En esos primeros momentos, a mis diez años, los libros de Karl May fueron muy importantes para mí. Devoré las aventuras de Winnetou y Old Shatterhand y leí las historias del «Lejano Oeste americano». La canción que los colonos alemanes le cantan al moribundo Winnetou me impactó tanto que la copié palabra por palabra y pegué la hoja con Nivea a la pared. Entonces no tenía papel celo ni ningún otro pegamento en mi refugio. Se trata de una oración a la Virgen:
Cuando se apaga la luz del día
empieza la noche tranquila.
Ay, si pudiera el dolor del corazón
desaparecer igual que el día.
Pongo mi sufrimiento a tus pies.
Oh, llévalo ante el trono de Dios,
y déjame, Señora, saludarte
con mi mejor oración.
¡Ave, ave María!
Cuando se apaga la luz de la fe
empieza la noche de la duda.
La fe de los jóvenes
nos ha sido robada.
Mantenme, Señora, en la edad
de la fe y la confianza.
Protege mi arpa, mi salterio.
Tú eres mi salvación, tú eres mi luz.
¡Ave, ave María!
Cuando se apaga la luz de la vida
comienza la noche de la muerte.
El alma quiere volar,
tiene que estar muerta.
Señora, ay, en tus manos
pongo mi última oración.
Dame un final piadoso
y una feliz resurrección.
¡Ave, ave María!
Leí, susurré y recé tantas veces este poema que todavía hoy me sé de memoria. Parecía escrito para mí: a mí también me habían quitado «la luz de la vida», y en los momentos más oscuros tampoco veía otra salida que la muerte.
El secuestrador sabía lo importantes que eran para mí las películas, la música y los libros, y tenía así un nuevo instrumento de poder en sus manos. Con ellos podía presionarme.
Si en su opinión yo me había portado de forma «inconveniente», tenía que contar con que me cerrara la puerta a ese mundo de palabras y sonidos que al menos me proporcionaba un poco de distracción. Lo peor eran los fines de semana. Normalmente el secuestrador bajaba al sótano todos los días por la mañana y a menudo también por la tarde. Pero los fines de semana los pasaba completamente sola: él no se dejaba ver desde el viernes a mediodía, a veces también desde el jueves por la tarde, hasta el domingo. Me proveía de dos raciones diarias de comida preparada, algunos alimentos frescos y agua mineral que traía de Viena. Y también de vídeos y libros. Entre semana me proporcionaba una cinta de vídeo llena de series: dos horas, cuatro si se lo pedía con insistencia. Parece más de lo que es: yo tenía que aguantar sola veinticuatro horas cada día, interrumpidas sólo por las visitas del secuestrador. Durante el fin de semana disponía de entre cuatro y ocho horas de distracción con la música y el siguiente ejemplar de la serie de libros que estaba leyendo en ese momento. Pero sólo cuando cumplía sus condiciones. Sólo cuando era «buena» me proporcionaba el alimento tan necesario para mi espíritu. Y sólo él sabía lo que entendía por «ser buena». A veces bastaba un pequeño detalle insignificante para que mi conducta fuera castigada.
«Has usado demasiado ambientador, te lo voy a quitar.»
«Has cantado.»
Has hecho esto, has hecho lo otro.
Con los vídeos y los libros sabía muy bien lo que hacía. Era como si una vez que me había arrancado de mi verdadera familia, ahora se valiera también de mis «nuevas familias» de las novelas y series para que yo siguiera sus indicaciones.
El hombre que al principio se había esforzado por hacerme «agradable» la vida en el zulo y que viajó hasta el otro extremo de Viena para conseguir una cinta de Bibi Blocksberg se había ido transformando poco a poco desde que me anunció que nunca me dejaría en libertad.
En esa época el secuestrador empezó a controlarme cada vez más. Desde el principio me había tenido dominada: encerrada en su sótano, en un espacio de cinco metros cuadrados, yo no tenía cómo oponerme a él. Pero cuanto más duraba el cautiverio, menos se conformaba con esa evidente muestra de su poder. Ahora quería tener bajo control cada gesto, cada palabra y cada función de mi cuerpo.
Empezó por el programador. Él había controlado desde el principio la luz y la oscuridad. Cuando bajaba por la mañana, encendía la luz; cuando se marchaba por la tarde, la apagaba. Entonces instaló un programador que regulaba la electricidad en el sótano. Mientras que al principio podía pedirle que me dejara más tiempo la luz encendida, a partir de entonces tuve que acostumbrarme a un ritmo implacable sobre el que yo no podía influir: a las siete de la mañana se conectaba la luz. Durante trece horas yo podía llevar un simulacro de vida en mi diminuta y mohosa habitación: ver, oír, sentir calor, cocinar. Todo era artificial. Una bombilla no puede sustituir nunca al sol, la comida preparada sólo recuerda de lejos a una comida familiar en torno a una mesa compartida, y las personas que aparecen en la pantalla son sólo una mala sustitución de las personas reales. Pero mientras había luz al menos podía mantener viva la ilusión de que existía otra vida además de la mía.
A las ocho de la tarde se apagaba la luz. En un segundo yo me veía sumida en la más completa oscuridad. La televisión se apagaba en mitad de una serie. Tenía que dejar el libro en mitad de una frase. Y si no estaba todavía en la cama tenía que ir hasta ella a cuatro patas, tanteando en la oscuridad. La bombilla, la televisión, el vídeo, la radio, el ordenador, la cocina, la estufa: todo lo que infundía algo de vida a mi refugio se apagaba. Sólo el zumbido del ventilador y el tictac del reloj llenaban la habitación. Las once horas siguientes yo dependía de mi fantasía para no perder los nervios y dominar mi miedo.
Era un ritmo propio de una cárcel, estrictamente controlado desde el exterior, que no se permitía ni un segundo de retraso ni tenía en consideración mis necesidades. Al secuestrador le gustaba la regularidad. Y con el programador me la impuso a mí también.
Al principio me quedaba el walkman, que funcionaba a pilas. Con él podía enfrentarme algo mejor a la oscuridad aunque el programador hubiera decidido que había agotado mi ración de luz y música. Pero al secuestrador no le agradó que, con el walkman, eludiera su control divino de la luz y las tinieblas. Empezó a controlar el estado de las pilas. Si opinaba que utilizaba el walkman demasiado tiempo o muy a menudo, me lo quitaba hasta que le prometía portarme bien. Un día, apenas había cerrado él la puerta del zulo me eché en la tumbona, con los auriculares en las orejas, y me puse a cantar a voz en grito una canción de los Beatles. Debió de oírme, porque entró de nuevo en la habitación hecho una furia. Priklopil me castigó sin luz ni comida por cantar en voz alta. Y en las noches siguientes tuve que dormirme sin música.
Su segundo instrumento de control fue el interfono. Cuando entró con él en el zulo y empezó a montar los cables, me explicó: «A partir de ahora podrás llamarme». En un primer momento me alegré y sentí que algunos de mis temores desaparecían. Desde el principio me había atormentado la idea de que se produjera una emergencia: sobre todo durante los fines de semana en que estaba sola y ni siquiera podía avisar a la única persona que sabía dónde estaba yo —el secuestrador—. Había imaginado toda una serie de situaciones: que se quemaban los cables, que se rompía una tubería, que me daba una reacción alérgica… incluso si me atragantaba con la piel del embutido podría morir allí sola, en aquel sótano, aunque el secuestrador estuviera en casa. Al fin y al cabo, él sólo venía cuando quería. Un interfono funciona en los dos sentidos. Priklopil lo utilizaba para controlarme. Para demostrarme su poder casi divino a través del hecho de que podía oír cualquier ruido que yo hiciera, de que podía registrarlo todo.
La primera versión que instaló constaba básicamente de un botón que yo debía oprimir si necesitaba algo: entonces se encendía arriba, en su vivienda, una luz roja en un sitio escondido. Pero ni él podría ver siempre la luz ni iba a poner en marcha el largo proceso de abrir el zulo sin saber lo que yo quería en realidad. Y durante los fines de semana no podría bajar. Bastante más tarde supe que eso se debía a las visitas de su madre, que pasaba con él los fines de semana. Habría llamado demasiado la atención si retiraba todos los obstáculos que había entre el garaje y el zulo mientras ella estaba en casa.
Poco tiempo después sustituyó el aparato provisional por una instalación por la que se podía hablar. Sus preguntas e instrucciones empezaron a retumbar en el zulo cada vez que apretaba el botón.
«¿Has comido?»
«¿Te has lavado los dientes?»
«¿Has apagado el televisor?»
«¿Cuántas páginas has leído?»
«¿Has hecho los ejercicios de cálculo?»
Me sobresaltaba cada vez que su voz cortaba el silencio. Cada vez que me amenazaba con castigarme porque había tardado en contestar. O porque había comido demasiado.
«¿Se ha acabado ya la comida?»
«¿No te he dicho que por la noche sólo puedes tomar un trozo de pan?»
El interfono era el instrumento perfecto para aterrorizarme. Hasta que descubrí que también me otorgaba a mí un cierto poder. Hoy me he dado cuenta de que, debido sobre todo a la gran manía controladora del secuestrador, resulta sorprendente que no se le ocurriera que una niña de diez años investigaría aquel aparato con detenimiento. Pero eso lo hice unos días más tarde.
El aparato tenía tres botones. Si se pulsaba «Hablar», el sistema quedaba abierto a ambos lados. Esa era la posición que él me había enseñado. Si yo pulsaba «Escuchar», entonces yo podía oír su voz, pero él la mía no. En el tercer botón ponía «Continuo»: cuando lo oprimía, el sistema quedaba abierto en mi lado… pero no me llegaba el sonido desde arriba.
Por entonces ya había aprendido a dejar mis oídos en suspenso cuando estaba frente a él. Ahora tenía un botón para hacerlo: cuando me sometía a demasiadas preguntas, observaciones y acusaciones, yo pulsaba «Continuo». Me producía una gran satisfacción que su voz enmudeciera y que me bastara con apretar un botón para lograrlo. ¡Me encantaba aquel botón que podía apartar a Priklopil de mi vida! Cuando se enteró de mi pequeña rebelión al principio se mostró sorprendido, luego se puso furioso. Cada vez bajaba menos al sótano para regañarme. Tardaba casi una hora en abrir todas las puertas y dispositivos de seguridad. Pero estaba claro que pronto se le ocurriría algo.
De hecho no tardó mucho en desmontar aquel dispositivo que tenía un botón mágico. Para sustituirlo trajo una radio Siemens. Sacó los artilugios del interior de la carcasa y empezó a atornillar por aquí y por allá. Entonces no sabía nada de él, mucho tiempo después me he enterado de que Wolfgang Priklopil trabajaba en Siemens como técnico electrónico. Pero en aquel tiempo yo no sabía que manejaba a la perfección alarmas, radios y otros dispositivos eléctricos.
Esa radio desmontada se convirtió en un terrible instrumento de tortura. Tenía un micrófono tan potente que reproducía arriba el más mínimo ruido del sótano. El secuestrador podía meterse en mi «vida» sin previo aviso, podía saber en todo momento si seguía sus indicaciones o no. Si tenía la radio puesta. Si rascaba el plato con la cuchara. Si respiraba.
Sus preguntas me perseguían hasta debajo de la manta:
«¿Te has dejado el plátano?»
«¿Has vuelto a comer demasiado?»
«¿Te has lavado la cara?»
«¿Has apagado la televisión después de la serie?»
Ya no podía mentirle, pues no sabía cuánto tiempo había estado escuchando. Si lo hacía o no le contestaba al instante, su voz retumbaba por el altavoz hasta que me explotaba la cabeza. O bajaba inmediatamente al sótano y me castigaba quitándome lo más importante para mí: los libros, los vídeos, la comida. A no ser que me mostrara arrepentida de mis errores, de cualquier pequeño detalle de mi vida en el zulo. ¡Como si me quedara algo que pudiera ocultarle!
Otra manera de hacerme saber que desde arriba tenía un control total sobre mí consistía en dejar abierto el micrófono. Entonces al chirrido del ventilador se unía un zumbido fuerte, insoportable, que inundaba la habitación y me hacía saber desde cualquier rincón: él está ahí. Siempre. Respira al otro lado de la línea. Puede empezar a gritar en cualquier momento y te estremecerás aunque ya lo esperaras. No puedes escapar de su voz.
Hoy no me sorprende que yo, que entonces era todavía una niña, pensara que él podía verme desde arriba. No sabía si había instalado cámaras. Me sentía observada cada segundo, hasta cuando dormía. ¡Lo mismo había instalado una cámara infrarroja para controlarme cuando estaba echada en mi tumbona en la más completa oscuridad! La sensación me tenía paralizada, por la noche no me atrevía ni a darme la vuelta en la cama. Por el día miraba mil veces a mi alrededor antes de ir al baño. No sabía si me estaba observando… o si tal vez había más gente con él mirando.
Presa del pánico, empecé a buscar agujeros o cámaras por todo el zulo. Siempre con el temor de que pudiera ver lo que estaba haciendo y bajara a regañarme. Rellené con pasta de dientes las más diminutas rendijas que encontré entre las tablas de la pared, hasta estar segura de que no quedaba el más mínimo hueco. Pero la sensación de que estaba siendo permanentemente observada se mantuvo.
Creo que pocos hombres están en condiciones de calcular el grado increíble de tortura y agonía que experimenta la víctima ante este terrible trato, mantenido durante años; y si yo mismo sólo puedo hacer suposiciones al respecto y pienso en lo que he visto en sus rostros y en lo que estoy seguro que sienten, estoy convencido de que se trata de un sufrimiento cuya terrible intensidad nadie más que los afectados puede calcular y que ninguna persona tiene derecho a causar a otro ser humano. Esta influencia lenta y diaria en el cerebro de otra persona es inmensamente peor que cualquier tortura corporal; y como sus siniestras huellas no son tan visibles para el ojo ni apreciables con el contacto como las huellas de los daños en la carne; como las heridas no están en la superficie y no provocan gritos que el oído humano pueda oír; por eso mismo hago la denuncia.