—¿Cómo va el experimento? —preguntó, cuando Stanton la siguió hasta el barco. La cubierta del
Plan A
estaba amueblada con sencillez, tan sólo dos sillas plegables, una colección de CD diseminados alrededor de la silla de la capitana y cuencos con agua y comida para
Dogma
.
—Más resultados esta mañana. Deberían ser interesantes.
Nina ocupó el asiento de la capitana. No le gustaba dar rodeos.
—Pareces cansado.
Stanton se preguntó si estaría detectando en su rostro la invasora oleada del tiempo, patas de gallo debajo de sus gafas sin montura. Pero había dormido siete horas seguidas aquella noche. Algo extraño en él.
—Me encuentro bien.
—¿El pleito ha terminado? ¿Con buenos resultados?
—Hace semanas que terminó. Vamos a celebrarlo. Tengo champán en la nevera.
—El capitán y yo nos vamos a Catalina —dijo Nina. Manipuló los indicadores e interruptores que Stanton nunca se había molestado en dominar, encendió el GPS y conectó el sistema eléctrico del barco.
El tenue contorno de Catalina Island apenas se veía a través de la bruma.
—¿Y si te acompaño? —sugirió Stanton.
—¿Mientras esperas pacientemente los resultados del centro? Por favor, Gabe.
—No seas condescendiente conmigo.
Nina se levantó y tomó su barbilla en la mano.
—No soy tu ex esposa en vano.
La decisión la había tomado Nina, pero Stanton se culpaba por ello, y en parte jamás había renunciado a un futuro en común. Durante los tres años de matrimonio, su trabajo le había llevado fuera del país durante meses seguidos, mientras ella escapaba al mar, donde siempre había estado su corazón. Él había permitido que se distanciaran, y daba la impresión de que Nina era la mujer más feliz del mundo cuando navegaba en solitario.
Sonó a lo lejos la bocina de un buque portacontenedores, lo cual enloqueció a
Dogma
. Ladró repetidas veces en dirección al ruido, antes de proceder a perseguirse la cola.
—Te lo devolveré mañana por la noche —dijo Nina.
—Quédate a cenar. Guisaré lo que más te apetezca.
Nina le miró.
—¿Cómo se tomará tu novia que cenemos juntos?
—No tengo novia.
—¿Qué fue de esa fulana? La matemática.
—Salimos cuatro veces.
—¿Y?
—Tuve que ir a ver a un caballo.
—Venga ya.
—En serio. Tuve que ir a Inglaterra para examinar un caballo que creían que había desarrollado tembladera, y ella me dijo que yo no estaba comprometido a fondo con nuestra relación.
—¿Y estaba en lo cierto?
—Salimos cuatro veces. Bien, ¿quedamos para cenar mañana?
Nina encendió el motor del
Plan A
, mientras Stanton saltaba al muelle para recoger la bicicleta.
—Compra una botella de vino decente —gritó ella mientras desamarraba, y le dejó tirado una vez más—. Entonces, ya veremos…
El Centro de Priones, de los Centros para el Control de Enfermedades, en Boyle Heights, había sido el hogar profesional de Stanton durante casi diez años. Cuando se trasladó al oeste a principios de siglo para convertirse en su primer director, el centro ocupaba tan sólo un pequeño laboratorio en un remolque aparcado en el Los Angeles County & USC Medical Center. Ahora, como resultado de las constantes presiones, ocupaba toda la sexta planta del edificio principal del LAC & USC, el mismo edificio que, durante más de tres décadas, había servido como exterior de la serie
Hospital General
.
Stanton atravesó las puertas dobles y entró en lo que los recién doctorados llamaban su «madriguera». Uno de ellos había colgado luces de Navidad alrededor de la zona principal, y él las encendió junto con las halógenas, de forma que tiñeron de verde y rojo los bancos de microscopios que se extendían a lo largo del laboratorio. Después de dejar la bolsa en su despacho, se puso una mascarilla y guantes, y se encaminó a la parte de atrás. Era la primera mañana que podrían recoger los resultados de un experimento en el que su equipo había trabajado durante semanas, y estaba muy ansioso por examinarlos.
La «Sala de los Animales» del centro era casi tan larga como una cancha de baloncesto. El equipo era de última generación: casillas informatizadas de existencias, centros de control de datos con pantalla táctil y terminales electrónicas de vivisección y autopsia. Stanton se dirigió hacia la primera de las doce jaulas que descansaban sobre estanterías en la pared sur y echó un vistazo al interior. La jaula contenía dos animales: una serpiente coral negra y naranja de sesenta centímetros de largo y un ratoncillo gris. A primera vista, parecía lo más natural del mundo: una serpiente a la espera del momento adecuado para devorar a su presa. Pero, en realidad, algo anormal estaba sucediendo en el interior de aquella jaula.
El ratón estaba dando golpecitos en la cabeza de la serpiente con el hocico. Aunque ésta silbaba, él continuaba como si tal cosa. No corría a un rincón de la jaula ni trataba de escapar. El ratón tenía tan poco miedo de la serpiente como de otro ratón. La primera vez que Stanton fue testigo de este comportamiento, él y su equipo del Centro de Priones prorrumpieron en vítores. Gracias a la ingeniería genética, habían extraído un conjunto de diminutas proteínas llamadas «priones» de la membrana superficial de las células cerebrales del ratón. Había conseguido tener éxito en su extraño experimento alterando el orden natural en el cerebro del ratón y eliminando su miedo innato a las serpientes. Era un paso crucial para entender las mortíferas proteínas, que habían constituido el trabajo de toda la vida de Stanton.
Los priones aparecen en todos los cerebros animales normales, incluidos los humanos, pero tras décadas de investigación, ni él ni nadie comprendía por qué existían. Algunos de sus colegas creían que las proteínas de los priones intervenían en la memoria o eran importantes en la formación de la médula. Nadie lo sabía con certeza.
Casi siempre, estos priones se hallaban instalados en las neuronas del cerebro. Pero en algunos casos, estas proteínas podían «enfermar» y multiplicarse. Como en el Alzheimer y el Parkinson, las enfermedades priónicas destruían los tejidos sanos y los sustituían por placas inútiles, alterando el funcionamiento normal del cerebro. Pero existía una diferencia clave, terrorífica: mientras el Alzheimer y el Parkinson eran enfermedades genéticas, ciertas enfermedades priónicas podían contagiarse por ingestión de carne contaminada. A mediados de la década de los ochenta, priones mutantes de vacas enfermas inglesas se introdujeron en el suministro de carne local a través de buey contaminado, y todo el mundo se familiarizó con la infección priónica. A lo largo de tres décadas, la enfermedad de las vacas locas mató a doscientas mil reses en Europa, y después se contagió a los humanos. A los primeros pacientes les costaba caminar y padecían temblores incontrolables, después perdían la memoria y la capacidad de identificar a amigos y familiares. No tardaba en producirse la muerte cerebral.
Al principio de su carrera, Stanton se había convertido en uno de los expertos mundiales en vacas locas, de modo que cuando los CDC [Centros para el Control y Prevención de Enfermedades] fundaron el Centro Nacional de Priones, fue la elección lógica para que lo dirigiera. En aquel momento se le había antojado la oportunidad de su vida, y le entusiasmó la idea de trasladarse a California. Nunca antes se había fundado un centro de investigaciones dedicado al estudio de priones y enfermedades priónicas en Estados Unidos. Liderado por Stanton, el centro se creó para el diagnóstico, el estudio y, a la larga, el combate contra los agentes infecciosos más misteriosos de la Tierra.
Pero nunca ocurrió. A finales de la década, la industria ganadera había lanzado una triunfal campaña para demostrar que tan sólo a una persona, residente en Estados Unidos, le habían diagnosticado la enfermedad de las vacas locas. Las subvenciones para el laboratorio de Stanton disminuyeron y, con pocos casos en Inglaterra también, el público no tardó en perder el interés. El presupuesto del Centro de Priones se había reducido, y él no tuvo otro remedio que despedir a parte del personal. Lo peor era que todavía no podían curar una sola enfermedad priónica: años de probar diversos medicamentos y otras terapias habían dado como resultado una falsa esperanza tras otra. Pero Stanton siempre había sido tan tozudo como optimista, y nunca había descartado la posibilidad de que las respuestas se encontraran a un experimento de distancia.
Avanzó hacia la siguiente jaula y descubrió a otra serpiente acechando a su presa, y a otro ratoncillo aburrido por tamaña exhibición. A lo largo de este experimento, Stanton y su equipo estaban explorando el papel de los priones a la hora de controlar «instintos innatos», incluido el miedo. No era necesario enseñar a los ratones a tener miedo del crujido de la hierba, indicador de que se acercaba un depredador: el terror estaba programado en sus genes. Pero después de que los priones fueran «eliminados» genéticamente en un experimento anterior, los ratones actuaron con agresividad e irracionalidad. Por lo tanto, Stanton y su equipo habían empezado a analizar los efectos de borrar priones sobre los miedos más arraigados de los animales.
Su móvil vibró en el bolsillo de su bata blanca.
—¿Hola?
—¿Doctor Stanton?
Era una voz femenina que no reconoció, pero tenía que ser una doctora o una enfermera. Sólo un profesional de la salud no se disculparía por llamar antes de las ocho de la mañana.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Soy Michaela Thane. Residente de tercer año en el Hospital Presbiteriano de Los Ángeles Este. El CDC me dio su número. Creemos que tenemos entre manos un caso de enfermedad priónica.
Stanton sonrió, se subió las gafas sobre el puente de la nariz y dijo: «Vale», mientras avanzaba hacia la tercera jaula. En el interior, otro ratón tocaba con las patas la cola de su depredador. La serpiente casi parecía confusa por aquella inversión de la naturaleza.
—¿«Vale»? —preguntó Thane—. ¿Eso es todo?
—Envíe las muestras a mi oficina, y mi equipo les echará un vistazo. El doctor Davies la llamará con los resultados.
—¿Eso cuándo será? ¿Dentro de una semana? Tal vez no me he expresado con claridad, doctor. A veces hablo demasiado deprisa para la gente. Creemos que tenemos entre manos un caso de enfermedad priónica.
—Comprendo que eso es lo que creen. ¿Qué me dice de las pruebas genéticas? ¿Tiene los resultados?
—No, pero…
—Escuche, doctora… ¿Thane? Cada año recibimos miles de llamadas —la interrumpió Stanton—, y sólo un puñado resultan ser enfermedades priónicas. Si los análisis genéticos son positivos, vuelva a llamarnos.
—Doctor, los síntomas concuerdan con un diagnóstico de…
—Deje que lo adivine. A su paciente le cuesta caminar.
—No.
—¿Pérdida de memoria?
—No lo sabemos.
Stanton tamborileó con los dedos sobre el cristal de una jaula, curioso por ver si alguno de los animales reaccionaba. Ninguno le hizo caso.
—En ese caso, ¿cuál es su presunto síntoma, doctora? —preguntó a Thane, sin apenas escuchar.
—Demencia y alucinaciones, comportamiento errático, temblores y sudoración. Y un caso terrible de insomnio.
—¿Insomnio?
—Cuando ingresó, pensamos que era síndrome de abstinencia del alcohol. Pero no existía deficiencia de ácido fólico que indicara alcoholismo, de modo que llevé a cabo más pruebas, y creo que podría ser insomnio familiar fatal.
Ahora consiguió atraer la atención de Stanton.
—¿Cuándo ingresó?
—Hace tres días.
El IFF era una enfermedad extraña, que progresaba con rapidez, producto de un gen mutante. Era estrictamente genética, transmitida por un progenitor, una de las escasas enfermedades priónicas existentes. Stanton había visto media docena de casos a lo largo de su carrera. Casi todos los pacientes de IFF solicitaban asistencia médica porque sudaban de manera constante y les costaba dormir por la noche. Al cabo de unos meses, su insomnio era absoluto. Los pacientes se quedaban impotentes, experimentaban ataques de pánico y les costaba caminar. Atrapados entre un estado de vigilia alucinatorio y un estado de alerta inducido por el pánico, casi todos los pacientes de IFF morían al cabo de pocas semanas debido a la falta total de sueño, y ni Stanton ni ningún otro médico habían podido hacer nada para ayudarlos.
—No se confunda —advirtió a Thane—. La incidencia mundial del IFF es de uno entre treinta y tres millones.
—¿Qué otra cosa podría causar insomnio total? —preguntó Thane.
—Una adicción a la metamfetamina mal diagnosticada.
—Estamos en Los Ángeles Este. Tengo el placer de percibir cada día el aliento de la meta. El examen toxicológico de este individuo dio negativo.
—El IFF afecta a menos de cuarenta familias en todo el mundo —dijo Stanton, mientras avanzaba hacia la siguiente jaula—. Y si hubiera un historial familiar, usted ya me lo habría dicho.
—De hecho, no hemos podido hablar con él, porque no le entendemos. Parece latino, o quizás indígena. De Centroamérica o Sudamérica, tal vez. Estamos trabajando con el servicio de intérpretes. Por supuesto, casi todos los días tenemos a un tipo con estudios preuniversitarios y con una pila de diccionarios de saldo.
Stanton miró a través del cristal de la siguiente jaula. Esta serpiente estaba inmóvil, y una diminuta cola gris sobresalía de su boca. Durante las siguientes veinticuatro horas, cuando a las demás serpientes les entrara hambre, sucedería lo mismo en todas las jaulas de la sala. Incluso después de tantos años en el laboratorio, no le gustaba ser el responsable de lo que les sucedería a los ratones dentro de poco.
—¿Quién ingresó al paciente? —preguntó.
—Una ambulancia, según el informe de ingresos, pero no existen datos sobre el servicio.
Esto coincidía con todo lo que Stanton sabía acerca del Hospital Presbiteriano, uno de los más saturados y agobiados por las deudas de la zona este de Los Ángeles.
—¿Cuántos años tiene el paciente? —preguntó.
—Treinta y pocos, lo más probable. Sé que es anormal, pero leí su trabajo sobre anomalías relacionadas con la edad en las enfermedades priónicas, y pensé que podía ser una de ellas.
Thane estaba haciendo bien su trabajo, pero su diligencia no cambiaba los hechos.
—Estoy seguro de que cuando reciba los resultados de genética todo esto se aclarará enseguida —dijo él—. Puede llamar más adelante al doctor Davies, si tiene más preguntas.