Recuerdo perfectamente nuestro primer viaje a la Hollergasse. El secuestrador no tomó el camino más rápido, la autopista, era demasiado tacaño para pagar el peaje. Nos metimos en el atasco del Wiener Gürtel, el cinturón de Viena. Era pronto, a ambos lados de la furgoneta blanca se alineaban los últimos coches que, como cada mañana, se dirigían a toda prisa al trabajo. Observé a los conductores detrás de los volantes. Desde un microbús me observaron los ojos cansados de algunos hombres. Iban apiñados en el vehículo que los transportaba, trabajadores del este de Europa a los que los constructores nacionales recogían por la mañana al borde de las carreteras principales y volvían a dejarlos allí por la tarde. De pronto me sentí como aquellos obreros: sin papeles, sin permiso de trabajo, víctima fácil de la explotación. Esa era la realidad que esa mañana me negué a aceptar. Me arrellané en el asiento y me abandoné a mi ensoñación. Yo iba con mi jefe de camino a un trabajo normal, legal, como todas las personas que se desplazaban a nuestro lado, como cada día, desde su domicilio a su lugar de trabajo. Soy una experta en mi área y mi jefe valora mucho mis consejos. Vivo en un mundo adulto en el que tengo una voz que se oye.
Casi habíamos cruzado toda la ciudad cuando en la Westbahnhof, la estación del oeste, Priklopil tomó la calle Mariahilferstrasse, avanzó a lo largo de un mercadillo en el que sólo estaban ocupados la mitad de los puestos, y finalmente giró por una calle estrecha. Allí aparcó la furgoneta.
La vivienda estaba en el primer piso de un edificio venido a menos. El secuestrador tardó un rato en dejarme bajar. Temía que alguien pudiera vernos y quería que cruzara la acera a toda velocidad cuando la calle estuviera completamente desierta. Eché un vistazo a la calle: pequeños talleres, fruterías turcas, locales de kebab y pequeños bares de dudosa categoría rompían la imagen gris de las viejas construcciones de los años de la especulación, viviendas que en el siglo XIX sirvieron como casas de alquiler para las masas de los trabajadores pobres procedentes de los países del imperio. El barrio estaba también ahora habitado por inmigrantes. Muchas de las viviendas todavía no disponían de cuarto de baño, los servicios se encontraban en el descansillo y tenían que ser compartidos con los vecinos. El secuestrador había comprado una de estas viviendas.
Esperó a que la calle estuviera vacía, luego me hizo correr hasta la escalera. La pintura se caía de las paredes, la mayoría de los buzones estaban rotos. Cuando abrió la puerta de madera de la vivienda y me empujó dentro, apenas podía creer lo pequeña que era: diecinueve metros cuadrados. Cuatro veces más grande que mi zulo. Una habitación con una ventana que daba a un patio interior. Olía a cerrado, a sudor humano, a moho y grasa. La moqueta, que alguna vez debió de ser de color verde oscuro, había adquirido una indescriptible tonalidad entre marrón y gris. En una pared había una enorme mancha de humedad en la que se revolvían algunas larvas. Respiré profundamente. ¡Allí había mucho trabajo!
A partir de aquel día me llevó varias veces por semana a la Hollergasse. Sólo cuando tenía muchas cosas que hacer me dejaba todo el día encerrada en el zulo. Lo primero que hicimos fue retirar todos los muebles viejos y sacarlos a la calle. Cuando salimos de la casa una hora más tarde, ya habían desaparecido: recogidos por los vecinos, que tenían tan poco que hasta aquellos muebles les servían. Luego empezamos con la reforma. Tardé dos días en retirar yo sola toda la moqueta. Bajo una gruesa capa de suciedad apareció, debajo de la primera, una segunda moqueta cuyo adhesivo se había integrado tanto en el suelo con el paso de los años que tuve que ir retirándolo centímetro a centímetro. Entonces pusimos un enlosado nuevo, encima un suelo laminado, el mismo que había en mi zulo. Arrancamos el viejo papel pintado de las paredes, alisamos las juntas y agujeros y pegamos un nuevo papel que luego pintamos de blanco. En la habitación incorporamos una pequeña cocina y un baño diminuto, apenas más grande que el plato de ducha y la alfombrilla que pusimos delante.
Trabajé como un animal. Levantar, cargar, arrastrar, emplastar, poner baldosas. Pintar el techo encima de una delgada tabla apoyada en dos escaleras. Mover muebles. El trabajo, el hambre y la lucha permanente con mi debilidad me dejaron tan exhausta que apenas pensaba ya en escapar. Al principio confiaba en que llegaría el momento en el que el secuestrador me dejaría sola. Pero no llegó. Estaba sometida a una continua vigilancia. Era increíble lo que hacía para impedirme la huida. Cuando iba al baño del descansillo, ponía unas pesadas tablas delante de la ventana para que no pudiera abrirla con facilidad para gritar. Incluso las atornillaba si sabía que iba a tardar más de cinco minutos en volver. También allí me construyó una cárcel. Cuando giraba la llave en la cerradura, en mi interior me sentía de nuevo en el zulo. También allí sentí miedo a que le pasara algo y yo tuviera que morir en aquella vivienda. Cada vez que regresaba, respiraba aliviada.
Hoy ese miedo me resulta extraño. Al fin y al cabo, estaba en una casa de vecinos y podía gritar o dar golpes en las paredes. A diferencia de lo que ocurría en el zulo, aquí me habrían encontrado enseguida. Pero mi miedo no era racional, brotaba de mi interior, desde el fondo, directamente desde el zulo.
Un día un desconocido apareció de pronto en la vivienda.
Acabábamos de subir el laminado para el suelo hasta el primer piso, la puerta estaba sólo entornada, cuando un hombre algo mayor y con el pelo canoso entró y saludó a voz en grito. Su alemán era tan malo que apenas pude entenderle. Nos dio la bienvenida a la casa y era evidente que quería iniciar una conversación sobre el tiempo y las obras de reforma. Priklopil me apartó a un lado y le echó con palabras secas. Noté que le invadía el pánico y me dejé contagiar de él. Aunque ese hombre podría haber sido mi salvación, en su presencia me sentía casi incómoda, hasta tal punto había interiorizado la perspectiva del secuestrador.
Por la noche, tumbada en mi cama en el zulo, repasé una y otra vez la escena en mi cabeza. ¿Había actuado mal? ¿Debía haber gritado? ¿Había desaprovechado de nuevo la oportunidad decisiva? Tenía que intentar prepararme para actuar con más decisión la próxima vez. En mi mente veía el paso que podía haber dado hacia el desconocido como un salto sobre un inmenso abismo. Pude ver perfectamente cómo tomaba carrerilla, corría hasta el borde del precipicio y luego saltaba. Pero aunque lo intentaba, había una imagen que no conseguía visualizar. Nunca me veía aterrizando al otro lado. Incluso en mi fantasía el secuestrador me agarraba de la camiseta y me arrastraba hacia atrás. Las pocas ocasiones en que conseguía escapar me quedaba durante unos segundos suspendida en el aire sobre el abismo antes de caer al vacío. Era una imagen que me torturó toda la noche. Una señal de que estaba muy cerca, pero en el momento decisivo iba a volver a fallar.
El vecino tardó sólo unos días en volver. Esta vez con un montón de fotos en la mano. El secuestrador me apartó enseguida a un lado, pero conseguí verlas de reojo. Eran fotos familiares en las que aparecía él en su vieja patria, Yugoslavia, y una foto de grupo con su equipo de fútbol. El vecino no dejaba de hablar mientras sujetaba a Priklopil las fotos delante de la nariz. Yo sólo entendía algunas palabras. No, era imposible saltar por encima del abismo. ¿Cómo me iba a entender con ese hombre tan amable? ¿Cómo iba a entender lo que yo pudiera susurrarle en un momento de distracción, que por otro lado probablemente no se diera? ¿Natascha qué? ¿Quién ha sido secuestrado? Y aunque me entendiera, ¿qué pasaría después? ¿Llamaría a la policía? ¿Tendría teléfono? ¿Y luego? La policía no le creería. Aunque mandaran un coche patrulla a la calle Hollergasse, el secuestrador tendría tiempo suficiente para cogerme y llevarme al coche sin llamar la atención. No quería ni imaginar lo que podría pasar después.
No, esa casa no me brindaría la oportunidad de escapar. Pero ésta llegaría, de eso estaba más convencida que nunca. Sólo tenía que reconocerla a tiempo.
Durante aquella primavera del año 2006 el secuestrador se dio cuenta de que yo intentaba alejarme de él. Estaba descontrolado y colérico, la sinusitis crónica le atormentaba sobre todo por las noches. Durante el día incrementó sus esfuerzos por dominarme. Eran cada vez más absurdos. «¡No contestes!», gritaba en cuanto abría la boca aunque me hubiera hecho una pregunta. Me exigía obediencia absoluta. «¿Qué color es éste?», me preguntó en tono imperioso una vez, señalando un bote de pintura negra. «Negro», respondí. «No, es rojo. Es rojo porque lo digo yo. ¡Di que es rojo!» Si me negaba, le daba un ataque de ira que no podía controlar y que duraba más que nunca. Los golpes se repetían de forma continuada, a veces estaba tanto tiempo pegándome que me parecía que pasaban horas. Más de una vez estuve a punto de perder el sentido antes de que me arrastrara hasta el sótano y me encerrara a oscuras en el zulo.
Noté lo difícil que me resultaba de nuevo resistirme a un reflejo fatal: olvidar los malos tratos en menos tiempo de lo que tardaban en curarse mis heridas. Habría sido mucho más fácil rendirse. Era como una fuerza que, cuando me atrapaba, me arrastraba sin remedio hasta lo más hondo mientras oía a mi propia voz susurrar: «Mundo feliz, mundo feliz. Todo está bien. No ha pasado nada».
Tenía que enfrentarme a esa fuerza y crear pequeñas islas de salvación: mis anotaciones, en las que plasmaba de nuevo cada maltrato. Hoy me dan náuseas cada vez que tengo en las manos el cuaderno de rayas del colegio en el que, con buena letra y detallados dibujos de mis heridas, recogí todas las brutalidades a las que era sometida. Entonces las escribía desde una cierta distancia de mí misma, como si se tratara de una tarea escolar:
15 de abril de 2006
. Me golpea una vez en la mano derecha tan fuerte y durante tanto tiempo que casi siento la sangre fluir. Todo el dorso de la mano se vuelve azul y rojizo, el derrame llega hasta la palma y cubre la mano entera. Luego me pone un ojo morado (también el derecho), al principio la mancha sólo ocupa el ángulo exterior y va cambiando entre el rojo, el azul y el verde, luego se extiende hacia arriba hasta el párpado.
Otras agresiones de los últimos tiempos, hasta donde puedo recordarlas y no las he olvidado: en el jardín, porque no me atreví a subir a la escalera, me atacó con unas tijeras de podar. Tuve un corte verdoso encima del tobillo derecho, se me rompió la piel. Otra vez me lanzó un pesado cubo con tierra y me dio en la pelvis, provocándome una horrible mancha de un tono marrón rojizo. Una vez me negué, por miedo, a subir con él. Entonces arrancó los enchufes de la pared y me lanzó todo lo que encontró en la pared. Me quedó un profundo rasguño con sangre en la rodilla derecha y en la pantorrilla. Tengo además un hematoma de unos ocho centímetros, de color negro violeta, en el brazo izquierdo, no sé de qué. Me ha pateado y pegado varias veces, también en la cabeza. Me ha hecho sangre en el labio dos veces, una vez me salió una hinchazón del tamaño de un guisante (ligeramente azulado) en el labio inferior. Una vez me salió un bulto debajo de la boca a causa de un golpe. Tengo también un corte (ya no sé de qué) en la mejilla derecha. Una vez me tiró una caja de herramientas a los pies, la consecuencia fueron unos hematomas verde pastel. Me ha golpeado a menudo con la llave inglesa u otra herramienta en la mano. Tengo dos hematomas negros simétricos debajo de ambos omóplatos y a lo largo de la columna.
Hoy me ha golpeado con el puño en el ojo derecho, he visto las estrellas, y en la oreja derecha, he sentido un dolor punzante y crujidos y pitidos. Luego ha seguido golpeándome en la cabeza.
En los días mejores el secuestrador imaginaba de nuevo nuestro futuro en común. «Si al menos pudiera confiar en ti, en que no vas a escapar… —suspiró una noche en la mesa de la cocina—. Podría llevarte a todas partes. Iríamos al lago Neusiedlersee o al Wolfgangsee y te compraría un vestido de verano. Podríamos ir a nadar, y en invierno, a esquiar. Para eso tengo que confiar en ti al cien por cien. Pero te vas a escapar.» En ese momento sentí una profunda pena por ese hombre que me había torturado durante más de ocho años. No quería hacerle daño y le deseaba el futuro feliz que tanto ansiaba tener: parecía tan desesperado y solo consigo mismo y con su delito, que a veces casi olvidaba que yo era su víctima… y no decidía su suerte. Pero no me dejé engañar por la ilusión de que todo iría bien si yo cooperaba. No se puede obligar a nadie a una eterna obediencia, y mucho menos al amor.
A pesar de todo, en aquellos momentos le prometía que me quedaría siempre a su lado y le consolaba: «No me voy a escapar, te lo prometo. Me quedaré siempre contigo». Aunque él no me creía y a mí me partía el corazón mentirle. Ambos cambiábamos entre lo que éramos y lo que queríamos aparentar ser.
Yo estaba físicamente presente, pero mi mente hacía mucho tiempo que había huido. Aunque seguía sin conseguir imaginar mi aterrizaje al otro lado del abismo. La idea de aparecer de pronto otra vez en el mundo real me daba un miedo horrible. A veces incluso llegué a pensar que me iba a suicidar en cuanto abandonara al secuestrador. No podía soportar la idea de que mi libertad significara para él muchos años entre rejas. Naturalmente quería que los demás estuvieran a salvo de aquel hombre que era capaz de todo. En ese momento yo me encargaba de esa protección al concentrar toda su violenta energía en mí. Luego tendrían que ser la policía y los jueces los que se ocuparan de que no siguiera cometiendo delitos. Pero esa idea tampoco me tranquilizaba. Yo no albergaba ningún sentimiento de venganza, al contrario: me parecía que si le entregaba a la policía sólo iba a darle la vuelta al delito que él había cometido conmigo. Él me había encerrado primero, luego yo me iba a ocupar de que lo encerraran a él. En mi visión distorsionada del mundo no se ponía fin a un acto delictivo, sino que se acrecentaba. La maldad no disminuía en el mundo, sino que aumentaba.
Todas estas ideas pusieron en cierto modo el punto final lógico a la locura emocional a la que había estado expuesta durante años. Por las dos caras del secuestrador, por el rápido cambio de violencia a pseudonormalidad, por mi estrategia de supervivencia de eliminar todo lo que amenazaba con matarme. Hasta que el negro ya no es negro y el blanco ya no es blanco, sino que todo es una niebla gris en la que se pierde la orientación. Yo había interiorizado todo eso hasta tal punto que en algunos momentos me parecía peor traicionar al secuestrador que a mi propia vida. Tal vez debía conformarme con mi destino, pensé sólo una vez, cuando amenazaba con hundirme en las profundidades y perdí de vista mis islas de salvación.