empezado a descender, y la Cultura había iniciado el retiro de las fuerzas que había acercado secretamente a la esfera de influencia y colonización chelgriana por si las cosas iban mal cuando, sin precedente alguno, todo había ido estrepitosamente mal.

Sus excusas eran las que había enumerado el coronel, aunque, bajo la perspectiva de Quilan, también existía el hecho de que no estaban tan acostumbrados a especies evolucionadas desde depredadores como lo estaban a otras especies, y aquello había resultado ser un factor importante en su fracaso a la hora de anticiparse al catastrófico cambio de comportamiento que se inició con Muonze y cayó como una cascada por toda la sociedad recién reestructurada, o a la ferocidad y velocidad con que este tuvo lugar una vez que hubo empezado.

Apenas podía creerlo, pero no tenía otro remedio. Pasó horas frente a la televisión y habló con el coronel y con otros pacientes que habían empezado a visitarlo. Era todo verdad. Todo.

Un día, la víspera de la primera vez que le permitían levantarse de la cama, oyó cantar a un pájaro en el exterior, junto a su ventana. Pulsó los botones del panel de control de la cama para girarla y elevarla, y así poder mirar al exterior. El ave ya se había marchado, pero Quilan vio un cielo con algunas nubes dispersas, los árboles de la orilla lejana del resplandeciente lago, las olas que rompían en la rocosa costa y la hierba del jardín que ondeaba al son del viento.

(Una vez, en un mercado de Robunde, había comprado para ella un pájaro enjaulado porque su canto era hermoso. Lo llevó a la habitación que habían alquilado mientras ella terminaba su tesis sobre la acústica en los templos.

Ella le dio las gracias con mucha elegancia, se acercó a la ventana, abrió la puerta de la jaula y ahuyentó al pajarillo, que salió volando, sin dejar de cantar. Lo contempló durante un momento, hasta que desapareció, y luego se volvió hacia él con una expresión que reflejaba disculpa, desafío y preocupación, todo a un tiempo. Él estaba de pie, bajo el quicio de la puerta, dedicándole una sonrisa).

Sus lágrimas disolvieron el paisaje.

VII. Comité de bienvenida

VII

Comité de bienvenida

L
os visitantes importantes viajaban normalmente a Masaq en una barcaza ceremonial gigante de madera dorada, con gloriosas banderas y un aspecto fabuloso, encajonada en un envoltorio elipsoide de aire perfumado cosido con medio millón de globos vela aromatizados. Para el emisario chelgriano Quilan, el Centro pensó que tan flagrante ostentación podía desencadenar una nota discordante, de excesiva celebración, por lo que decidió enviar un módulo sencillo, pero bien decorado y personalizado, a la cita con el ex buque de guerra
La resistencia fortalece el carácter.

El comité de bienvenida estaba formado por uno de los delgados avatares de piel plateada del Centro, por el dron E. H. Tersono, el homomdano Kabe Ischloear y una hembra humana que representaba a la Junta General del orbital, llamada Estray Lassils, que parecía anciana y lo era. Lucía una larga melena blanca, sujeta en un moño, y su tez bronceada estaba llena de arrugas. Para su edad, era alta y delgada, y mantenía una postura bien erguida. Llevaba un vestido negro, formal pero sencillo, al que iba sujeto un único broche. Sus ojos brillaban y Kabe imaginó que la mayor parte de los surcos de su rostro eran líneas de expresión creadas por las risas y sonrisas. Le causó buena impresión desde el primer momento y, dado que la Junta General había sido elegida por la población de drones y humanos del orbital, y la habían designado específicamente para representarla, el embajador homomdano supuso que también había gustado a los demás.

–Centro –dijo Estray Lassils con voz alegre–, tu piel parece más mate de lo habitual.

El avatar del orbital llevaba unos pantalones blancos y una chaqueta ceñida que destacaban sobre su argentada piel que, ciertamente, parecía menos reflectante de lo normal a ojos de Kabe. La criatura asintió.

–Hay tribus aborígenes chelgrianas que, tiempo atrás, tenían creencias supersticiosas en lo referente a los espejos –respondió el avatar con su incongruente voz profunda. Sus grandes ojos negros parpadearon. Estray Lassils se encontró contemplando dos minúsculas imágenes de sí misma representadas en los párpados de la criatura que, por un momento, se habían vuelto completamente reflectantes–. Y he considerado, en pro de la seguridad...

–Comprendo.

–¿Y qué tal están los otros miembros de la Junta, señora Lassils? –le preguntó el dron Tersono. Parecía, más que cualquier cosa, más iridiscente que nunca, con su piel rosada de porcelana y su diáfano petrelumen bien pulido.

La mujer se encogió de hombros.

–Como siempre –respondió–. De hecho, hace un par de meses que no los veo. La próxima asamblea es... –se detuvo, con aire pensativo.

–Dentro de diez días –le sopló el broche.

–Gracias, casa –contestó ella y le hizo una seña al dron con la cabeza–. Ahí lo tienes.

La Junta General debía representar a los habitantes de la Cultura en el Centro a su mayor nivel; pero era un ministerio más bien honorario, puesto que cada individuo podía hablar con el Centro siempre que quisiera. No obstante, como aquello conllevaba una ínfima posibilidad teórica de que un Centro malicioso o enfadado pudiera enfrentar a cualquier habitante de un orbital con otro y crear un entorno hostil, se consideró la sensata posibilidad de formar una junta convenientemente elegida. Eso también significaba que los visitantes de otras sociedades más autocráticas o estratificadas podían recurrir a alguien que identificasen como una representación oficial de toda la población.

La principal razón por la que Kabe decidió que le gustaba Estray Lassils era que, pese a encontrarse allí en un consecuente papel poco menos que ceremonial –al fin y al cabo, representaba a casi cincuenta mil millones de personas– había invitado, aparentemente a su antojo, a una de sus sobrinas, una pequeña de seis años llamada Chomba.

Era delgada y de cabello rubio, y permaneció sentada y tranquila en el borde acolchado de la piscina central de la sala principal del módulo de personal, mientras este se dirigía a su encuentro con la nave
La resistencia fortalece el carácter.
Vestía unos pantalones cortos de color morado y una chaqueta amplia amarillo limón. Balanceaba los pies en el agua, donde unos grandes peces rojos nadaban entre rocas perfectamente dispuestas y lechos de gravilla. Los animales miraban los deditos de Chomba con una curiosidad recelosa y se acercaban a ellos poco a poco.

Los demás estaban de pie –o flotando, en el caso de Tersono– formando un grupo frente a la zona de monitores de la sala principal. Un gran monitor se extendía por toda la pared circular, de manera que, cuando estaba activado, les daba la impresión de que estaban viajando por el espacio sobre un enorme disco, y con otro suspendido encima de sus cabezas (el techo también podía funcionar como pantalla, lo mismo que el suelo, aunque algunos consideraban algo inquietante aquel efecto).

La parte más alta y profunda de la pantalla estaba enfocada directamente hacia el frente, y allí era hacia donde Kabe miraba de cuando en cuando, aunque lo único que mostraba era un campo estelar, con un anillo rojo que parpadeaba lentamente para indicar la dirección desde donde se acercaba la nave. Dos amplias bandas del orbital de Masaq cruzaban la imagen desde el suelo hasta el techo, y también había un gran sistema tormentoso de nubes enroscadas que solo se veía sobre una plataforma mayoritariamente oceánica, pero Kabe se distraía más con el sinuoso movimiento de los peces y la niña humana sentada al borde del agua.

Uno de los efectos de vivir en una sociedad donde la gente acostumbraba a perdurar cuatro siglos y tenía un promedio de un hijo por habitante era la escasa ocasión de ver a algún pequeño y –dado que a estos se los solía mantener juntos en grupos en lugar de dispersarlos por toda la sociedad– aún parecían ser menos de los que realmente eran. En algunas zonas, se aceptaba más o menos que la conducta civilizacional de la Cultura procediese del hecho de que todo humano perteneciente a la sociedad había sido minuciosa, exhaustiva, e imaginativamente consentido y mimado de niño, por casi todos quienes lo rodeaban.

–No pasa nada –dijo la niña a Kabe cuando lo vio observándola. Señaló con la cabeza a los peces–. No muerden.

–¿Estás segura? –le preguntó Kabe, agachándose sobre sus tres extremidades para acercarse a la pequeña. Ella contempló la maniobra con unos ojos aparentemente fascinados, pero prefirió no decir nada al respecto.

–Sí –repuso en lugar de eso–. No comen carne.

–Pero tus deditos parecen sabrosos –dijo Kabe con intención de hacerla reír, aunque inmediatamente, temió haberla asustado.

Ella frunció el ceño durante un segundo, y luego se encogió de hombros y soltó una risilla.

–Tú no comes personas, ¿verdad?

–No, a menos que tenga un hambre terrible –contestó Kabe con seriedad, tras lo que se maldijo de nuevo para sus adentros. Empezó a recordar que tampoco se le habían dado bien nunca los pequeños de su propia especie.

Ella adoptó una expresión de incertidumbre, y después –tras uno de esos semblantes ausentes a los que uno se acostumbra cuando la gente consulta un lazo neural u otro dispositivo implantado– sonrió.

–Los homomdanos sois vegetarianos. Lo acabo de consultar.

–Ah –dijo él, sorprendido–. ¿Llevas un implante neural?

Tenía entendido que los niños no acostumbraban a utilizarlos; como norma general, tenían juguetes o avatares de compañía que cumplían con ese rol. La colocación del primer implante era lo más parecido a un ritual formal de iniciación a la vida adulta en la Cultura. Y otra tradición era ir ascendiendo gradualmente desde un juguete hablador, pasando por otros dispositivos cada vez menos infantiles a un terminal en forma de bolígrafo, broche o pendiente.

–Sí, tengo un lazo –respondió la niña, con orgullo–. Se lo he preguntado.

–Está dando la lata –dijo Estray Lassils, acercándose a la piscina. La niña asintió.

–Bastante más allá del límite establecido por el que cualquier niño razonable y normal se habría rendido hace rato –contestó la pequeña, con una voz áspera que probablemente quería imitar a la de un hombre.

–Chomba es la viva imagen de la redefinición del término «precocidad» –aclaró Estray Lassils a Kabe, acariciando los rizos rubios de la niña–. Con un éxito considerable, hasta la fecha.

La pequeña se encogió bajo la mano de Estray y chasqueó la lengua. Siguió chapoteando en la piscina, pero con más fuerza, alejando el banco de peces.

–Espero que hayas saludado correctamente al embajador Kabe Ischloear –dijo Estray a Chomba–. Antes, cuando te he presentado, te has mostrado extrañamente tímida.

La pequeña emitió un suspiro teatral y se puso en pie, apoyando una de sus minúsculas manos sobre la gigantesca que Kabe le ofreció como ayuda. Acto seguido, hizo una reverencia.

–Embajador Kabe Ischloear, mi nombre es Chomba Lassils dam Palacope de Sintriersa de Masaq. ¿Cómo está usted?

–Muy bien, gracias –respondió Kabe con una inclinación de cabeza–. ¿Cómo estás tú, Chomba?

–Como quiere, básicamente –intervino Estray Lassils. La niña adoptó una expresión de aburrimiento.

–O mucho me equivoco –prosiguió Kabe– o tu precocidad aún no ha avanzado hasta la designación de un segundo nombre.

Chomba sonrió con una expresión pretendidamente astuta. Kabe se preguntó si había utilizado palabras demasiado largas.

–Nos informa de que lo tiene –aclaró Estray, mirando a la niña fijamente–. Pero todavía no piensa decirnos cuál es.

La pequeña alzó la cabeza y miró hacia otro lado, con aires de suficiencia. Acto seguido, miró a Kabe a los ojos y le preguntó:

–¿Tiene usted hijos, embajador?

–Por desgracia, no.

–Entonces, ¿no tiene a nadie aquí?

–Efectivamente.

–¿Y no se siente solo?

–¡Chomba! –reprendió Estray Lassils.

–No pasa nada. No, no me siento solo, Chomba. Conozco a mucha gente como para eso. Además, tengo mucho que hacer.

–¿A qué se dedica?

–Estudio, aprendo e informo.

–¿Sobre qué? ¿Sobre nosotros?

–Sí. Hace muchos años empecé a intentar comprender a los humanos y tal vez, en consecuencia, al resto de la gente en general. –Kabe extendió las manos lentamente e intentó esbozar una sonrisa–. Y mi investigación continúa. Escribo artículos, ensayos, prosa y poesía, que envío a mi hogar original, y que intentan, en la medida en que me lo permite mi modesto talento, explicar la Cultura y a su pueblo de una forma más completa a los míos. Por supuesto, nuestras dos sociedades se conocen bien en lo que respecta a datos fuente, pero a veces es necesario cierto grado de interpretación para extraerle sentido a esa información. Lo que yo intento es aportar ese toque personal.

Other books

Broken Doll by Burl Barer
Lakeside Cottage by Susan Wiggs
Asesinos sin rostro by Henning Makell
La Lengua de los Elfos by Luis González Baixauli
Battleworn by Chantelle Taylor
The Mirage by Naguib Mahfouz