—¿Un códice? —preguntó ella—. Venga ya. No sea absurdo.
Los códices mayas eran historias escritas de sus antepasados, pintadas por un escriba real que trabajaba para un rey. Chel había oído que la gente utilizaba la palabra «raro» para describir diamantes azules o Biblias de Gutenberg, pero aquí estaba su auténtico significado: sólo cuatro libros mayas antiguos habían sobrevivido hasta los tiempos modernos. En ese caso, ¿cómo podía Gutiérrez pensar ni por un momento que iba a tragarse que estuviera en posesión de uno nuevo?
—Hace treinta años que no se descubre un códice nuevo —repuso Chel.
El hombre se quitó la chaqueta.
—Hasta ahora.
Ella contempló de nuevo la pequeña caja. Cuando era estudiante de posgrado, había gozado de la rara oportunidad de ver un códice original, de modo que sabía exactamente cuál era su aspecto y su tacto. En las profundidades de una cámara acorazada de Alemania, guardias armados la habían vigilado mientras pasaba las páginas del Códice de Dresde, y sus imágenes y palabras la habían transportado mil años atrás en un abrir y cerrar de ojos vertiginoso. Fue la experiencia determinante que la había impulsado a concentrar sus estudios de posgrado en el idioma y la escritura de sus antepasados.
—Se trata de una falsificación, es evidente —dijo, mientras reprimía el ansia de continuar mirando. En la actualidad, más de la mitad de los objetos que ofrecían incluso los marchantes más legales eran falsificaciones. Hasta el olor a guano de murciélago era falsificable—. Y conste que, cuando usted me vendió aquella vasija de carey, yo no sabía que era robada. Me engañó con la documentación. De modo que no intente decir a la policía lo contrario.
La verdad era más complicada. Como conservadora de antigüedades mayas en el Museo Getty, debía documentar oficialmente cada objeto que adquiría y rastrear sus orígenes. Y es lo que había hecho con la vasija de carey que Gutiérrez le había vendido, pero, por desgracia, semanas después de la compra se había encontrado con un problema en la cadena de posesión. Chel conocía los peligros de no revelar su descubrimiento al museo, pero fue incapaz de desprenderse de aquella increíble pieza histórica, de modo que la conservó y no dijo nada. Para ella, el mayor escándalo residía en que toda la herencia de su pueblo estuviera en venta en el mercado negro, y cualquier objeto que no adquiriera desaparecería en los hogares de los coleccionistas para siempre.
—Por favor —dijo Gutiérrez, sin hacer caso de la queja sobre la pieza que le había vendido—. Guárdemela unos cuantos días.
Chel decidió solucionar el asunto. Introdujo la mano en su bolso y extrajo un par de guantes blancos de algodón y unas pinzas.
—¿Qué va a hacer? —preguntó el hombre.
—Descubrir algo capaz de demostrar que se trata de una falsificación.
La envoltura de plástico todavía estaba húmeda de las palmas de sus manos, y Chel se puso tensa al notar el sudor. Gutiérrez se pellizcó el puente de la nariz, y se masajeó con dos dedos los pozos rosados de sus ojos. Ella percibió su olor corporal, que se imponía al guano de murciélago, pero cuando sus dedos se hundieron en la caja y empezaron a manipular las páginas de corteza de árbol rotas, el resto de la habitación desapareció. Su primer pensamiento fue que los glifos eran demasiado antiguos. La historia antigua de los mayas se dividía en dos períodos: el «clásico», que abarcaba el desarrollo de la civilización desde 200 a 900 d.C.; y el «posclásico», que abarcaba su declive hasta la llegada de los españoles hacia 1500. El estilo y contenido de la escritura maya había evolucionado con el tiempo como resultado de influencias externas, y la escritura de cada período presentaba un aspecto diferente.
Jamás se había descubierto ni un solo fragmento de escritos en papel amate
[1]
del período clásico. Los cuatro códices mayas conocidos procedían de cientos de años más tarde. Sólo conocían el aspecto de la escritura clásica gracias a las inscripciones de las ruinas. Pero, en opinión de Chel, el idioma de aquellas páginas parecía haber sido escrito entre 800 y 900 d.C., lo cual convertía el libro en una absoluta imposibilidad: si era real, sería el objeto más valioso de la historia de los estudios mesoamericanos.
Examinó las líneas en busca de algún error: un glifo mal dibujado, la imagen de un dios sin el tocado adecuado, una fecha que no perteneciera a la secuencia temporal. No encontró nada. La tinta roja y negra estaba desvaída de la manera correcta. La tinta azul conservaba su color, como el azul maya auténtico. El papel había sufrido los embates del tiempo, como si hubiera permanecido en una cueva durante mil años. La corteza era quebradiza.
Todavía más impresionante, la escritura era fluida. Las combinaciones de glifos poseían un sentido intuitivo, al igual que los pictogramas. Daba la impresión de que los glifos habían sido escritos en una temprana versión del «ch’olan clásico», tal como era de esperar en un códice así. Pero Chel era incapaz de apartar la vista de los «complementos» fonéticos de los glifos, que ayudaban al lector a identificar su significado. Estaban escritos en quiché.
Los códices posdásicos conocidos, con sus influencias mexicanas, estaban escritos en maya yucateco y ch’olan, pero Chel suponía desde hacía mucho tiempo que un libro clásico de Guatemala bien podría estar escrito con complementos del dialecto que su madre y su padre habían hablado durante su infancia. La presencia de éstos representaba un conocimiento profundo y matizado de la historia y el idioma por parte del falsificador.
Chel no podía creer en tanta sofisticación, y sospechaba que muchos de sus colegas más inteligentes habrían caído en el engaño.
Entonces una secuencia de glifos la dejó petrificada.
En uno de los fragmentos más grandes de papel amate que ella había visto en la caja, tres pictogramas estaban escritos en secuencia, de modo que formaban un fragmento de frase:
Agua, que hacen brotar de la piedra
.
Chel parpadeó, confusa. El escritor sólo podía estar describiendo una fuente. Sin embargo, ningún falsificador del mundo podría haber escrito acerca de una fuente, porque hasta hacía muy poco ningún estudioso sabía que los mayas clásicos las utilizaban en sus ciudades. Había transcurrido menos de un mes desde que un arqueólogo de Penn State había descubierto que, en contra de la creencia popular, los españoles no habían introducido los acueductos de agua presurizada en el Nuevo Mundo: los mayas los construían siglos antes de que llegaran los europeos.
Jamás habrían podido falsificar un códice como éste en menos de un mes.
Chel miró a Gutiérrez con incredulidad.
—¿De dónde ha sacado esto?
—Ya sabe que no puedo decírselo.
La respuesta evidente era que había sido robado de una tumba situada en unas ruinas mayas, saqueado como tantas otras cosas de las tumbas de sus antepasados.
—¿Quién más está enterado? —insistió ella.
—Sólo mi fuente, pero ¿comprende ahora su valor?
Si Chel estaba en lo cierto, aquellas páginas podían contener más información sobre la historia maya que todas las ruinas juntas. El Códice de Dresde, el más completo de los cuatro libros mayas antiguos, conseguiría diez millones de dólares en una subasta…, y las páginas que tenía delante dejarían en ridículo al de Dresde.
—¿Piensa venderlo? —preguntó a Gutiérrez.
—Cuando sea el momento adecuado.
Aunque ella contara con la cantidad de dinero que el hombre pidiera, para Chel nunca se presentaría el momento oportuno de adquirirlo. No podía comprarlo legalmente, porque estaba claro que lo habían robado de una tumba, y el trabajo que exigiría reconstruir y descifrar el códice impediría ocultarlo durante mucho tiempo. Si alguna vez descubrían un códice robado en su posesión, perdería su empleo y tal vez presentarían cargos en su contra.
—¿Por qué debo hacerle el favor de guardarlo? —preguntó entonces Chel.
—Para concederme tiempo de pensar en cómo crear la documentación, con el fin de poder venderlo a un museo de este país; espero que al de usted. Y porque si el ICE
[2]
lo encuentra ahora, ninguno de nosotros volverá a verlo jamás.
Chel sabía que tenía razón respecto al ICE. Si confiscaban el libro, lo devolverían al Gobierno guatemalteco, que carecía de la experiencia o infraestructura para exhibir y estudiar un códice de la manera correcta. El Fragmento de Grolier, descubierto en México, se estaba pudriendo en una cámara acorazada desde los años ochenta.
Gutiérrez devolvió el libro a su caja. Chel ya se sentía impaciente por tocarlo de nuevo. El papel amate se estaba desintegrando y era preciso protegerlo. Más todavía, el mundo necesitaba saber lo que las páginas decían, porque documentaban la historia de su pueblo. Y la historia de su pueblo estaba desapareciendo.
Hospital Presbiteriano de Los Ángeles Este: ventanas protegidas por barrotes, y la típica multitud de fumadores que siempre se ven alrededor de hospitales venidos a menos dando bocanadas sin cesar. La entrada principal estaba cerrada a causa de una gotera en el techo del vestíbulo, de modo que seguridad estaba desviando a visitantes y pacientes, sin hacer distinciones, a través de urgencias.
Al entrar, una serie de olores superpuestos abofeteó a Stanton: alcohol, suciedad, sangre, orina, vómitos, disolvente, ambientador y tabaco. En la sala de espera, docenas de sufrientes personas estaban sentadas esperando su turno. Pocas veces pisaba instalaciones como aquélla; cuando un hospital lidia con la violencia de las bandas a diario, no hay excesiva demanda de que un especialista en priones dé conferencias.
Una enfermera claramente estresada, sentada detrás de una ventanilla a prueba de balas, accedió a llamar a Thane al busca, mientras Stanton se sumaba a un grupo de visitantes congregados alrededor de un televisor montado en la pared. Un barco de salvamento de la Guardia Costera estaba sacando del mar un avión. Barcos de rescate y helicópteros daban vueltas alrededor de los restos del vuelo 126 de Aero Globale, que se había estrellado frente a la costa de Baja California cuando volaba desde Los Ángeles a Ciudad de México. Setenta y dos pasajeros y ocho tripulantes habían perecido.
Así puede acabar todo, se dijo Stanton. Pese a las numerosas ocasiones en que la vida le obligaba a afrontarlo, pensó que todavía le pillaba por sorpresa. Hacías ejercicio y comías sano, te hacías análisis cada año, trabajabas de lo lindo veinticuatro horas siete días a la semana sin quejarte nunca, y un día subías a un avión que no debías haber tomado.
—¿Doctor Stanton?
Se volvió. Lo primero en lo que se fijó al ver a aquella mujer negra y alta enfundada en su bata blanca fue en la anchura de su espalda. Tendría treinta y pocos años, con el pelo corto y gruesas gafas de montura negra, lo cual le daba aspecto de jugadora de rugby reconvertida en entusiasta del jazz.
—Soy Michaela Thane.
—Gabriel Stanton —dijo él, y estrechó su mano.
Thane echó un vistazo al televisor.
—Terrible, ¿eh?
—¿Saben qué pasó?
—Dicen que fue un error humano —contestó la mujer, y le condujo fuera de urgencias—. O como decimos aquí, LALPA: llama a los putos abogados.
—A propósito, supongo que llamó a sanidad del condado, ¿no? —preguntó Stanton mientras se dirigían a los ascensores.
Thane pulsó varias veces un botón del ascensor que se negaba a encenderse.
—Prometieron que enviarían a alguien.
—Tómeselo con calma.
Ella hizo exactamente eso mientras esperaban el ascensor. Stanton sonrió.
Por fin llegó el ascensor. Thane pulsó el botón de la sexta planta. Cuando la manga de la bata resbaló hacia atrás, él vio un águila calva con un rollo entre las alas del ave tatuada en su tríceps.
—¿Es usted militar? —preguntó.
—Compañía Médica quinientos sesenta y cinco, a su disposición.
—¿Fort Polk?
—Sí. ¿Conoce el batallón?
—Mi padre era del cuarenta y seis de Ingenieros. Vivimos en Fort Polk tres años. ¿Sirvió antes de trabajar de interna?
—Estuve en el Cuerpo de Entrenamiento para Oficiales de la Reserva con el fin de entrar en la Facultad de Medicina, y me llevaron allí después de las prácticas. Dos giras cerca de Kabul en rescates con helicóptero. Al final llegué a oficial subalterno de grado O-tres.
Stanton se quedó impresionado. Rescatar por aire a soldados en el frente era una de las misiones médicas militares más peligrosas.
—¿Cuántos casos de IFF ha visto antes? —preguntó Thane. El ascensor empezó a subir por fin.
—Siete —contestó él.
—¿Todos murieron?
Stanton asintió con semblante sombrío.
—¿Tiene ya los resultados genéticos?
—Deberían llegar de un momento a otro, pero conseguí descubrir cómo aterrizó el paciente aquí. La policía le detuvo en un motel Super Ocho, que se encuentra a pocas manzanas de distancia, después de que atacara a algunos huéspedes. La policía le trajo cuando se dieron cuenta de que estaba enfermo.
—Después de una semana de insomnio, es una suerte que no hiciera algo peor.
Incluso después de una sola noche de privación de sueño, el deterioro de la función cognitiva equivalía a un nivel de alcohol en la sangre de 0,1, y podía causar alucinaciones, delirio y arrebatos de cólera. Tras semanas de insomnio, el paciente empeoraba progresivamente, el IFF provocaba en sus víctimas pensamientos suicidas, pero casi todos los afectados por esta enfermedad que había visto Stanton habían sucumbido debido al insomnio devastador que causaba estragos en sus cuerpos.