Dos semanas después de mi autoliberación decidí poner fin a las especulaciones y contar mi historia por mí misma. Concedí tres entrevistas: a la televisión austríaca, al diario más importante del país, el Kronenzeitung, y a la revista News.
Antes de dar este paso me habían llegado distintas recomendaciones de que cambiara y ocultara mi nombre. Me dijeron que si no jamás tendría la oportunidad de disfrutar de una vida normal. Pero ¿qué tipo de vida es ésa en la que no puedes mostrar tu rostro, no puedes ver a tu familia y tienes que utilizar un nombre que no es el tuyo? ¿Qué tipo de vida sería ésa precisamente para alguien como yo, que me pasé todo el tiempo que duró mi cautiverio luchando por no perderlo? A pesar de sufrir la violencia del secuestrador, de haber estado encerrada a oscuras y haber sido sometida a otras torturas, seguía siendo Natascha Kampusch. Ahora que era libre no iba a renunciar a mi bien más preciado: mi identidad. Me presenté con mi nombre completo y a cara descubierta ante las cámaras y conté algunas cosas de los años que había pasado encerrada. Pero a pesar de mi franqueza los medios no me dieron un respiro, un titular seguía a otro, conjeturas cada vez más arriesgadas inundaban la información. Era como si la horrible verdad no fuera suficientemente siniestra, como si hubiera que ampliarla más allá de lo soportable y se me quisiera privar de la capacidad de interpretar lo que me había ocurrido. La casa en la que fui forzada a pasar tantos años de mi vida fue asaltada por los curiosos, todos querían sentir el escalofrío del terror. A mí me parecía absolutamente horrible que un perverso admirador del secuestrador pudiera adquirir esa vivienda. Un lugar de peregrinación para todos aquellos que veían hechas realidad sus más oscuras fantasías. Por eso me ocupé de que no se pusiera en venta, sino que me fuera adjudicada como «indemnización por daños y perjuicios». Con ello recuperaba y tenía bajo control una parte de mi historia.
El interés despertado en esas primeras semanas fue desbordante. Recibí miles de cartas de personas desconocidas que se alegraban de mi liberación. Al cabo de un par de semanas pasé a alojarme con las monjas del hospital, unos meses más tarde en mi propia vivienda. Me preguntaron por qué no volvía a vivir con mi madre. Pero la pregunta me resultó tan absurda que ni siquiera se me ocurrió una respuesta. Era el plan de ser independiente a los dieciocho años lo que me había permitido salir adelante todo ese tiempo. Ahora quería ponerlo en práctica y vivir por fin mi propia vida. Sentía que tenía el mundo entero ante mí: era libre y podía hacer cualquier cosa. Todo. Ir a tomar un helado en una tarde soleada, bailar, retomar mi formación escolar. Paseaba asombrada por este inmenso mundo lleno de color y sonido que me intimidaba y me hacía sentir eufórica, y absorbía con avidez hasta el más mínimo detalle. Había muchas cosas que no entendía después de un aislamiento tan largo. Tuve que aprender cómo funciona el mundo, cómo se relacionan los jóvenes entre sí, qué códigos utilizan, qué gestos, qué quieren expresar con su forma de vestir. Disfrutaba de la libertad y aprendía, aprendía, aprendía. Había perdido toda mi juventud y tenía muchas cosas que recuperar.
Pero poco a poco me di cuenta de que había caído en una nueva prisión. Pronto fueron visibles los muros que sustituían al zulo. Eran muros más sutiles, levantados por un interés público desmedido que valoraba cada uno de mis pasos y me hacía imposible coger el metro o ir de compras tranquilamente como otras personas. En los primeros meses después de mi autoliberación un grupo de asesores organizó mi vida por mí y apenas me dejaba espacio libre para pensar lo que quería hacer en realidad. Yo creía que al presentarme ante la opinión pública iba a poder recuperar mi historia. Pero con el tiempo me di cuenta de que eso no era posible. En ese mundo que rivalizaba por mí yo no importaba. Un horrible delito me había convertido en una persona famosa. El secuestrador había muerto, no existía un caso Priklopil. Yo era el caso: el caso Natascha Kampusch.
El interés que se muestra por una víctima es engañoso. Despierta el afecto de los demás sólo cuando éstos pueden sentirse por encima de ella. Ya en la primera marea de cartas me llegaron docenas de escritos que provocaron en mí un sentimiento amargo. Había muchos acosadores, cartas de amor, proposiciones de matrimonio y perversas cartas anónimas. Pero también los ofrecimientos de ayuda mostraban lo que a muchos en realidad les importaba. Se trata de un mecanismo humano por el que uno se siente mejor cuando puede ayudar a alguien más débil, a una víctima. Esto funciona mientras los roles están claramente repartidos. El agradecimiento hacia el que da algo es muy bonito, sólo cuando se abusa de él para no dejar que el otro se desarrolle el conjunto adquiere un gustillo agrio. «Puede vivir conmigo y ayudarme en las tareas domésticas, le ofrezco a cambio un sueldo y alojamiento. Estoy casado, pero podemos arreglarnos», escribía un hombre. «Puede trabajar en mi casa para que aprenda a limpiar y cocinar», decía una mujer a la que esa «contraprestación» le parecía suficiente. Ya había limpiado bastante en todos los años anteriores. No quiero que nadie me interprete mal. Me alegré mucho de todos aquellos ofrecimientos sinceros y del interés verdadero por mi persona. Pero resulta difícil que se reduzca mi personalidad a una niña rota y necesitada de ayuda. Es un papel en el que yo nunca me he metido y que tampoco quiero asumir en el futuro.
Me había enfrentado a toda la basura psíquica y a las oscuras fantasías de Wolfgang Priklopil, no me había dejado vencer. Por fin estaba fuera, y sólo se quería ver eso: una persona rota que nunca más va a levantar cabeza, que siempre va a depender de la ayuda de los demás. Pero en el momento en que me negué a llevar ese estigma el resto de mi vida cambiaron las cosas.
Todas aquellas caritativas personas que me habían mandado su ropa vieja o me habían ofrecido trabajo como limpiadora en sus casas aceptaron con reprobación que yo quisiera vivir según mis propias reglas. Enseguida circuló la idea de que era una desagradecida y que seguro que quería sacar provecho de todo aquello. Se extrañaron de que pudiera permitirme una vivienda propia, corrió el bulo de que había ganado sumas exorbitantes con las entrevistas. Los ofrecimientos dieron paso poco a poco al rencor y la envidia… y a veces incluso al odio.
Lo que menos se me perdonó fue que no condenara al secuestrador como la opinión pública esperaba. Nadie quería oírme decir que no existe el mal absoluto, que nada es blanco o negro. El secuestrador me había arrebatado mi juventud, me había encerrado y torturado, pero en esos años tan decisivos entre los once y los dieciocho había sido mi única persona de referencia en la vida. Con mi huida no sólo me había librado de mi torturador, también había perdido a una persona a la que había estado muy unida por obligación. Pero no se me permitía sentir dolor, resultaba difícil de entender. En cuanto empezaba a dibujar una imagen algo distinta del secuestrador, la gente arqueaba las cejas y miraba hacia otro lado, le desagradaba que sus categorías de bueno y malo se tambalearan y tuviera que enfrentarse al hecho de que el mal personificado tiene una cara humana. Su lado oscuro no ha caído simplemente del cielo, nadie llega al mundo siendo un monstruo. Todos nosotros nos convertimos en lo que somos a través del contacto con el mundo, con otras personas. Y, con ello, somos responsables de lo que ocurre en nuestras familias, en nuestro entorno. No resulta fácil aceptarlo. Pero resulta aún más difícil cuando alguien te sujeta delante el espejo y te devuelve una imagen que no esperas. Con mis manifestaciones he puesto el dedo en la llaga, y mis intentos de buscar a la persona que se ocultaba tras la fachada sólo han recibido incomprensión. Una vez libre incluso me he reunido con el amigo de Priklopil, Holzapfel, para poder hablar sobre el secuestrador. Quería entender por qué se había convertido en el ser que me había hecho eso. Pero enseguida abandoné el intento. No se me concedió esa forma de superación del pasado y se habló de síndrome de Estocolmo.
También las autoridades cambiaron poco a poco su actitud hacia mí. Tuve la impresión de que en cierto modo no les gustaba que me hubiera liberado a mí misma. En este caso ellos no eran los rescatadores, sino los que habían fracasado al cabo de los años. La frustración latente que esto provocó en los responsables salió a la superficie en 2008. Herwig Haidinger, entonces director de policía federal, manifestó que la política y la policía habían encubierto sus fallos de investigación después de mi autoliberación. Hizo pública la declaración del hombre que seis semanas después de mi desaparición señaló a Wolfgang Priklopil como el secuestrador y al que la policía no había hecho caso a pesar de que en mi búsqueda investigaba cada indicio.
Las comisiones especiales que se hicieron cargo de mi caso más tarde no sabían nada de esta declaración decisiva. El informe se había «traspapelado». Herwig Haidinger lo encontró cuando repasaba todos los informes después de mi autoliberación. Informó a la ministra de Interior del fallo cometido. Pero ésta no quería ningún escándalo policial tan cerca de las elecciones de otoño de 2006 y le ordenó dejar la investigación en suspenso. En 2008, una vez cesado en su cargo, Haidinger destapó esta intervención e hizo público, a través del parlamentario Peter Pilz, el siguiente e-mail que había escrito el 26 de septiembre de 2006, un mes después de mi fuga:
Estimado Sr.: el contenido de la primera indicación que se me hizo fue que no debían hacerse indagaciones sobre la segunda prueba (clave: hombre de Viena). Siguiendo el deseo del Ministerio he seguido —si bien bajo protesta— esta indicación. Ésta incluía una segunda componente: esperar hasta las elecciones legislativas. Esta fecha se alcanza el próximo domingo.
Pero tampoco después de las elecciones se atrevió nadie a mover el asunto, todas las informaciones volvieron a ocultarse.
Cuando Haidinger sacó esto a la luz en 2008, casi provoca una crisis de Estado. Pero, curiosamente, sus esfuerzos no iban dirigidos a investigar todos estos fallos, sino que puso mis manifestaciones en entredicho. Se buscaron de nuevo cómplices y se me acusó de encubrirlos, a mí, que había dependido de una sola persona y no podía saber nada de lo que ocurría alrededor. Durante el trabajo en este libro todavía he sido interrogada durante horas. Ahora ya no se me trata como a una víctima, sino que se me acusa de ocultar detalles decisivos y se especula con la posibilidad de que sufro el chantaje de los cómplices del delito. Para las autoridades parece más fácil creer en una gran conspiración que admitir que durante todo este tiempo no fueron capaces de detener a un único delincuente de apariencia inofensiva. Las nuevas investigaciones no han dado resultado. En el año 2010 ha quedado cerrado el caso. Conclusión de las autoridades: no hubo cómplices. Wolfgang Priklopil había actuado en solitario. Me sentí aliviada al conocer la resolución.
Ahora, cuatro años después de mi autoliberación, puedo tomar aliento y dedicarme al capítulo más difícil: romper con el pasado y mirar hacia delante. Sigue habiendo algunas personas, generalmente anónimas, que reaccionan de forma agresiva ante mí. Pero la mayoría de la gente que me encuentro me apoya en mi camino. Despacio y con cautela voy dando un paso tras otro, aprendiendo de nuevo a confiar.
En estos cuatro años he conocido de nuevo a mi familia y he establecido una nueva relación afectiva con mi madre. He terminado mi formación escolar y ahora estudio idiomas. El tiempo pasado en cautividad estará siempre presente en mi vida, pero poco a poco voy teniendo la sensación de que ya no determina mi existencia. Es una parte de mí, pero no todo. Hay muchas otras facetas de la vida que me gustaría experimentar.
Con este libro he intentado cerrar el capítulo hasta ahora más largo y oscuro que he vivido. Siento un gran alivio al haber encontrado palabras para expresar todo lo inexpresable, lo contradictorio. Verlo escrito me ayuda a mirar hacia delante con confianza. Pues todo lo que he vivido también me ha dado fuerzas: he sobrevivido al cautiverio en el zulo, me he liberado a mí misma y me he mantenido firme. Sé que también puedo llevar una vida en libertad. Y esa libertad empieza justo ahora, cuatro años después del 23 de agosto de 2006. Sólo ahora, con estas líneas, puedo poner fin a todo aquello y decir de verdad: soy libre.
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En español se traduciría por «Strasshof de la Nordbahn». La Nordbahn o «ferrocarril del norte» es una línea férrea que une Viena con Břeclav, en la República Checa. (N. de la T.)
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NATASCHA KAMPUSH. Nacida en Viena el 17 de febrero de 1988, Natascha Kampusch se crió en una urbanización de las afueras de la capital austríaca, junto con sus padres y dos hermanastras. Su infancia no fue fácil en muchos aspectos, y sus padres se separaron antes de su cautiverio.
Pasó más de ocho años en cautividad en el sótano de la casa de Wolfgang Priklopil, período en el que sufrió maltratos físicos y psíquicos. El 23 de agosto de 2006, habiendo cumplido los dieciocho años, Natascha consiguió autoliberarse aprovechando un descuido de su secuestrador.
Su huida y el relato de su cautiverio, cuando hacía ya mucho que se había abandonado su búsqueda, conmocionaron a Austria y a Europa entera. Dispuesta a rehacer su vida y a recuperar en la medida de lo posible el tiempo perdido, Natascha se ha convertido en presentadora de televisión y en un personaje célebre en su país. En la actualidad reside en Viena.